-Aquí -me dijo mi primo,
señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera- vive una mujer
que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?
Me presté al capricho obsequioso de
mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables,
y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi
de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que
me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de
longevidad humana.
Entramos en la casucha, que tenía
un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban
berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí
todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio,
se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas
apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera
habitación de la casa donde penetramos.
Estaba vacía. Mi primo,
familiarizado con el local, llamó a gritos:
-¡Teresa, madama Teresa!
Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese
francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas
marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!
Una voz lejana respondió desde el
huerto:
-Aquí estoy...
El acento era extranjero; no cabía
duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen
mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a
enseñarte algo vulgar?»
Al rayo oblicuo de un sol de otoño;
al lado de un matorral de rosalillos mal cuidados, cuyos capullos parecían
revejecidos también; sentada en una butaca carcomida, de resquebrajada
gutapercha, vi a una mujer cuyo semblante encuadraba un tocado de esos
inconfundibles, de cocas de cinta y tules negros, que sólo usan las ancianas de
Francia. El tocado debía de tener pocos menos años que su dueña. Hacía el
efecto de que, al soplarle, se desharía en polvo, como las ropas que aparecen
enteras y vuelan en ceniza en cuanto se abre una sepultura. La manteleta raída,
de casimir, rojeaba al sol. Los pies, calzados con pantuflas, eran cifra de la
caducidad de todo aquel cuerpo. ¿Habéis notado que, al través del calzado que
más oculte su forma, unos pies jóvenes son siempre unos pies jóvenes, y los
adivináis? El pie envejece tanto o más que la cara...
Al tratar madama Teresa de
incorporarse difícilmente, vimos de cerca su rostro, no demacrado ni
excesivamente arrugado, sino céreo, como el de un muerto, y fino, como el de
una muñequita de marfil. Un toque de rosa marchito apareció un momento en sus
pómulos. Un amago de sonrisa descubrió el horror gris de la caverna, donde el
tiempo cruel, sobre las ruinas, tejía su telaraña...
-Aquí tiene usted -dijo mi primo- a
un pariente mío; le he dicho que acaba usted de cumplir... una edad avanzada, y
ha querido saludar a usted y desearle muchos más años de vida.
-Sea bien venido... Tenga la bondad
de sentarse...
Y me señaló, con aire amable, un
banco de argamasa adosado a la pared de la casucha. Lleno de curiosidad, dirigí
la mirada hacía algo que la anciana leía cuando entramos y que acababa de dejar
sobre la silla. Parecía un periódico antiguo, ya amarillento.
-Madama Teresa, cuéntele usted su
historia a este señor... Se alegrará mucho de oírla...
-¡Mi historia! -Murmuró la
vocecilla cascada, llena de trémolos que parecían balidos dolientes. Es
sencilla y triste..., pero yo creo que son tristes todas las historias de todo el
mundo. Soy hija de un oficial francés que vino con Napoleón y de una señorita
madrileña. Mi padre me recogió, porque mi madre, al ver todas las cosas que
sucedían, no quería seguir cuidándome. Con mi padre pasé a Francia. Estuve allí
hasta los veinte años. Entonces mi padre murió y mi madre me reclamó y me hizo
a la fuerza entrar en un convento. Me resistí a profesar, y cuando vino la
exclaustración, salí; hice de modo que mi madre perdiese mi rastro. Entré a
servir en una casa aristocrática. Como sabía peinar y hacer trajes bonitos, me
estimaban mucho y me casaron con el maestresala. ¡Oh, señor! ¡Un hombre
excelente! Pero él me aburría
con sus celos y yo me fui y perdió mi rastro también...
La anciana hizo una pausa; yo me
sonreía pensando en la necedad de los celos, cuando la mujer es un poco de
arcilla, y sus bellas formas menos que un rastro en el agua o un dibujo en la
arena...
-Me establecí en un pueblo de esta
provincia y viví de hacer sombreros. ¡Oh! Tuve la mejor clientela... Fueron
unos años muy hermosos... No se guiaban las señoras sino por mí. Yo era el
árbitro de la moda. Me copiaban los trajes, me consultaban todo. Ganaba mucho
dinero. También lo gastaba, porque me adornaba mucho. Me halagaban à qui mieux mieux. Pero la desgracia
acecha. Supe que mi primer marido no existía y cometí el error de casarme
segunda vez. ¡Oh, señor! ¡Un mal hombre, es el caso de decir que un mal hombre!
Muy guapo, sí, muy gracioso; acababa de jugarme una picardía y me decía cosas
que me hacían reír...
-¿En qué año pasaba eso? -pregunté
con indefinible curiosidad maligna, pues creía adivinar.
-Ya sería el año de la que llamaban
gran revolución... -respondió ella con esa repugnancia a fijar fechas por
números que tienen los muy viejos-, Y él se fue con los de la revolución y se
llevó mis economías, y volvió enfermo, y en curarle lo gasté todo, y ya no me
ocupaba de sombreros, sino de la salud de él, y al fin murió... ¡Qué dolor! ¡Un
tan guapo garçon de treinta
años!
Mi cuenta estaba echada
mentalmente. Cuando la mísera mujer cuidaba al tronera y caía en la ruina,
tenía los sesenta ya,
-¿Y... qué hizo usted después?
-Vivotear, señor... Ya no gustaban tanto mis sombreros... Me
decían que eran siempre los sombreros de antes, los sombreros de mi tiempo, y
no los de la moda. ¡Oh! Yo trataba de hacerlos muy elegantes, pero mi hora era
pasada, y el capricho de las damas por mí, también. Me defendí aún, mientras
tuve vista para enfilar la aguja. Después confié la confección a una criada mía
que era de esta aldea y que me dejó en herencia, al morir, esta casa. Era una
santa mujer..., pero los sombreros, ¡un horror!, ¡un horror! Y como ya no me
compraba nadie, aquí me retiré, tan solita... Me hice mi sopa y mi cama mucho
tiempo. Ya no puedo. El doctor, que me ha visto, dice que verdadera-mente no
puedo. No sé si acabaré por ir a un asilo. Es penoso, pero no sé...
Me miraba con sus lacios ojos
azules, turbios como turquesas muertas. Gesticulaba con dedos finos, secos, los
palillos de boj de un escultor. Y yo, en mi intuición de novelista, de
psicólogo, adiviné, descifré rápidamente aquella pobre alma de mariposa
disecada, de rosa seca cuyos pétalos se pulverizan de puro friables, pero que,
en la caducidad de sus elementos, guardan un poco de espíritu. Y exclamé
sonriendo:
-La verdad es que sólo porque usted
lo dice se creería que siente el peso de la edad. Está usted todavía muy guapa,
madama Teresa, y ha debido usted de trastornar muchas cabezas y de ser un
oráculo para las damas elegantes. Si me lo permite, ¿sacaría una instantánea?
Y mientras preparaba la maquinilla,
deslizando la placa en la ranura, oí que murmuraba madama Teresa, balbuciente
de gratitud:
-¡Oh, señor, qué bueno es el señor!
Pero retratarme así..., con esta toilette...
Si me lo permite, voy a buscar otra fanchón,
la nueva..., la que armé hace dos años...
Y mientras la centenaria,
arrastrándose, iba en busca del último adorno, de la coquetería última, miré lo
que estaba leyendo cuando entramos. Era un figurín antiguo, de la época de la
emperatriz Eugenia, la época gloriosa en que las capotas de madama Teresa
todavía hacían furor en la capital de provincia.
-¡Pobre mujer! -dijo mi primo. No
sabía que estaba tan apurada. Voy a gestionar que la admitan en las Hermanitas
de Marineda y desde mañana le enviaré de casa la comida.
-Envíale de paso un ramo de flores,
un tarro de perfume y dos o tres inutilidades más -advertí. Yo mañana la
remitiré, desde Marineda, los mejores bombones de chocolate en una caja bonita.
Y vivirá tres años más madama Teresa..., porque alguien se habrá acordado de
que es mujer.
«Blanco y
Negro», núm. 971, 1909
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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