Sola ya en la reducida habitación,
Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían
el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La
tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las
fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven,
deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las
admiraba, con la
admiración impregnada de tristeza
de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos.
Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del
cielo), es que se
lo representaba alrededor
de su brazo propio,
como irradiación triunfante
de su belleza, como esplendor de su ser femenino.
¡Había pasado tantos
años ambicionando algo semejante
a lo que significaba aquel estuche!
Siempre vestida de
desechos laboriosamente refrescados
(¡qué ironía en
este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela
sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente
sucios, con la
suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre
cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello
de la talma
con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia
repetía para sí con ira oculta: "¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!" No
sabía de qué modo..., pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque
su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.
Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como
señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico
aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola
cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo...
lo que adivina el lector.
La conversación pasó
frente a un
espejo enorme, rodeado de plantas naturales, entre el silencio solemne
de la escalera tapizada de grueso
terciopelo rojo. Fue
lacónica, firme, concreta, por
parte de Gaspar; verdad es que Leocadia
no titubeó: con
dos síes aceptó
el convenio.
Se irían juntos a Inglaterra, antes de una semana. Y el brazalete, la
hilera de gruesos brillantes, que acababa de ceñir a su muñeca, era la
señal, las arras,
por decirlo así,
del contrato. Se despediría la víspera de la familia Ribelles por medio
de una sencilla carta. Ni les debía otra
cosa, ni tenía por qué
darles cuenta de sus resoluciones. ¡Abur, abur!
Y se complacía
mirando el hilo
de luz en torno
de la muñeca
redonda. Alzó la
mano hasta el espejo, para divisar en él su brazalete copiado.
¡Ya los tendría
de todas clases, muy pronto! Aros de rubíes
san-grientos y de zafiros celestes; cadenas
de eslabones de oro, entreverados con lágrimas de perlas,
como los que se ostentaren en el escaparate de Lacloche... Mientras
pensaba esto, una
idea cruzó por su cerebro de mujer a quien la necesidad ha forzado a
adquirir cierta cultura -idea
confusa, ráfagas de
lecturas, recuerdo de la
significación de la joya-. Argolla de esclava había sido en otros tiempos, en
las primitivas edades, el mágico trazo centelleante que rodeaba su puño...
"Ahora significa libertad
-pensó-. No volveré
a cubrir mi
cuerpo con lo que otras no quisieron para el suyo..."
Y sentía un profundo goce que le dilataba el pecho, que le enrojecía
las mejillas, el disfrute anticipado de tantas preciosidades. Su cutis fino, de
puro raso, percibía el contacto de la batista,
la caricia muelle
del encaje; su garganta, la tibia atmósfera que crean los
rizados plumajes y
las vivientes pieles;
sus orejas de rosa, el toque frío del claro solitario; sus
pies airosos, la
opresión elástica y crujiente de la malla sedeña...
"No vuelvo a
usar algodón -determinó. Seda, seda no más... Y a doce-nas
los pares...
Unos calados; otros, bordados como galas de novia..." Acordóse
del equipo de la mayor de las Ribelles, casada el año anterior, y las punzantes
de codicia que despertaba tanta riqueza.
A la evocación
de las venturas
nupciales, un estremecimiento corrió por el espinazo de Leocadia. Ella
no era novia... Las novias no lo son por las galas, ni por las joyas, ni
siquiera por el amor... Son novias por otra razón. ¡Leocadia no sería novia
jamás! Sin embargo, a pesar de sus
ansias de desquite
y de lujo, acaso por ellas mismas, conservaba su
pureza como se conserva lejos del hielo y del cierzo una
azucena destinada a
marchitarse en una orgía.
"Dentro de seis días...", calculó con involuntario horror. La figura
de Gaspar brotó, por decirlo así, del fondo oscuro del curtucho, en
una especie de
alucinación de los sentidos.
Leocadia vio a
su futuro... Futuro ¿qué? "Futuro... dueño",
articuló, abrasándose la garganta
al paso de
la voz. El
orgullo, el orgullo con anverso
de virtud y reverso de vicio, con su dualidad, se irguió en su alma. ¡El tal
Gaspar Ribelles! Su barba ya canosa, lustrada de aceite perfumado; su boca, de
labios gordos; sus dientes
plomizos, restaurados por medio de toquecitos de oro; sus mejillas llenas y encarnadas; su
abdomen de ricachón... ¡Qué tipo tan diferente de lo que
a menudo, al oír música, después de leer versos, o en la capilla, entre el olor
del incienso, soñaba Leocadia! Con la intensidad de un dolor fí-sico, agudo,
de una impresión
de azotes en las desnudas espaldas, la hirió la
certidumbre de que solo faltaban seis días para la esclavitud... ¡Ah! ¡Cómo
aborrecía al mercader! ¡Cómo le aborrecía
con todo su
ser sublevado, con epidermis,
nervios, fibras, venas, entrañas!...
Un golpe en la puerta del cuarto, y la cara risueña y maliciosa, de
monago, de Tomasico, el botones.
-Señorita... Esta carta acaban de traer.
Era un continental: un pliego de papel que tenía por timbre el globo
terráqueo, dos hemisferios.
Leocadia firmó el
sobre, dejó la pluma
encima de la
mesilla, se acercó
a la ventana enrejada y leyó.
Según descifraba la misiva aquella, la fresca palidez de su semblante radioso
se teñía de púrpura, rápidamente, como si millares de manos la abofeteasen a la
vez:
"Sal esta noche a la calle; te aguardo en la esquina a las diez
con un coche. Cenaremos juntos. G."
El tono imperativo, el grosero tuteo inmotivado, la
precaución de la
inicial... Leocadia creyó notar
que se abría en su corazón una fuente,
un chorro de
agua limpia, amarga, sana, hervidora, un manantial de
indigna-ción, de altivez, de furor, de desprecio. Y debía de ser verdad que la
fuente manaba, y se desbordaba,
pues ya buscaba
desahogo por los ojos.
Lágrimas gruesas, copiosas,
bajaban a apagar el incendio de
las mejilllas...
Hizo trizas el papel; abrió la ventana y al través de la reja lanzó
los pedacitos blancos, que
revolotearon y fueron
a posarse en las
losas de la acera. Después, desabrochándose lentamente el ciclo de pedrería, lo
miró al través de su llanto, lo tiró al suelo y con sus botitas viejas pisó,
volvió a pisar, taconeó, rompió la argolla, haciendo saltar los brillantes de
su engaste delicado.
"El Imparcial", 29 de diciembre de
1902.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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