Infaliblemente pasaba por debajo de
mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando
barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada
vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente
moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a
tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana ; y
celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios
que le hipaba a la faz.
Cuando me
encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser
degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban
horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y
polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios
que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada
que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente
miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se
tendía para implorar.
Los que tenían el
valor de ponerse al habla con ella, de eso precisamente la oían jactarse: de
que «se valía sola»; de que vivía y se embriagaba a cuenta de su trabajo... ¡Su
trabajo!... Parecía increíble: la arpía encontraba labor..., ya que de
algún modo hemos de decirlo... Trajineros y arrieros que incesantemente
cruzaban el pueblecillo llevando sus recuas cargadas de pellejos de mosto, cueros
o alfarería vidriada; mendigos, transeúntes que corrían tierras espigando la
caridad; jornaleros que acababan de gastarse en la taberna parte del sudor de
la semana; mozallones desvergonzados que salían de tuna y se recogían antes del
amanecer, temerosos de una tolena de sus padres..., he aquí los que
ofrecían a la Corpana ,
entre bisuntas monedas de cobre, fieras zurribandas con las cinchas de los
mulos, puñadas entre los ojos, puntillones de zueco y bofetones de los que
inflan el carrillo... Porque ha de saberse que los más se acercaban a la Corpana con objeto
de tener el gusto de majar en ella, y la diversión consistía en la
lucha, de la cual la mujer, con sus bríos de hembra terne, salía rendida y
vencida en todos los terrenos, excepto en el verbal, no agotándose el chorro de
sus injurias y sus pintorescos dicterios, ni cuando yacía en el suelo, medio
muerta a fuerza de golpes y de ultrajes. Alguien llamaría sadismo a la peculiar
atracción, salvaje y cruel, que ejercía la Corpana en su clientela especial; y si
hubiese sadismo en este caso, preciso será conocer que no es la literatura
quien propaga tales iniquidades, pues la mayoría de los atormentadores de la
muyerona no creo que hubiesen deletreado, no digo yo al consabido divino
marqués, pero ni aún el abecé en la escuela.
Vagaba la Corpana siempre
sola; ni las regateras, fruteras ni panaderas del mercado, ni las aldeanas que
venían a vender gallinas y leña, ni las golfas de la calle, en pernetas y sin
peinar, se hubiesen juntado con semejante barredura. Equivocado estará el que
crea que la noción de la desigualdad social la cultivan las altas clases. Es en
las bajas, y aún en las ínfimas, donde se acata mejor esa ley de la
clasificación y la desigualdad ante los seres humanos. El mohín de desprecio que
hacía a la Corpana ,
por ejemplo, la Gorgoja ,
panadera de las más humildes, que compraba la harina averiada y se sustentaba
de revenderla, y que no era ninguna Lucrecia, si hemos de atender a las
murmuraciones, no puede compararse sino al que hace la gran señora a la
burguesa entremetida, que aspira a forzar las puertas de su trato. A bien que la Corpana , altanera a
su modo, digna a su estilo, no se acercaba a ninguna de aquellas desdeñosas: se
contentaba con soltarles, a distancia, una ristra de insultos: «¡Lamelonas!
¡Porcallonas! ¡No tenedes faldra en la camisa!».
Y cuál sería el
grado de desprecio que inspiraba la
Corpana , que ni aún se dignaban cruzarse con ella.
Reían entre sí, escupían de lado, se limpiaban con el delantal y después
aparentaban, diplomáticamente, no haberla visto ni oído.
Indescriptible
fue el asombro de la gente cuando un día apareció la Corpana llevando de
la mano a una niña.
Y no a una niña
del arroyo; no a una de esas criaturas enlodadas y famélicas, hoscas y
escrofulosas, que representan, para tantas pobres mujeres el fruto ansiado de
las entrañas, sino una especie de señorita gentil y escantadora, rubia y
blanca, vestida con esmerada pulcritud... Una chiquilla como un sol, de unos
nueve a diez años, altiva, trajeada de cretona gris, con su cuello blanco, su
lazo azul en el pelo y la mata de reflejos dulcemente trigueños tendida por la
espalda. La extrañeza, elevada a pasmo, se reflejaba en los cándidos ojos, de
violeta de la flor de lino, que la pequeña alzaba hacia su madre... Porque todo
el pueblo lo sabía a la media hora: la chiquilla era hija de la Corpana , recogida,
criada y educada en casa de una hermana mayor de la perdida, que tenía tienda
allá en Puentemillo, y que acababa de morir súbitamente. Los herederos, los
sobrinos legítimos, devolvían a la loba la inocencia lobezna, y allí andaban
las dos, madre e hija, todo el día de la mano; la borracha, sin borrachera; la
criatura, atónita y encogida de miedo a algo, no sabía ella decir a qué... Sus
mejillas palidecían, su boca se contraía, sus manos se ponían color de sebo, su
vestidito planchado se ajaba y a la semana siguiente había adquirido el aspecto
sórdido de las pobretonas...
Un domingo, al
cruzar la plaza para ir a misa, vi que la propia Corpana me salía al
encuentro y me cortaba el paso. No temí la racha de injurias que hasta
involuntariamente expelía aquella boca: la Corpana venía de paz, venía con los ojos
en el suelo... y, en aquel mismo instante, sentí dentro de mí dos cosas: la
primera, que aquella mujer no profería una palabra que no fuese dolor y
vergüenza de sí misma; la segunda, que yo ya no sentía ni repulsión ni desdén.
Había entre nosotras algo humano que tácitamente nos ponía de acuerdo.
-Por caridad de
Dios -balbucía la que nunca había pedido limosna y lo tenía a menos. Saquen de
mi poder a esta criatura, señores... Sáquenmela pronto, llévenmela... ¡Ya ven
que no puede ser!
-No puede ser
-repetimos todos, comprendiendo inmediatamente; y tomando a la niña con
nosotros, la rodeamos como de un círculo defensivo, la aislamos, por un
movimiento al cual el instinto dio la precisión de una maniobra militar.
Y lo terrible fue
que la niña, sonrosada de gozo y emoción, se nos entregaba, presurosa de
libertarse de su tremenda madre; se nos pegaba, huyendo horripilada de la que
le había dado el ser... Y yo, fijando el mirar con involuntaria atracción en la Corpana , vi que de
los ojos inyectados de la alcohólica saltaba una lágrima pequeña, que debía de
ser muy acre, amargosa como el zumo de las retamas en el monte bravío...
Cuando hubimos
colocado a la chiquilla en un convento de enseñanza, a fin de que pasase allí
los años que le faltaban para tener edad de ganarse el pan honradamente, me
dijo un día Tropiezo, el médico de Vilamorta:
¡No! Era sangre y
agua, era dolor líquido... En todo corazón está oculta una lágrima. Y los
moribundos la vierten en la agonía, si en vida no pudieron...
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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