Mi vida había
sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A
mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me
casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé
mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto
que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador
maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba
siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis
propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que
todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas
de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no
misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía
en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una
impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí
equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de
gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se
llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo;
porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un
caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada
y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin
embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna
saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi
espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este
algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente,
nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la
primera edad: la luz de nuestra aurora...
Mi deseo
adquiría mayor vehemencia, porque apenas definía yo su objeto; y me hubiese
sido difícil describir, ni aún inexactamente, lo mismo que ansiaba. Sabía yo
que se trataba de una casa, bajo unos árboles, en una aldea, lejos, muy lejos
de las ciudades que me habían zarandeado con su oleaje; pero era lo curioso que
ignoraba por completo en qué parte de España se encontraba esa casa, esa aldea,
esos árboles, cuyo verdor engañaba aún mi desecado espíritu. Cuando habité la
casa ¡era tan niño! Pero, niño y todo, me había quedado en el paladar el sabor
de la bienaventuranza, en el regazo de mi madre o abrazado al Melampo,
que me lamía lealmente la faz... Desde que dejamos aquel rincón, ¿dónde estaba,
cuál sería su nombre?, empezaron mis desventuras. Perdí a mi madre; mi padre me
abandonó, recibí la torturante protección de mi tía, que me hizo sufrir tanto,
y comenzó la forjadura de la cadena de fallidos intentos y frustrados
propósitos.
No tenía a quién
preguntar para orientarme respecto a la situación del lugar en que aún aleteaba
para mí el ave rara del ensueño. Porque, vencido y náufrago, había resuelto
retirarme a aquel rincón en que había probado el gusto a miel de la ventura, y
vegetar allí, procurando no acordarme sino de los tiempos buenos, borrados
casi, como pintura cuya belleza aún se adivina en medio de la destrucción.
En balde daba
tormento a la memoria, forzándola a que precisase qué provincia, qué localidad
era aquella donde yo comprendía que aún me restaban fuerzas para seguir
viviendo. Sabía que de allí nos habíamos venido en diligencia a Madrid; que
allí existían montañas, ni muy bajas ni muy ingentes, montañas vulgares; que
allí se alzaba una iglesia, con su atrio; semejante a la mayor parte de las
iglesias; que allí cerca pasaba un riachuelo, análogo a millares de riachuelos;
que la sombreaban unas altas frondas (pero yo, en aquella edad, mal podía
comprender si se trataba de castaños, álamos o pinos...). Y, a pesar de no
serme posible concretar nada- ¿y quién sabe si justamente por eso mismo?-, era
aquella casa, y no otra; eran aquellos árboles, y no otros, los únicos cuyas sombras
apetecía; era el frescor de aquel riachuelo el único que pudiera refrigerar mi
alma, y eran las bóvedas de aquella iglesia las que me devolverían, entre
tantas cosas para mí perdidas, el lejano y celeste tesoro de la fe, o, al
menos, de la misteriosa confianza en lo desconocido.
A veces me hacía
yo razonamientos para demostrarme que tal empeño se asemejaba a manía, y era
acaso la dolorosa huella del trastorno mental sordo y manso que producen las
reiteradas contrariedades, las magulladuras del náufrago, batido sin cesar por
la resaca contra las peñas. ¿Por qué aquel afán, que crecía con el correr del
tiempo? ¿Por qué la casa poco a poco llegaba a constituir una obsesión para mí?
¿Por qué cifrar en una casa, idéntica a cien mil casas, la probabilidad de
encontrar, si no la dicha, al menos un poco de paz y de sosiego? ¿No era lo
mismo recogerse a la primera morada solitaria en el campo y figurarse que fuese
la otra?
No debía de ser
lo mismo, al menos para mí, cuando iban indisolublemente juntos mi ensueño y
la idea de aquel rincón en que supe lo que era la felicidad..., la cual se
compone de nada, de un estado de indiferencia, de no anhelar, de no aspirar, de
olvidar que corre la hora.
Retirarme a otro
sitio me hubiese sido imposible. Y parecía imposible también descubrir aquel,
isla perdida en un archipiélago de islotes confusamente iguales...
La casualidad,
mi eterna enemiga, por una vez aparentó servirme. El caso fue, como obra suya,
inesperado. En un puesto de libros y papeles viejos, que revolvía por instinto,
encontré, entre mil cartas amarillentas, una de mi padre a mi madre...
Parecióme que se
abría un ataúd y salía de él ese vaho peculiar a flores secas hechas polvo...
La misiva era insignificante, sin trascendencia alguna; lo interesante para mí,
las señas del sobre. Decía: «En San Martín de Maceira, provincia de...» Y, como
si de repente se desgarrase un velo, recordé... ¡No haber recordado antes!...
Claro, San Martín de Maceira; en letras, de lumbre veía el nombre... Y aquella
misma tarde hice mi hatillo y corrí a la estación...
No acierto a
decir cómo iba. No hay quien refiera estas cosas, que se componen de
sensaciones tenues, o tan hondas como los hondones callados de los ríos. Lo que
puedo afirmar es que, por primera vez desde hacía tanto tiempo, experimenté una
alegría extraña, un impulso reanimador. Empecé a fantasear la tranquila vida
del sabio y del filósofo, que desdeña las contingencias de su propia suerte y
las domina desde la altura de su calma. En mi retiro estaba libre de las fatalidades
que, ensombreciendo mi destino, me lo convertían en tormento y argolla. Y
ahora, próximo a rêver, recordaba todo, detalles de la casa, menudencias
del jardín, la forma de nuestras habitaciones. ¡Qué goce ver de nuevo aquellos
muebles arcaicos, aquellas consolas de patas retorcidas, aquellas mesitas de
tocador de nublado espejo, donde reaparecen las caras muertas, aquella vieja
cama de caoba, toda desbarnizada, deslucida por la humedad! Yo compraría la
mansión, los muebles, todo, al precio que me pidiesen; y, sentado ante la
puerta, miraría a los que pasasen (sin darles el aviso piadoso de que no
intentasen dirigirse a parte alguna, puesto que todos los caminos van a parar
al mismo paradero...)
Andaba
apresurado, reconociendo las veredillas, los accidentes del terreno, las
ciénagas, los valladares pedregosos. Anochecía. El segmento de la luna asomaba,
bogando plácido por el cielo apacible. No me separaban del ideal sino algunos
pasos. Una sorpresa empezaba a embargarme. ¡No veía los árboles, la espesura
que doselaba la casa! Raso todo. Una mujer vieja, renqueante, se acercaba a mí.
Y me eché en sus
brazos, como si la conociese de toda la vida -no he vuelto a verla jamás.
Mientras duró el abrazo sentí un poco de calor de bondad humana. Por eso no me
he arrojado ya desde mi balcón a la calle. Compadeced, que lo han menester los
tristes.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 12, 1911.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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