Blandos marinistas de
salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas
desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de
cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que
pretendéis coger truchas a bragas enjutas..., no contempléis el borrón que voy
a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como
las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.
¿Dónde nació la Camarona ? En el
mar, lo mismo que Anfítrite..., pero no de sus cándidas espumas, como la diosa
griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que
trajo al mundo a la Camarona
habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el
oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada
cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa
sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar
del arte; pero, ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las
señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas
en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más,
allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino
al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la
charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al
cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era
menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo.»
Los juguetes de la niña
fueron «navajas», almejas y «berberechos», desenterrados en el arenal cuando se
retiraba la marea; su biberón para el destete, la amarga «salsa»; su mayor
recreo, que le permitiesen agazaparse en el fondo de la lancha cuando salía a
la pesca del «Múgil» o a levantar los «palangres» que sujetan al congrio. A la
escuela, ni intentaron llevarla, ni ella iría sino entre civiles: a la iglesia
si que solía asistir, porque la gente pescadora ve tan a menudo cerca la
muerte, que se acuerda mucho de Dios y la siente mejor que los labriegos y que
los señores. Si los padres de la
Camarona rezaban atropellado y mal, creían bien, y la
chiquilla antes se deja quitar un ojo que el escapulario mugriento de Nuestra
Señora de la Pastoriza.
¿Que quién le puso el apodo
de la Camarona ?
No se sabe. Tal vez la llamaron así porque a los siete años vendía «pajes» de
camarones, mientras su madre despachaba pesca de más valor; tal vez porque era
bien hecha, firme y colorada como estos diminutos crustáceos (después de
cocidos; no se figure algún malicioso que considero al camarón, si no el
«cardenal», el «monaguillo» de los mares). Lo cierto es que Camarona fue
para todo el mundo, y su verdadero nombre de Andrea, testimonio de la gran
devoción que a San Andrés profesan los marineros, cayó tan en desuso, que no lo
recordaba ella misma.
A los quince años la Camarona no quería
salir de la lancha, donde ayudaba a su padre y hermanos en la ruda faena. Los
hermanos, celosillos y burlones, la desviaban, la querían avergonzar. «Tú, a
remendar las redes, papulita», decían intentando imponerse por la fuerza. «Eso
vosotros, mariquillas», respondía ella, autorizando con un soberano remoquete
su alarde de desprecio. Y agachaban la cabeza, por que la Camarona era, ya
que no más forzuda, más arriscada y batalladora. Cuando otras hijas de
pescadores se metían con ella, mofándose porque salía a la mar y remaba y
cargaba las velas y agarraba la caña del timón, la Camarona sabía
enseñar a aquellas mocosas cuántas son cinco... y a qué saben cinco dedos de
una robusta mano, ya encallecida, aplicados con brío a las frescas carnazas de
una moza insolente...
Vinieron las quintas y se
llevaron a dos hijos del pescador; casóse otro, y por intrigas de su mujer riñó
con los padres, y ahí tenéis como la Camarona quedó sola para remar, ayudando
al patrón, ya viejo, en la lancha desbaratada por los golpetazos y las
«crujías». Hubo que contratar a un marinero dándole parte en lances y
ganancias..., y el mozo, que se llamaba Tomás, empezó a suspirar profundo cada
vez que miraba a la Camarona
inclinada hacia el remo y enarcando el brazo para pujar firme.
Hay que advertir que la Camarona era
entonces un soberbio pedazo de chica. Imaginadla, ¡Oh, pintores!, con su cesta
de sardinas en equilibrio sobre la cabeza; su saya corta de bayeta verde, que
en la cadera forma un rollo; sus ágiles y rectas piernas desnudas: su gran boca
bermeja, como una herida en un coral, sus dientes blancos y lisos a manera de
guija que las olas rodaron; sus negros ojos pestañudos, francos, luminosos; su
tez de ágata bruñida por el sol y la brisa de los mares. La salud y la fuerza
rebrillaban en sus facciones y se delataban a cada movimiento de su duro cuerpo
virginal. Así es que no era únicamente Tomás el marinero quien por ella
suspiraba. También la perseguía Camilito, hijo mayor de la fomentadora, dueña
de la fábrica de conservas. Cada vez que la Camarona iba a llevar a la fábrica un
cesto de calamares, salía el mozalbete a recibirla, y, arrinconándola en una
esquina del cobertizo donde se deposita la pesca, le decía vehementes palabras,
le echaba flores, le ofrecía regalos y dinero, sin obtener más que risas y rabotadas,
cuando no algún soplamocos que le dejaba perdido de escama de sardina.
-Pues dígale que no tengo
ganas. ¡Ahora, eso! Camarona nací y Camarona he de morir. Otras
que la echen de señoras. A mí, si me hacen fondear en una sala, a los dos meses
me entierran.
-Mientras no me ponga un
barco... -replicó, impávida, la
Camarona , ignorando que al expresar este deseo se
confirmaba a los últimos decretos de moda y lujo. El yacht propio.
Tanto persiguieron y
apretaron los codiciosos padres a la Camarona para que aceptase la suerte y las
riquezas de don Camilito, que la moza, incapaz de resignarse, adoptó un recurso
heroico. Ella misma se explicó con el encogido de Tomás, que no le gustaba ni
pizca, pero que al fin era cosa de mar, un pescador como ella, empapado en agua
salobre y curtido por el aire marino, que trae en sus ondas vida y vigor. Y se
casaron, y la pareja de gaviotas se pasa el día en la lancha, contenta, porque
al ave le gusta su pobre nido. El hijo que lleva en sus entrañas la Camarona no nacerá
en el arenal, como nació su madre, sino a bordo.
«Blanco y Negro», núm. 253,
1896.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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