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domingo, 5 de enero de 2014

La boda

El día era espléndido, primaveral, y la gente apiñada en el ómnibus, cami­no de los Viveros, iba del mejor hu­mor posible, con el hambre canina que se despierta después de una mañana ajetreada, de emociones y aire libre. Se esperaban grandes cosas del yantar: bien rico y generoso era el novio, y bien pirrado estaba por la novia. Le constaba a Nicasio, el platero, que se lo había confiado a doña Fausta, la tintorera, y a sus niñas: habría cham­paña y langostinos, y hasta se espera­ba una sorpresa, un plato de marque­ses, que se llama¡bestion de fuagrá!
Y no mentía el platero Nicasio. Don Elías, dueño de varias fábricas de quincalla y del mejor bazar de la calle de Atocha, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba cortejando a la desdeñosa Regina, hija de doña An­drea,, la directora del colegio de niños de la plazuela de Santa Cruz. Regina era una rubia airosa, aseñoritada como pocas, instruidita, soñadora por natura­leza y también por haber leído bastante historia, novela, versos, cosas de amores..., amén de su afición al tea­tro, insaciable; no al teatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a las come­dias serias y sentimentales. Sería ex­ceso llamar hermosa a Regina; pero tenía atractivo, elegancia, un modo de ser muy superior a su esfera social, y su cuerpo mostraba líneas de admira­ble concisión, realzadas por el vestir sencillo y delicado, a la francesa. No pasaba inadvertida en ninguna parte, y tenía sus envidiosas y sus imita-doras.
A pesar de la campaña de su madre (loca de gozo al presentarse un pre­tendiente como don Elías), Regina lu­chó años enteros antes de aceptarle. No daba razones. No quería. Que no le hablasen de semejante cosa. Era dueña de su voluntad : no tenía ambición, no estaba en venta..., y argumentos por el estilo. No se le conocía otro novio... Esto era lo que a la madre la volvía loca. «¡Si al fin ella no quiere a nadie! ¡Si por más que estoy a la mira no veo moros en la costa?»
Nunca se observan sino los hechos materiales... Los corazones no tienen ventanillas de cristal. Regina se negaba tan resueltamente porque no acababa de convencerse de que el profesor de francés del colegio, señorito pobre y guapo como un Apolo, no se acordaba de ella sino para saludarla atentamente al entrar y salir de clase. ¡Aquel, sí! ¡Una palabra de aquél! Regina, en se creto y sin ridículas apariencias, su­fría el largo y cruel proceso de la fie­bre amorosa. Cierto día, cuando más renegaba de la triste condición de la mujer, que no le permite revelar su afán, por hondo que sea, notó que disi­muladamente el gallardo profesor pa­saba un billetito a una alumna joroba­da, hija única de un usurero millona­rio. Hubo noches de insomnio y días de desgano; hubo lágrimas involunta­rias y hasta crisis nerviosas; la defen­sa del ideal, que no quiere morir... Al cabo de un mes, de pronto, sin preám­bulos, Regina anunció su madre que estaba dispuesta a la unión con don Elías. Su consuelo era que nadie co­nociese la malhadada y defraudada ilu­sión... Había acertado a disimularla; su humillación era como si no hubiese existido, puesto que no la sospechaba ni doña Andrea, después de espiar a su hija continuamente. Sería el tesoro que guardase : su amor muerto, su des engaño, paloma de blancas alas, rotas y sangrientas...
Ya se detenía en la plazuela de los Viveros el ómnibus: la novia, ricamen­te vestida de raso negro, bajaba del in­terior. Antes que el novio le tendiese la mano para ayudarla, se adelantó un apuesto mozo: el propio Damián An tiste, el profesor, el ensueño hecho hombre, el verdadero autor del enlace entre la romántica criatura y el exce­lente y clásico industrial madrileño... ¿Cómo estaba allí Damián? Regina sa­bía a punto cierto que no había asisti­do a la boda en la iglesia. Sin duda, haciéndose el encontradizo, o doña An­drea, o don Elías le convidarían... Lo cierto era que estaba..., y que iba a comer tal vez a su lado... o enfrente... Regina recordó que el usurero había sacado del colegio a la niña corcovada, encerrándola a piedra y lodo; y pensó que Damián ya no se acordaría de sus ambiciosos planes. Todo esto lo calcu­ló en un relámpago. La sensación te­rriblemente dulce de la mano del pro­fesor estrechando la suya, de. los ojos que la devoraban, abolió las demás y suprimió cuanto no fuese el acre pla­cer del triunfo. La mirada de Damián era atrevida, explícita, larga. Detallaba a Regina, hermosa realmente en aquel momento, bajo el velo blanco que nu­baba los cabellos brilladores, ondulados con coquetería, adornada con el azahar céreo de verde follaje, resplan-decién­dole en las orejas dos gotas de agua, limpias, gruesas, mil duros en cada ló­bulo; el derroche del espléndido y en tusiasmadb consorte... «Hoy le gusto», pensó Regina, trémula de placer. Des­vió las pupilas; pero el imán del alma le hizo girarlas otra vez hacia el pro­fesor, que seguía devorándola con las suyas. ¡Aquella mirada hacía dos me­ses! ¿Y por qué «ahora»? ¡Oh, no ca­bía duda! Era efecto del traje, del tul, de las joyas... Damián, «no la había visto» hasta aquel instante. Las muje­res tienen de estas aprensiones; creen en el efecto irresistible del adorno, del traje, de las galas y así se hacen peda­zos zos tras ellas. ¡Ah, si Damián la ve antes radiante, engala-nada, quién duda que la hubiese contemplado como la contemplaba ahora! Pero Damián no sabía ni que ella era bonita, ni que se moría por él... Como agua a la cual se le abre la salida, la ilusión de Regina se desbordó... Era la larga pasión que se satisfacía sin poder contenerse, sin atender ni a respetos ni a pudores... Afortunadamente, el novio había corri­do a hablar con el dueño del fondín para saber si todas sus instrucciones se cumplían y el espléndido almuerzo se serviría pronto.
Las amigas despojaron a Regina de su velo y se decidió que, mientras no llegaba la hora de sentarse a la mesa, jugarían al escondite... La boda se des­parramó por los senderos de la orilla del agua, que embalsamaban las pos­treras lilas y las primeras colindas blancas y olorosas. El aroma de aque­llas flores madrileñas, en el aire seco y cálido, era trastornador. El follaje tier­no, flexible, fino, de los arbustos es­condía los altos troncos de los árboles y tendía como una cortina movible y embalsamada ante el riachuelo. Era poesía lo burgués del oasis, y hasta poesía las notas del organillo que, le­jos, empezaba a ganarse la propina con sus tocatas de zarzuela popular. Arremangando la cola de su magnífico traje, la novia, que sentía hervir la ju­ventud, corrió, dió el ejemplo. Damián la siguió. Nadie reparaba en ellos, o si reparaban las amiguitas, se sentían cómplices; dejar a la novia que se rie­se, que se alegrase; ¡estaba aún en la antesala del grave deber!
Damián alcanzó a la novia muy pron­to. Contra un bosquete de arbolillos, ya densamente hojosos, que empezaba a hacer languidecer el calor, la acorraló, sonriendo. Se acercó, y Regina saboreó la sensación extrañamente divina de ver de cerca, muy de cerca, un rostro que se ha soñado y que ahora, próxi­mo, dominador, parece distinto. con el puntilleo de las pupilas al sol y el color cambiante del bigote que se enciende bajo la luz viva... Desfallecida la mu­jer, el galán le echó al talle los brazos y empezó a pronunciar palabras confu­sas: la canción eterna que se apodera de las almas... Al pronto, Regina escu­chó bebiendo aquel hablar que la des­vanecía y la embriagaba a la vez. Lue­go..., ¿qué decía aquel hombre? Regi­na se hizo atrás espantada de lo que oía. Y él, inhábil, torpe, continuaba:
-No niegue que me quiso, que me quería allá en el colegio... No lo nie­gue... Si yo lo sabía... Si lo noté desde el mismo momento en que empezó...
Las facciones de la novia, al pronto asombradas, expresaron, al fin, bochor­no, desprecio infinito, ira profunda. ¡Miserable! ¡De modo que lo sabía! ¡Y entre tanto, escribía a la millona­ria! ¡Y a ella ni una señal de gratitud, ni una frase de consuelo, de simpatía! ¡La dejaba morir! ¡La dejaba casarse con otro! Y ahora... ¡Miserable!
La palabre asomó a los labios blan­cos de cólera:
-¡Miserable! -gritó en alto.
Y a paso lento, sin volver el rostro atrás, salió del bosquete y se dirigió hacia el comedor. Allí debía de estar su novio, su marido. Y estaba, en efecto, dando disposiciones, señalando sitios en la mesa.
-¡Elías! -dijo ella cariñosamente­. Mira que quiero sentarme a tu lado, ¿eh?
Era la primera vez que le hablaba así... Todos notaron que durante el al­muerzo (aquel almuerzo que dejó me­moria) ella estuvo tierna, insinuante, y el novio loco de alegría.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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