Aquel don Juan de Meneses, el Tuerto, el que se trajo de las Indias
un caudal, ganado a costa de trabajos terribles, envejecía en su palacio
sombrío, entre su esposa doña Claudia, de ya mustia belleza; su hijo, el clérigo
corcovado, y su hija doña Ricarda, de gentil presencia, pero fantástica y
alunada, de genio raro y aficiones incomprensibles.
Desde los primeros años había
revelado doña Ricarda un desasosiego y una indisciplina, más propia de muchacho
que de bien nacida doncella; y mientras don Juan rodó por tierras lejanas, casi
fabulosas, su hija correteaba por las eras, en compañía de gente de baja
condición, gañanes y labriegos; los ayudaba en las faenas, y hasta tomaba parte
en los juegos de guerras y bandos, manejando la honda con igual destreza que un
pilluelo. Cuando su padre regresó, con hacienda y un ojo menos, que le reventó
la punta de pedernal de la flecha salvaje, a fuerza de represiones se consiguió
sujetar a la chiquilla, y que no pusiese los pies fuera de casa, según
corresponde a las señoras de alta condición, sino para ir a misa o en algún
caso extraordinario, y acompañada y vigilada como es debido.
No tuvo la joven hidalga más
remedio que acatar las órdenes paternales, que no era don Juan hombre para
desobedecido; pero con el retiro y la quietud, que consumían su bullente
sangre, dio en maniática y antojadiza y en cavilar más de lo justo. No eran de
amor sus cavilaciones, sino de afanes insaciables de espacio, libertad y
movimiento -lo único que le negaban. Los padres compraban a su hija costosas
galas, collares y gargantillas de oro y piedras, sartas de perlas; pero la
hacían estarse horas y horas en el sitial, cerca de la chimenea, en invierno;
en la saleta baja, de friso de azulejos, en verano; y doña Ricarda contraía
pasión de ánimo secreta, que ocultaba con la energía para el disimulo que
caracteriza a los fuertes.
Doña Ricarda hablaba poco, a no ser
para preguntar. La curiosidad del mundo exterior la abrasaba, como una pasión
invencible. Acercándose a su padre en las largas tardes estivales, mientras la
madre, silenciosa por costumbre adquirida, hilaba mecánicamente, la doncella
preguntaba al viejo aventurero: «¿Cómo eran las Indias? ¿Qué había visto y
hecho en aquellas tierras tan distantes? ¿Había allá iglesias? ¿Había ciudades?
¿De qué color eran las gentes? ¿Iban vestidos como nosotros? ¿Eran las mujeres
bien parecidas? ¿Cómo se casaban? ¿Cómo rezaban? ¿Cómo trabajaban?»
Y el veterano, lentamente, con
palabras escogidas, que no ofendiesen los oídos castos, explicaba sus campañas,
los peligros sufridos, la vida en las vastas soledades, comiendo trozos de
iguana asada y tortas de maíz... Los ojos de doña Ricarda, al oír esto,
relucían. Sus mejillas se arrebolaban y su boca reprimía una exclamación:
-¡Amarga de mí! ¡Nunca veré tal!
Cuando departía con su hermano, don
Gutierre, el clérigo, era más franca. Le increpaba, se burlaba de él. ¡Siendo
hombre, no haber dispuesto irse, correr mundo, antes que vestir aquellos
hábitos y gastar el asiento de vaqueta de su sillón, leyendo sin cesar infolios
en pergamino! Y el corcovado, sonriente, contestaba:
-No hay universo que así nos
importe como el de nuestra alma, ni hay países tan ricos, fértiles y
sorprendentes, como los que descubrimos en los libros, donde todo se encuentra.
Si tanto os aprieta la curiosidad, hermana doña Ricarda, leed ciertas crónicas
que acaban de imprimirse ahora en Medina del Campo y en Sevilla, y que tratan
de Indias, o el viaje del veneciano Marco Polo... No es muy bueno que las
doncellas lean; pero cuando son tan amigas de saber...
Doña Ricarda movía la cabeza. No,
no era eso lo que ella quería... ¡Leer! Sí, leer en el libro de las verdades,
en el mundo inmenso, que sería tan hermoso, tan vario... Y apoyando la frente
en la reja de su aposento, que caía a las eras, se desesperaba. Un gorrioncillo
rebrincaba de tapial en tapial.
¡Volar! ¡Ser pájaro! ¡Salir de la
casa glacial, severa, donde los zapateos de los servidores, ahora numerosos,
resonaban como pasos de estatuas de plomo, y donde sólo se oía el resuello
asmático del padre, el suspiroteo de la madre, vagamente quejumbrosa, y el
abanico de las hojas que volvía don Gutierre, sepultado en su eterna lección!
-Es tiempo de casarla, doña Claudia
-advirtió el Tuerto. No aprovecha
a las doncellas larga soltería. Ya he escrito a mi hermano, el prior de los
Dominicos de Toledo, y ha tratado en buscarla marido. Con el dote que para ella
he juntado a costa de mi pellejo, presto se halló. Es persona calificada, como
que tiene solar en este pueblo; y ya que don Gutierre se ha empeñado en ser de
iglesia, habremos nietos por doña Ricarda: no se acabará el linaje. Me anuncian
que no tardará don Pedro de Maliaño, que es el novio. Prevenid vos a la novia,
que de madre a hija son bien mandadas estas nuevas.
La madre cumplió el encargo. La
boda sería al día siguiente de la llegada del novio, y los esposos vivirían en
la casa antigua de los Maliaños, desde hacía tiempo deshabitada.
Ricarda no hizo objeción ni
comentario. Callada, se representó el porvenir. La esperaba, como a su madre,
un gran silencio, una gran paz, entre las eras verdes y la calle polvorosa,
devorada de sol, cruzada por trajinantes, por rebaños de cabras. En primavera
sentiría el dolor de la sed, el ansia de lo desconocido... Todo igual, todo
mecánico... Iba a casarse. Su dueño llegaría antes de una semana...
Asomóse a la reja aquella misma
tarde y se asió a los hierros, pensativa. ¡Aún sería menos libre, dentro de una
semana, de lo que era en aquel instante! Moza soltera, nadie tenía derecho a
preguntarla sus pensamientos, nadie escrutaba su voluntad; su alma no conocía
amo, por mucha que fuese la sujeción de su cuerpo... Y se veía melancólica,
resignada, como su madre, que se quejaba de una punzada continua en el corazón.
El llanto salió a sus pupilas...
La llamó a la realidad un alegre,
familiar acento.
-¡Hola, Blasillo! ¿Cómo por aquí?
¿Qué gran prodigio es éste?
Era uno de sus antiguos compañeros
de juegos: aquel Blasillo, hijo del sacristán, tan leído, tan donoso, que
inventaba diablerías antaño y les hacía desternillarse de risa imitando los
sermones del cura, el renquear del alcalde, el gangueo de las dueñas y el
renegar de los soldados. A los dieciséis cumplidos, Blasillo había desaparecido
del pueblo; corrían versiones: andaría sirviendo, o salteando por los caminos.
Cosa buena, imposible...
-¡Blasillo! -repetía extasiada doña
Ricarda, sin cansarse de mirar al mozo-. ¡Si parece mentira! ¡Galán te has
vuelto! ¡Vaya un sombrero de plumas! ¡No sé cómo pude conocerte!
Y la conversación se entabló...
Blasillo la enteraba. Era comediante y acababa de llegar con su farándula.
Aquella noche representaría en la sala del Ayuntamiento. ¡Una comedia nueva, un
asombro, con relaciones de amoríos y lances de espada! ¿Iría doña Ricarda a
verla?
-¡Ni por pienso! ¡Me guardaré de
decirle nada a mi padre, Blasillo! ¡Se acabaron aquellos tiempos en que me
consentían salir a las eras! ¿Te acuerdas?
El farsante relató su existir. Era
independiente, vario, lleno de sorpresas: tan pronto buenos ducados en la
bolsa, si caía una fiesta de Corpus
productiva, como sin blanca cuando llegaba la Cuaresma , y los
corregidores se mostraban rigurosos y corrían a los de la carátula y la
farándula lo mismo que a los canes... Pero siempre alegres, viendo cosas nuevas
y nuevos casos.
-A Portugal vamos ahora, siendo
Dios servido, desde Salamanca... Y desde Portugal, ¿quién nos dice que no
embarcaremos para Veracruz?... Nunca representantes se vieron por aquellas
tierras, y habrá doblones, y habrá preseas, y habrá regocijo...
No respondió doña Ricarda; pero el
golpear de su corazón podía oírse a través del corpiño de velludo acuchillado.
Volvió a tomar las manos de Blasillo, y, atrayéndole hacia sí, murmuró:
-¡Por Dios, que vuelvas esta noche,
hijo Blas, cuando la representación dé fin!... ¡Tengo mucho que decirte!...
¡Tengo que pedirte un gran favor!...
El comediante miró a la linda
hidalga, y su faz rasurada expresó una fatuidad pueril...
El pueblo acudió en masa a la
farándula. Se llenó la sala del Ayuntamiento.
Pero el verdadero alboroto fue, a
los tres días, el que produjo la desaparición de doña Ricarda de la casa
paterna. Nadie sospechó al pronto de los comediantes; y Blasillo, que no era
rana, tuvo buen cuidado de arreglar la jornada de la hija de don Juan de
Meneses -que huyó en hábito de varón, con tal arte, que no se reunieron hasta
haber pasado la frontera portuguesa.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 28, 1909
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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