Lo que más encargaba Berándiz el
joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien
vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas
que puede costar una alhaja.
-El que regatea es que piensa
pagar... Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado... Las
apariencias engañan.
Pero estas sabias advertencias
(como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío.
Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y
que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia
del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín
a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las
damas.
El caso es que el sistema de
Cordero -Berándiz lo reconocía en sus adentros- no carecía de habilidad
comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento
extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba,
especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes
y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su
adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las
semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que
no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del
precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés;
pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal
amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes,
acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil,
encendido de placer.
Y por eso, y sólo por eso, conservaba
en su establecimiento Berándiz al peligroso dependiente, con el cual no ganaba
para sustos, dada su facilidad en enviar a las casas estuches con joyas a
granel y dejarlos allí media semana sin reclamar.
-¡Qué un día tenemos un disgusto,
Cordero! -advertía incesantemente, con el entrecejo fruncido y el rostro
preocupado, el patrón. ¡Que la gente anda muy lista!
-También andamos listos por acá...
-respondía Avelino con su alegre ligereza. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me
toman el género lo mismo que pan bendito... Y como todo lo que las digo es de
dientes afuera, aunque ellas crean
otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos... ¿Ha
pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.
Sólo a medias se tranquilizaba el
judío, inquieto ante la galantería del dependiente. «¡Jum, jum! -murmuraba,
rascándose suavemente el ala de la nariz-. ¡Tantas veces va el cántaro!... Y
éste no repara: lo mismo envía en descubierto una rivière de chatones que un broche de perlillas de cien
pesetas...».
Sólo por el olor pronunciado a
esencias extravagantes que exhalaba, ya alarmó a Berándiz una cliente
desconocida, que se presentó una tarde pidiendo de lo más caro y de lo mejor.
Naturalmente, la monopolizó Avelino. La extranjera -lo era de fijo, por el
acento y la exageración de la espléndida indumentaria- tenía un rostro picante,
sin belleza, pero lleno de bellaquería; el pelo casi rojo, y las mejillas como
esmaltadas a fuerza de pintura. Avelino, envolviéndola en fulgores y en
humedades de miradas, fascinándola con la sonrisa, consiguió que adquiriese de
golpe una lanzadera de mil pesetas, un broche de setecientas y un lapicillo de
oro cincelado de trescientas. Garbosamente, la extranjera sacó de la elegante bolsa
dos billetes blanquiazules de a mil francos, y Berándiz, cuya pose (todos lo sabemos) es la
corrección, advirtió deferentemente a Avelino:
-Que vayan enfrente, a la casa de
cambio, a saber la cotización, para devolver a esta señora la diferencia.
Así se hizo. La extranjera,
mientras se cambiaban los billetes, continuaba revolviendo, como caprichosa mal
saciada.
-Un hilito de perlas... ¡Hace tanto
tiempo que tengo este antojo! ¿Hay alguno regular?
Salieron tres muy ricos. El pago
inmediato de las otras joyas había amansado al mismo Berándiz, y Avelino,
presintiendo el gran día, de venta gorda, se liquidaba, se deshacía, probando
las sartas a la cliente con gestos de fervor. Eran una ganga: baratísimas; ya
no se encontraban así; las tenían de antiguo en la casa. La señora haría bien
en aprovechar la ocasión. ¡Oh, qué tono el de las perlas al lado de la piel!
¡Qué dos blancuras encantadoras!
Sonreía, halagada, la extranjera;
pero al mismo tiempo..., esto de los hilos..., vamos..., no se atrevía..., sin
que monsieur... Se trataba, al
fin, de algo importante: monsieur
vendría a verlos mañana; hoy estaba atareado con tantos negocios, y sólo
regresaría al hotel a la hora de comer...
Avelino sabía que no conviene dejar
enfriar los caprichos femeniles. Precipitó el desenlace.
-Yo los llevaré, señora, a que monsieur los vea, a la hora que usted
señale.
Al pronto no se avino la pájara.
¡Oh! ¡Era tan poco probable saber cuándo regresaría monsieur, con los negosios!
Avelino insistió: Berándiz acababa de hacerle, a espaldas de la cliente, un
guiño casi imperceptible para animarle y autorizarle. Ella se conformó por fin.
-A las seis. Hotel de XXX, cuarto
número...
Y a la hora indicada, exacto como
un reloj de los que son exactos, allí estaba Avelino con los estuches. La
extranjera, alzándose del sofá, hizo gestos de contrariedad:
-¡Cuánto siento la molestia!...
¡Oh, es un fastidio! Monsieur...,
figúrese..., me dice por teléfono que se retrasó hablando de ese asunto de
ferrocarriles, y que le retienen a comer en casa de los señores...
Y el apellido de los opulentos
banqueros madrileños acabó de afirmar a Avelino en la resolución. Dijese el
patrón lo que quisiera..., al hacerle el guiño, le había lanzado... Le
reprenderían, pero se haría la venta excepcional...
-Monsieur, al fin, volverá... La señora quédese con esto, y
cuando el señor venga... Mañana, a la hora que guste, yo pasaré a saber la
contestación...
-¡Oh, oh!
Y la francesa resistió, hizo
melindres, una mímica de gratitud por la confianza que se le otorgaba, a que
Avelino correspondió con otra de éxtasis y rendimiento baboso. Y al cabo se
fue, saliendo la francesa, con notorio mal tono, a despedirle al pasillo,
repitiendo:
-Yo permanezco aquí. No abandono un
minuto los estuches...
A las once de la mañana del día
siguiente, Avelino, con la mosca en la oreja, por una terrible fraterna de
Berándiz, que le había permitido llevar las joyas, pero no dejarlas, se
presentaba en el hotel, y el portero, a su interrogación, respondía:
-¿Los señores del cuarto número...?
No eran señores; era una señora, y anoche se ha marchado.
Y al ver la cara lívida, los ojos
alocados del dependiente, exclamó:
-¿Se siente usted mal,
caballero?...
No contestó. No podía. Se
declaraba el ataque nervioso, de esos que llama histéricos la ciencia, aunque
tal palabra parezca impropia tratándose de varones.
La
ilustración española y americana, núm. 7, 1911
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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