Mi tía Elodia me
había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré
golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo
más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la
diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos
edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.
Al pronto, pensé
en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno
de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar -tan insignificante
creemos su causa-, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la
casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De
antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y
amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista
de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que
los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no
he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar
sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por
formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado
el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.
Dejé en el
parador la maletilla, y envuelto en mi capa, porque apretaba el frío, me di a
vagar por las calles, encontrando en ello especial placer. Bajo los primeros
antiguos soportales, tropecé con un compañero de aula, uno de esos a quienes
llamamos amigos porque anduvimos con ellos en jaranas y bromas, aunque se
diferencien de nosotros en carácter y educación. La misma razón que me hacía
encontrar divertido un paseo por calles heladas y solitarias, la larga
temporada de vida rústica me movió acoger a Laureano Cabrera con expansión
realmente amistosa. Le referí el objeto de mi viaje, y le invité a cenar. Hecho
ya el convenio, reparé, a la luz de un farol, en el mal aspecto y derrotadas trazas
de mi amigo. El vicio había degradado su cuerpo, y la miseria se revelaba en su
ropa desechable. Parecía un mendigo. Al moverse, exhalaba un olor pronunciado a
tabaco frío, sudor y urea. Confirmando mi observación, me rogó en frases
angustiosas que le prestase cierta suma. La necesitaba, urgentemente, aquella
misma noche. Si no la tenía, era capaz de pegarse un tiro en los sesos.
Cruzábamos en
aquel instante por la zona de claridad de otro farol, y cual si brotase de las
tinieblas, vivamente alumbrada, surgió la cara de Laureano. Gastada y envilecida
por los excesos, conservaba, no obstante, sello de inteligencia, porque todos
conveníamos, antaño, en que Laureano «valía». En el rápido momento en que pude
verle bien noté un cambio que me sorprendió: el paso de un estado que debía de
ser en él habitual -el cinismo pedigüeño, la comedia del sable, a una
repentina, íntima resolución, que endureció siniestramente sus facciones.
Dijérase que acababa de ocurrírsele algo extraño.
«Éste me atraca»,
pensé; y, en alto, le propuse que cenásemos, no en el tugurio equívoco,
semiburdel que él indicaba, sino en el parador. Un recelo, viscoso y repulsivo,
como un reptil, trepaba por mi espíritu conturbándolo. No quería estar solo con
tal sujeto, aunque me pareciese feo desconvidarle.
Y me separé
bruscamente, dándole esquinazo. La vaga aprensión que se había apoderado de mí
se disipó luego. A fin de evitar encuentros análogos, subí el embozo de la
capa, calé el sombrero y, desviándome de las calles céntricas, me dirigí a casa
de una mujer que había sido mi excelente amiga cuando yo estudiaba en Estela
Derecho. No podré jurar que hubiese pensado en ella tres veces desde que no la
veía; pero los lugares conocidos refrescan la memoria y reavivan la sensación,
y aquel recoveco del callejón sombrío, aquel balcón herrumbroso, con tiestos de
geranios «sardineros» me retrotraían a la época en que la piadosa Leocadia, con
sigilo, me abría la puerta, descorriendo un cerrojo perfectamente aceitado.
Porque Leocadia, a quien conocí en una novena, era en todo cauta y felina, y
sus frecuentes devociones y su continente modesto la habían hecho estimable en
su estrecho círculo. Contadas personas sospecharían algo de nuestra historia,
desenlazada sencillamente por mi ausencia. Tenía Leocadia marido auténtico,
allá en Filipinas, un mal hombre, un perdis, que no siempre enviaba los
veinticinco duros mensuales con que se remediaba su mujer. Y ella me repetía
incesantemente:
-No seas loco.
Hay que tener prudencia... La gente es mala... Si le escriben de aquí cualquier
chisme...
Reminiscencias de
este estribillo me hicieron adoptar mil precauciones y procurar no ser visto
cuando subí la escalera, angosta y temblante. Llamé al estilo convenido,
antiguo, y la misma Leocadia me abrió. Por poco deja caer la bujía. La arrastré
adentro y me informé. Nadie allí; la criada era asistenta y dormía en su casa.
Pero más cuidado que nunca, porque «aquel» había vuelto, suspenso de empleo y
sueldo a causa de unos líos con la Administración , y gracias a que hoy se encontraba
en Marineda, gestionando arreglar su asunto... De todos modos, lo más temprano
posible que me retirase y con el mayor sigilo, valdría más. ¡Nuestra Señora de la Soledad , si llegase a
oídos de él la cosa más pequeña!...
Fiel a la
consigna, a las nueve menos cuarto, recatadamente, me deslicé y enhebré por las
callejas románticas, en dirección al parador. Al pasar ante la catedral, el
reloj dio la hora, con pausa y solemnidad fatídicas. Tal vez a la humedad, tal
vez al estado de mis nervios se debiese el violento escalofrío que me
sobrecogió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesa y caliente, y el vino
recio del parador, me hizo apretar el paso. Llevaba bastantes horas sin comer.
Contra lo que
suponía, pues Laureano no solía ser exacto, me esperaba ya y había pedido su
cubierto y encargado la cena. Me acogió con chanzas.
A la luz
amarillenta, pero fuerte, de las lámparas de petróleo colgadas del techo, me
horripiló más, si cabe, la catadura de mi amigo. En medio de la alegría que
afectaba, y de adelantarse a confesar que lo del tiro en los sesos era broma,
que no estaba tan apurado, yo encontraba en su mirar tétrico y en su boca
crispada algo infernal. No sabiendo cómo explicarme su gesto, supuse que, en
efecto, le rondaba la impulsión suicida. No obstante, reparé que se había
atusado y arreglado un poco. Traía las manos relativamente limpias, hecho el
lazo de la corbata, alisadas las greñas. Frente a nosotros, un comisionista
catalán, buen mozo, barbudo, despachado ya su café, libaba perezosamente
copitas de Martel leyendo un diario. Como Laureano alzase la voz, el viajante
acabó por fijarse, y hasta por sonreirnos picarescamente, asociándose a la
insistente broma.
-Pero ¿en qué
agujero te colarías? ¡Qué ficha! Tres horas no te las has pasado tú azotando
calles... A otro con esas... ¿Te crees que somos bobos? Como si uno se fiase de
estos que vuelven del campo...
Las súplicas de
la precavida Leocadia me zumbaban aún en los oídos, y me creí en el deber de
afirmar que sí, que callejeando y vagando había entretenido el tiempo.
Sabía
perfectamente. Muy cerca de la casa de mi tía Elodia: una infecta posaducha, de
última fila. Y en el mismo segundo en que recordaba esta circunstancia, mis
ojos distinguieron, colgando de un botón del derrotado chaqué de Laureano, un
hilo que resplandecía. Era una larga cana brillante.
Me creerán o no.
Mi impresión fue violenta, honda; difícilmente sabría definirla, porque creo
que hay sobradas cosas fuera de todo análisis racional. Fascinado por el fulgor
del hilo argentado sobre el paño sucio y viejo, no hice un movimiento, no solté
palabra: callé. A veces pienso qué hubiese sucedido si me ocurre bromear sobre
el tema de la cana. Ello es que no dije esta boca es mía. Era como si me
hubiesen embrujado. No podía apartar la mirada del blanco cabello.
Al final de la
cena, el buen humor de Laureano se abatió, y a la hora del café estaba tétrico,
agitado; se volvía frecuentemente hacia la puerta, y sus manos temblaban tanto,
que rompió una copa de licor. Ya hacía rato que el viajante nos había dejado
solos en el comedor lúgubre, frente a los palilleros de loza que figuraban un
tomate, y a los floreros azules con flores artificiales, polvorientas. El mozo,
en busca de la propia cena, andaría por la cocina. Cabrera, más sombrío a cada
paso, sobresaltado, oreja en acecho, apuraba copa tras copa de coñac, hablando
aprisa cosas insignificantes o cayendo en acceso de mutismo. Hubo un momento en
que debió de pensar: «Estoy cerca de la total borrachera», y se levantó, ya un
poco titubeante de piernas y habla.
Sabía yo de sobra
lo que era «allá», y sólo de imaginarlo, con semejante compañía y con la lluvia
que había empezado a caer a torrentes... ¡No! Mi camita, dormir tranquilo hasta
el día siguiente y no volver a ver a Laureano. Le eché por los hombros su capa,
le di su grasiento sombrero y le despedí.
Dormí sueño
pesado que turbaron pesadillas informes, de esas que no se recuerdan al abrir
los ojos. Y me despertó un estrépito en la puerta: el dueño del parador en
persona, despavorido, seguido de un inspector y dos agentes.
No comprendí al
pronto. Las frases broncas, deliberadamente ambiguas, del inspector me guiaron
para arrancar parte de la verdad. Más tarde, horas después, ante el juez, supe
cuanto había que saber. Mi tía Elodia había sido estrangulada y robada la noche
anterior. Se me acusaba del crimen...
Y véase lo más
singular... ¡El caso terrible no me sorprendía! Dijérase que lo esperaba. Algo
así tenía que suceder. Me lo había avisado indirectamente «alguien», quién sabe
si el mismo espíritu de la muerta... Sólo que ahora era cuando lo entendía,
cuando descifraba el presentimiento negro.
El juez, ceñudo
y preocupado, me acogió con una mezcla de severidad y cortesía. Yo era una
persona «tan decente», que no iban a tratarme como a un asesino vulgar. Se me
explicaba lo que parecía acusarme, y se esperaban mis descargos antes de elevar
la detención a prisión. Que me disculpase, porque si no, con la Prensa y la batahola que se
había armado en el pueblo, por muy buena voluntad que... Vamos a ver: los
hechos por delante, sin aparato de interrogatorio, en plática confidencial...
Yo debía venir a pasar la noche en casa de mi tía. Mi cama estaba preparada
allí. ¿Por qué dormí en el parador?
¿No molestar?
Cuidado: que me fijase bien. He aquí, según el juez, los hechos. Yo había ido a
casa de doña Elodia a eso de las siete. La criada, sorda como una tapia, no
quería abrir. Yo grité desde la mirilla: «Que soy su sobrino», y entonces la
señora se asomó a la antesala y mandó que me dejasen pasar. Entré en la sala y
la criada se fue a preparar la cena, pues tenía órdenes anteriores, por si yo
llegase. Hasta las nueve o más no se sabe lo que pasó. Pronta ya la cena, la
fámula entró a avisar, y vio que en la salita no había nadie: todo en
tinieblas. Llamó varias veces y nadie respondió. Asustada, encendió luz. La
alcoba de la señora estaba cerrada con llave. Entonces, temblando, sólo acertó
a encerrarse en su cuarto también. Al amanecer bajó a la calle, consultó a las
vecinas; subieron dos o tres a acompañarla, volvió a llamar a gritos... La autoridad,
por último, forzó la cerradura. En el suelo yacía la víctima bajo un colchón.
Por una esquina asomaba un pie rígido. El armario, forzado y revuelto, mostraba
sus entrañas. Dos sillas se habían caído...
-Dice que no...
Iba embozado, con el sombrero muy calado. No le vio. ¡Y es tan torpe, tan
necia, tan apocada! Medio lela está.
-Calma...
¡Cierto que son muchas coincidencias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis y
cuarto habló con un amigo en la calle de los Bebederos. Luego, hasta las nueve,
no se sabe de usted más. A las nueve cena usted en el parador con el mismo
amigo, y un viajante que estaba allí declara que le molestaba a usted la pregunta
de ¿dónde había pasado esas horas?, y que afirmaba usted haberlas pasado en la
calle, lo cual no es verosímil. Llovió a cántaros de ocho a ocho y media, y
usted no llevaba paraguas... También decía que estaba usted así..., como
preocupado... a veces, y el mozo añade que rompió usted una copa. ¡Es una
fatalidad...!
-Si por
cierto... Declaró la calamidad de Cabrera... Nada, eso; que le vio a usted un
rato antes; que, convidado, cenó con usted, y que se retiró a cosa de las once.
-Pero ¡si no es
posible! ¡Si me ha explicado todo lo que hizo! ¡Si a esas horas estuvo en su
posada!
-No, señor.
Entraría, se haría ver y volvería a salir. En esa clase de bujíos no se cierra
la puerta. No hay quien se ocupe de salir a abrirla. Él sabía que me esperaba
la tía Elodia. Es listo. Lo arregló con arte. Está en la última miseria. Cuando
me encontró, en los Bebedores, me pidió dinero, amenazándome con volarse los
sesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: lo veo como si estuviese
sucediendo delante de mí.
-Ello merece
pensarse... Sin embargo, no le oculto a usted que su situación es comprometida.
Mientras no pueda explicar el empleo de ese tiempo, de seis a nueve...
Las sienes se me
helaron. Debía de estar blanco, con orejas moradas. Me tropezaba con un juez de
los de coartada y tente tieso... ¿Coartada? Sería una acción sucia, vil,
nombrar a Leocadia -toda mujer tiene su honor correspondiente, y además, inútil,
porque la conozco. No es heroína de drama ni de novela y me desmentiría por
toda mi boca... Y yo lo merecía. Yo no era asesino, ni ladrón, pero...
La contrición me
apretó el corazón, estrujándolo con su mano de acero. Creía sentir que mi
sangre rezumaba... Era una gota salada en los lagrimales. Y en el mismo punto,
¡un chispazo!, me acordé del hilo brillante, enredado en el botón del raído
chaqué.
Todavía estaba
allí la cana cuando hicieron comparecer al criminal... El «gato» de la tía Elodia
se halló oculto entre su jergón, con la llave de la alcoba... Sin embargo, no
falta, aun hoy, quien diga que el asunto fue turbio, que yo entregué tal vez a
mi cómplice... Honra, no me queda. Hay una sombra indisipable en mi vida. Me he
encerrado en la aldea, y al acercarse la Navidad , en semanas enteras, no me levanto de la
cama, por no ver gente.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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