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domingo, 5 de enero de 2014

La argolla

Sola ya en la reducida habitación,  Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante  las  admiraba,  con  la  admiración  impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es  que  se  lo  representaba  alrededor  de  su brazo  propio,  como  irradiación  triunfante  de su belleza, como esplendor de su ser femenino.
¡Había  pasado  tantos  años  ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche!  Siempre  vestida  de  desechos  laboriosamente  refrescados  (¡qué  ironía  en  este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes  innoblemente  sucios,  con  la  suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto  cuello  de  la  talma  con  una  pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: "¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!" No sabía de qué modo..., pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.
Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo... lo que adivina el lector.
La  conversación  pasó  frente  a  un  espejo enorme, rodeado de plantas naturales, entre el silencio solemne de la escalera tapizada de grueso  terciopelo  rojo.  Fue  lacónica,  firme, concreta, por parte de Gaspar; verdad es que Leocadia  no  titubeó:  con  dos  síes  aceptó  el convenio.
Se irían juntos a Inglaterra, antes de una semana. Y el brazalete, la hilera de gruesos brillantes, que acababa de ceñir a su muñeca, era  la  señal,  las  arras,  por  decirlo  así,  del contrato. Se despediría la víspera de la familia Ribelles por medio de una sencilla carta. Ni les  debía  otra  cosa,  ni  tenía  por  qué  darles cuenta de sus resoluciones. ¡Abur, abur!
Y  se  complacía  mirando  el  hilo  de  luz  en torno  de  la  muñeca  redonda.  Alzó  la  mano hasta el espejo, para divisar en él su brazalete  copiado.  ¡Ya  los  tendría  de  todas  clases, muy pronto! Aros de rubíes san-grientos y de zafiros  celestes;  cadenas  de  eslabones  de oro, entreverados con lágrimas de perlas, como los que se ostentaren en el escaparate de Lacloche...  Mientras  pensaba  esto,  una  idea cruzó por su cerebro de mujer a quien la necesidad ha forzado a adquirir cierta cultura -idea  confusa,  ráfagas  de  lecturas,  recuerdo de la significación de la joya-. Argolla de esclava había sido en otros tiempos, en las primitivas edades, el mágico trazo centelleante que rodeaba su puño... "Ahora significa libertad  -pensó-.  No  volveré  a  cubrir  mi  cuerpo con lo que otras no quisieron para el suyo..."
Y sentía un profundo goce que le dilataba el pecho, que le enrojecía las mejillas, el disfrute anticipado de tantas preciosidades. Su cutis fino, de puro raso, percibía el contacto de la batista,  la  caricia  muelle  del  encaje;  su garganta, la tibia atmósfera que crean los rizados  plumajes  y  las  vivientes  pieles;  sus orejas de rosa, el toque frío del claro solitario;  sus  pies  airosos,  la  opresión  elástica  y crujiente de la malla sedeña...
"No  vuelvo  a  usar  algodón  -determinó. Seda, seda no más... Y a doce-nas los pares...
Unos calados; otros, bordados como galas de novia..." Acordóse del equipo de la mayor de las Ribelles, casada el año anterior, y las punzantes de codicia que despertaba tanta riqueza.
A  la  evocación  de  las  venturas  nupciales, un estremecimiento corrió por el espinazo de Leocadia. Ella no era novia... Las novias no lo son por las galas, ni por las joyas, ni siquiera por el amor... Son novias por otra razón. ¡Leocadia no sería novia jamás! Sin embargo, a pesar  de  sus  ansias  de  desquite  y  de  lujo, acaso por ellas mismas, conservaba su pureza como se conserva lejos del hielo y del cierzo  una  azucena  destinada  a  marchitarse  en una orgía. "Dentro de seis días...", calculó con involuntario horror. La figura de Gaspar brotó, por decirlo así, del fondo oscuro del curtucho,  en  una  especie  de  alucinación  de  los sentidos.  Leocadia  vio  a  su  futuro...  Futuro ¿qué? "Futuro... dueño", articuló, abrasándose la garganta  al  paso  de  la  voz.  El  orgullo,  el orgullo con anverso de virtud y reverso de vicio, con su dualidad, se irguió en su alma. ¡El tal Gaspar Ribelles! Su barba ya canosa, lustrada de aceite perfumado; su boca, de labios gordos;  sus  dientes  plomizos, restaurados por medio de toquecitos de oro; sus mejillas llenas  y  encarnadas;  su  abdomen  de  ricachón... ¡Qué tipo tan diferente de lo que a menudo, al oír música, después de leer versos, o en la capilla, entre el olor del incienso, soñaba Leocadia! Con la intensidad de un dolor fí-sico,  agudo,  de  una  impresión  de  azotes  en las desnudas espaldas, la hirió la certidumbre de que solo faltaban seis días para la esclavitud... ¡Ah! ¡Cómo aborrecía al mercader! ¡Cómo  le  aborrecía  con  todo  su  ser  sublevado, con epidermis, nervios, fibras, venas, entrañas!...
Un golpe en la puerta del cuarto, y la cara risueña y maliciosa, de monago, de Tomasico, el botones.
-Señorita... Esta carta acaban de traer.
Era un continental: un pliego de papel que tenía por timbre el globo terráqueo, dos hemisferios.  Leocadia  firmó  el  sobre,  dejó  la pluma  encima  de  la  mesilla,  se  acercó  a  la ventana enrejada y leyó. Según descifraba la misiva aquella, la fresca palidez de su semblante radioso se teñía de púrpura, rápidamente, como si millares de manos la abofeteasen a la vez:
"Sal esta noche a la calle; te aguardo en la esquina a las diez con un coche. Cenaremos juntos. G."
El tono imperativo, el grosero tuteo inmotivado,  la  precaución  de  la  inicial...  Leocadia creyó notar que se abría en su corazón una fuente,  un  chorro  de  agua  limpia,  amarga, sana, hervidora, un manantial de indigna-ción, de altivez, de furor, de desprecio. Y debía de ser verdad que la fuente manaba, y se desbordaba,  pues  ya  buscaba  desahogo  por  los ojos.  Lágrimas  gruesas,  copiosas,  bajaban  a apagar el incendio de las mejilllas...
Hizo trizas el papel; abrió la ventana y al través de la reja lanzó los pedacitos blancos, que  revolotearon  y  fueron  a  posarse  en  las losas de la acera. Después, desabrochándose lentamente el ciclo de pedrería, lo miró al través de su llanto, lo tiró al suelo y con sus botitas viejas pisó, volvió a pisar, taconeó, rompió la argolla, haciendo saltar los brillantes de su engaste delicado.

 "El Imparcial", 29 de diciembre de 1902.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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