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domingo, 5 de enero de 2014

La bronceada

Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba  el  rostro;  el  traje  de  negro  merino moldeaba  estrechamente  sus  majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud  sobre  su  frente  el  signo  crucífero,  pude cerciorarme  de  que  no  me  habían  contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido  y  hasta  la  pátina  lustrosa  del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios,  una  línea  más  oscura.  Tenía  en  mi  presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.
¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en ani-madísimos  bailes.  Reconocerla  después  de aquel cambio tan extraño... imposible. A duras  penas  discernía  los  lineamientos  de  las facciones. Solo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría...
La misma tarde del día en que vi la figura de bronce en el templo, busqué a Mauro Pareja, gaceta de la población, y exigí el relato entero, sin quitar una tilde. Al pronto se hizo de rogar, y en vez de satisfacer mi curiosidad quiso conformarse con especiosas reflexiones.
Los pueblos son muy noveleros; la gente patrocina siempre las versiones románticas y nadie admite la explicación vulgar y sencilla, verosímil, de las cosas. Bien debía yo saberlo: el fenómeno que tanto me extrañaba era una enfermedad conocida, la de Adison, semejante a la ictericia, pero más grave: algo relacionado con el hígado; una alteración del pigmento y de los tejidos, que comunica a la tez el aspecto del bronce. Caso raro, sin duda..., pero... ¡pchs! ¡La patología es tan rica y variada...!
Después de torearme lo menos diez minutos,  de  improviso  sonrió  confidencialmente, hizo  un  gesto  que  parecía  significar  "vamos allá...", y cerrando la ventana -como si por ella fuese a escaparse el secreto- y la puerta -no se enterase la criada-, paseándose de arriba  abajo  y  deteniéndose  en  los  momentos culminantes de la relación para accionar y dar fuerza a los períodos, me contó lo que sigue:
La boda estaba tan próxima, que ya  solo se esperaba la llegada de los trajes encargados por el novio para convidar a las amigas a la exposición de los regalos. Se suspendió y aplazó cuando a él le tocó en sorteo ir a Filipi-nas.
Hay que ser justos: a Iñigo Cervera -el novio se llamaba así- no se le ocurrió esquivar el cumplimiento de su deber. Embarcó en el plazo más breve, dejando cuanto aquí le atraía.  Estaba  perdidamente  enamorado  -ya  recordará usted si era hermosa esa Borja Eguía que hoy parece un portalámparas-. Hay amoríos que, sin encontrar dificultades, corriendo por el cauce apacible de la conformidad de las familias  al  remanso  del  hogar,  toman,  sin embargo,  un  tinte  poético  que  impresiona, debido a su  vehemencia. Treinta o  cuarenta señoritas conocidas se casan en este pueblo cada  año,  sin  que  nadie  se  preocupe  de  su idilio soso. El de Iñigo Cervera y Borja Eguía nos dio dentera a los solterones, y la disimulamos con guasa. La felicidad casi estática de la pasión que se afirma libremente, orgullosa de sí misma; la juventud y la gallardía realzando y explicando la pasión: ahí tiene usted lo que leíamos con envidia en los ojos de ella y de él, siempre que ansiosos de beberse la mirada fundían su luz, olvidando -estuviesen donde estuviesen, en el teatro, en la calle, en visita-  la  presencia  de  los  indiferentes,  el transcurso del tiempo y quizá el código de las conveniencias sociales...
Claro  es  que  la  llamada  a  la  guerra  cayó como una bomba; la despedida fue desgarradora  y  la  ausencia  un  suplicio.  Borja,  adoptando, ya que no las tocas, al menos las costumbres de la viudez, se encerró en su casa; de  allí  no  la  arrancaban  ni  con  grúas.  Su madre,  compartiendo  el  disgusto  de  la  hija, hubiese deseado imitarla en el retiro; pero no era posible, porque no había de arrinconar a la otra, a Manolita, que tenía quince años y ya piñoneaba. ¿A esa llegó usted a conocerla?
Era muy diferente de su hermana: blanca, rubia,  sonrosada,  vivarachuela,  alegre  como unas sonajas y su inclinación a tomar por lo trágico ningún suceso. Sin embargo, hubo un momento  en  que  Manolita,  rabiando  o  cantando, se vio forzada a avenirse a la reclusión.  Su  madre  no  encontraba  decoroso  que, sabiéndose  por  los  periódicos  y  oficial-mente el cautiverio de Iñigo, prisionero de los insurrectos, anduviesen de fiesta en fiesta mientras Borja se entregaba a su aflicción silenciosa.
Hiciéronse  gestiones  activísimas  para  saber noticias; se apuraron todos los recursos; mediaron  influencias  y  recomendaciones; gestionóse en Madrid el rescate por conducto del Ministerio de la Guerra; pero un sino fatal lo inutilizó todo: no aparecía ni leve rastro del cautivo. ¡Como si se lo hubiese tragado la tierra! Porque el mar devuelve al menos el cadáver.  Borja,  aunque  galvanizada  por  tenaz esperanza, comenzó a desfallecer. Se esparció el rumor de que estaba enferma. ¿En qué consistía  su  enfermedad?  El  médico  Rozas, hombre nada comunicativo, solo respondía a los curiosos: "Del hígado." Las enfermedades del  hígado  son  varias,  y  frecuentemente  las originan causas morales. No obstante, por reservado que el doctor fuese, transpiró el rumor de que Borja, de la noche a la mañana, se  había  vuelto  de  bronce.  Aprendimos  con asombro la existencia de un mal tan raro; nos compadecimos un poco, olvidamos luego... y siguió rodando la bola del mundo.
Nos  refrescó  la  memoria  meses  después un  acontecimiento:  la  reaparición  de  Iñigo Cervera, los anuncios de su vuelta sano y salvo. Había pasado larga temporada prisionero e  internado  en  un  país  sin  comunicaciones, sin posibilidad ni de intentar la evasión, pero en  desquite  muy  bien  tratado,  y  hasta  con cariño, según la maledicencia, por damise-las color de tabaco, a quienes debía la libertad...
Y no faltó el gracioso de tanda con el inevitable chiste fúnebre: "Así no extrañará la tez de su novia."
Y  aquí  -recalcó  el  narrador,  después  de una  pausa-  empieza  la  parte  oscura  -no  es calembour- de este sucedido; aquí es donde sólo por conjeturas podemos guiarnos..., eligiendo, de las dos versiones que le ha dado el público,  la  que  nos  parezca  más  racional; más conforme con esa realidad modesta que generalmente huye de los golpes de efecto y desenreda la vida suave y prosaicamente.
La creencia menos general, pero más sensata y adaptable a la psicología femenina, es que Borja, después de sentir una alegría inmensa sabiendo que a Iñigo ni le habían martirizado  ni  matado,  experimentó  la  reacción de una pena inconsolable, y hasta quiso, en el primer momento, no dejarse ver de él. Forzó esta consigna Iñigo, y desde luego afirmó, dentro y fuera de la casa de su novia, que venía a casarse loco de amor y de júbilo, más feliz que nunca al cerciorarse de cómo aquella incomparable mujer había conservado su memoria. Se traslució también una consulta secreta  a  Rozas,  para  indagar  si  era  posible  la curación; y aunque el dictamen del médico se ocultó,  un  compañero  suyo,  el  doctor  Moragas, dijo sacudiendo la cabeza, con la autoridad de la experiencia científica: "Incurable."
Se  tenía,  no  obstante,  por  cierto  que  se acercaba el día de la boda, porque Iñigo no salía de la casa de su futura. Suponga usted el  asombro  de  la  gente,  cuando  empieza  a susurrarse que con quien se casa el oficial es, ni más ni menos, que con la propia Manolita, la  hermana,  la  chiquilla  rubia  y  fresca,  de sonrosada tez.
Y  no  fue  invención:  ¡Verdad  como  un templo!...  Una  mañana,  previa  dispensa  de amonestaciones,  sin  concurrencia,  sin  más que dos testigos, bendijo la unión el párroco; un coche esperaba a la puerta de la sacristía de San Efrén; Iñigo, ya destinado a Alicante, cogió el tren mixto con su esposa, y se sabe de ellos que andan por allá satisfechísimos y que  pronto  tendrán  un  nene...  Estos  son  los hechos; pero los hechos, ¿qué importan? Lo único  que  vale  son  los  móviles  de  los  hechos...
Vamos, ¿cree usted, le cabe en la cabeza que tal enlace fuese imposición expresa de la misma Borja Eguía? ¿No tiene aire de novela eso de que Borja -y ¿a quién se lo fue ella a confiar? ¿Cómo se sabe? -dijese a su hermana: "Iñigo viene por mí, según afirma, pero sus  ojos,  que  antes  no  se  apartaban  de  mi cara, ahora no se apartan de la tuya. No creas que lo extraño: tengo espejo. Es tan natural mirar a una rosa, como desviar la vista de un  cardo.  Iñigo  se  casaría  conmigo  ahora mismo si yo lo exigiese... No quiero su mano, ni su nombre, ni su vida sin sus ojos... No llores, criatura... un abrazo para que se lo transmitas a mi hermano Iñigo...
¡Bah  -concluyó  Mauro,  sentándose  y  cruzando  una  pierna  sobre  otra.  La  gente  se pirra  por  lo  sentimental...  Sabe  Dios  lo  que habrá sucedido en casa de Borja, y si las hermanas  se  arrancarían  el  moño.  Ello  es  que desde entonces Borja no sale de la iglesia.

"El Imparcial", 13 de octubre de 1902. 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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