Por falta menos
grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue
condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de
un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de
beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni
remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin
embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos,
abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.
Lo primero que
sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento.
A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se
había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los
ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara
vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria
a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades
del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha
solidaridad de los hermanos de armas.
Aburrido de ver
pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, la tarde del primer día
de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó a la orilla del camino, sobre
una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento que le ocultaba su
patria, y que estaba a la sazón teñido de un verde luminoso, ligeramente
franjeado de naranja a la parte del Poniente. El desterrado gimió, pensando
cómo podría volver a la deleitosa morada de sus hermanos; pero sabía que una
orden divina no se revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo
apoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues
aparte del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido a Dios por ser quien
es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir que, a pesar de su
desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.
Apenas se calmó
su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vio que donde habían caído
gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus cálices con increíble
celeridad muchas flores blancas, de las que llaman margaritas, pero que tenían
los pétalos de finas perlas y el corazoncito de oro. El ángel se inclinó,
recogió una por una las maravillosas flores y las guardó cuidadosamente en un
pliegue de su manto. Al bajarse para la recolección distinguió en el suelo un
objeto blanco.
-Un pedazo de papel, un trozo de periódico. Lo tomó también y
empezó a leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante a quien
le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo vio que ocupaban una
columna del periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe: A un
ángel.
¡A un ángel! ¡Qué
coincidencia! Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el
ángel vivía en la Tierra
y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta,
describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de
donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la
calle, con la torre de la iglesia a la vuelta. «Alguno de mis hermanos -pensó
el desterrado- ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío y le han aplicado
la misma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me
vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! Y no
puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro; que ha bajado del cielo,
que está aquí en el mundo, por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día
menos pensado a su patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente».
Dicho y hecho. El
ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué barrio podría vivir su
hermano; pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta suponía que de la casa
habitada por el ángel se exhalaría un perfume peculiar que delatase su
celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles y callejuelas. La luna
brillaba, y a su luz clarísima el ángel podía examinar las rejas y las tapias,
y ver por cual de ellas se enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.
Al fin, en una
calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir fuertemente el
corazón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía a jazmín; y el perfume era embriagador
y sutil, como un pensamiento amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó
tras los hierros de una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una
aureola de pelo oscuro... No cabía duda: aquel era el otro ángel desterrado, el
que debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó a la reja trémulo de
emoción.
No archivan las
historias el traslado fiel de lo que platicaron al través de los hierros el
ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz entre el follaje
menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda desde el primer
momento, sin más explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel
la criatura resguardada por la reja; habituada a oírselo llamar en verso, no
extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza angélica. Así es
como los ripios falsean el juicio, y los poetas chirles hacen más daño que la
langosta.
Lo que también
comprendió el ángel desterrado fue que el otro ángel era doblemente desdichado
que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, de que le guardaban y
vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro paredes y de que su único
desahogo era asomarse a aquella reja a respirar el aire nocturno y a echar un
ratito de parrafeo. El desterrado prometió acudir fielmente todas las noches a
dar este consuelo al recluso, y tan a gusto cumplió su promesa que desde
entones lo único que le pareció largo fue el día, mientras no llegaba la grata
hora del coloquio.
Cada noche se
prolongaba más, y, por último, sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban las
dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel, tan dichoso y anegado en
bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz del empíreo y le
asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento
y exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo,
preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de aquel
cautiverio.
El ángel, para
entretenerle, fue regalándole las margaritas de corazón de oro y pétalos de
perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que sin duda el encierro
era disposición de Dios, y que no se debían contrariar sus decretos santos. Una
carcajada burlona fue la respuesta del encerrado, y a la otra noche, al acudir
a la reja, el ángel vio con sorpresa que por la puertecilla del jardín salía
una figura velada y tapada, que un brazo se cogía de su brazo y una voz dulce,
apasionada y melodiosa le decía al oído... «Ya somos libres... Llévame
contigo..., escapemos pronto, no sea que me echen de menos».
El ángel,
sobrecogido, no acertó a responder: apretó el paso y huyeron, no sólo de la
calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche era deliciosa, del
mes de mayo; acogiéronse al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente,
como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella -porque ya habrán sospechado
los lectores que se trataba de una mujer-, nerviosa, sardónica, soltando
lagrimitas y haciendo desplantes.
No podía
explicarse -ahora que ya no se interponía entre ellos la reja- cómo su
compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes
de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible
actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al parecer,
extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues y mirando al
cielo, lo mismo que si de la luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La
mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y enfure-cerse; alejóse
algunos pasos, y como el ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío,
alzó la mano de súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y
estruendoso bofetón... después de lo cual rompió a correr en dirección de la
ciudad como una loca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta,
murmuraba tristemente:
Al decir esto vio
abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero de ángeles reales y
efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado, había vencido la mayor
tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al
coro luminoso, ascendió el ángel al cielo entre resplandores de gloria; pero el
ascender, volvía la cabeza atrás para mirar a la Tierra a hurtadillas, y un
suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía
tan bien el jazmín de la reja!
«El Liberal», 21 de enero 1897.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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