El chiflado habló así:
-Desde que, por
imitar a Perico Gonzalvo, que la echa de elegante y de original, puse en mi
habitación, sobre un zócalo de terciopelo negro, la maldita calavera (después
de haberla frotado bien para que adquiriese el bruñido del marfil rancio),
empecé a dormir con poca tranquilidad, y a sentirme inquieto mientras velaba.
La calavera me hacía compañía y estorbo, lo mismo que si fuese una persona, y
persona fiscalizadora, severa, impertinente, de esas que todo lo husmean y
censuran nuestros menores actos en nombre de una filosofía indigesta y
melancólica, de ultratumba. Cuando por las mañanas me plantaba yo frente al
espejo para acicalarme, tratando de reparar, dentro de lo posible, el estrago
de los cuarenta en mi rostro y cuerpo, no podía quitárseme del magín que la
calavera me miraba, y se reía silenciosa y sardónicamente cada vez que aplicaba
yo cosmético al bigote y traía adelante el pelo del colodrillo para encubrir la
naciente calva. Al perfumar el pañuelo con esencia fina, al escoger entre mis
alfileres de corbata el más caprichoso, oía como en sueños una vocecilla
estridente, sibilante, mofadora, que articulaba entre la doble hilera de
dientes, amarillos todavía, implantados en las mandíbulas: «¡Imbéciiil de
vaniiiidoso!» Será una tontería muy grande; pero lo cierto es que me molestaba
de veras.
Por las noches,
al recogerme, noté que la calavera se ponía más cargante, entrometida y
criticona. Su respingada nariz y su boca irónica, tan parecidas (salvo la
carne) a la expresiva fisonomía de don Cándido Nocedal, me preguntaban y
acusaban con una chunga despreciativa, capaz de freír la sangre al hombre más
flemático: «¿Por dónde has andado, vamos a ver, grandísimo perdido, botarate de
siete suelas? ¿Qué nido era aquel donde entraste esta tarde tan de ocultis? ¿Se
puede saber quién te esperaba allí? ¿Y te crees buenamente, presumido, que con
tu calvita y tus arrugas y tus cuarenta del pico estás ya para seducir a nadie?
Por los monises, por las sangrías que te dan al bolsillo, campas tú, que si
no... Vamos a ver: ¿qué te sacaron hoy con tanta zaragatería de la cartera? ¿No
fue un billete de a cien? ¿No salió luego otro de a cincuenta por contrapeso?
¡Ah, memo Paganini, caballo blanco! ¡Lo que se divertirán con ese dinero a
cuenta tuya!...»
Le aseguro a
usted que la calavera, en este punto, entreabría el tenazón de sus mandíbulas,
y se reía bajo, sin que las ondas de su silenciosa carcajada agitasen el aire.
Apretando los dientes otra vez y adoptando el énfasis doctoral de quien
sermonea sobre las miserias y locuras del mundo -mientras yo procedía a mis
abluciones nocturnas o buscaba en el armario de luna la camisa de dormir,
continuaba:
-Y después, ¿a
qué más andurriales te condujo tu flaqueza? Lo sabemos, lo sabemos, aunque
usted se lo tenga muy bien callado. Al Congreso, a adular al ministro
Calabazote y al general Polvorín. A arrastrarte por los suelos, a ofrecerte
incondicionalmente para todo lo que te ordenen y manden, a mendigar un
distrito, ese soñado distrito que nunca llega, ni llegará, porque a ti te
emboban con buenas palabritas y te sostienen hace cuatro años con la boca
abierta esperando el higuí... Del Congreso... ¡No me lo niegues, porque estoy
muy bien informada! Del Congreso te fuiste a la Redacción de El
Estómago, diario ministerial que cobra cinco subvenciones y media, a que te
insertasen un sueltecito de tu puño, donde te das bombo, incluyéndote en el
grupo de personas caracterizadas que se disponen a prestar incondicional apoyo
a la política de nuestro ilustre jefe Calabazote. Y a renglón seguido...
-Bueno, ¿a
renglón seguido, qué? Y a renglón seguido me fui a comer con unos amigos... ¡Me
parece que cosa más inocente y natural!...
-¡Tate, tate!
-replicaba la calavera insufrible. Las cosas dichas así parecen lo más
sencillito... Pero a mí, no me la das tú, aunque vuelvas a nacer cien veces...
Ya soy vieja. Ya se me ha caído todo el pelo. La experiencia me hace sagaz.
Fuiste a comer en casa del banquero Tagarnina, no porque sea amigo tuyo ni
porque le estimes, pues bien persuadido estás de que su riqueza la granjeó
arruinando a muchos infelices y saqueando al país con contratas y empréstitos,
sino porque tiene buen cocinero y exquisita bodega, y también porque su mujer,
¡que es una mujer de patente!, has soñado tú que te mira con buenos ojos...,
cuando lo que hay es que los tiene preciosos, y no ha de ponerse a bizcar si
los fija en tu cara. La verdad desnuda... ¿A que no se te ocurre ir a hacer
penitencia con tus amigos los de Martínez, que te ofrecerían un modesto
pucherito? Tagarnina ya es otra cosa; aquel borgoña añejo..., aquel rin de
principios de siglo..., aquellas trufas de la poularde... Vamos, que aún
se te hace agua la boca, compañero, si de eso te acuerdas... ¿Eh? ¡Qué
magníficas estaban! Aún te relames epicúreo... Y ahora, ¿qué tal? ¿Vas a
acostarte para digerirlas como un prior?
¡Acostarme! No,
y ello es que no había más remedio. Encendida mi lamparilla, entreabría con
cuidado las sábanas, me descalzaba, y ¡zas!, me hundía en el lecho blando. El
primer momento era de bienestar incom-parable. Mi cuarto y todos mis muebles
son confortables y regalones, como de solterón egoísta que adorna y prepara un
rincón a su gusto, a fin de vivir en él hecho un papatache, saliendo fuera a
comer y almorzar y teniendo su criadito que por las mañanas limpie y arregle.
En la cama había puesto especial cuidado, considerando que la mitad de nuestra
vida se desliza en ella. La lana más rica, para el colchón; el plumón más caro,
para edredones y almohadas; mantas suaves, que se ciñen al cuerpo y no pesan;
un cubrecama antiguo, de seda bordada de colores; en suma: una cama de
arzobispo que padece gota y se levanta tarde. ¡Ay! ¡Qué bien me sabía la camita
deliciosa, antes que por rutina, por ese espíritu de plagio, que es el cáncer
de nuestra sociedad, incurriese yo en la tontuna de traerme a mi cuarto una
porquería como la dichosa calavera!
Apenas empezaba
a conciliar el primer sopor entre el grato calorcillo de las amorosas mantas,
la calavera, antes tan campechana y bromista, mudaba de registro, se ponía
trágica y balbucía -en honda y cavernosa voz, que sonaba cual si girase entre
las descarnadas vértebras por falta de laringe- cosazas pavorosas y tremendas.
De las cuencas llenas de sombra parecía brotar diabólica chispa. Los dientes
castañeteaban como estremecidos por el pavor. Yo sepultaba la cabeza entre las
sábanas temiendo oír; pero el caso es que oía, oía; la voz de la calavera
penetraba al través de aquel muro de lienzo, y, deslizándose como una sierpe en
el hueco de mis oídos, llegaba a mi cerebro excitado por el estúpido temor y la
sugestión del insomnio, que se convierte muy luego en el insomnio mismo.
-¡Hola! ¿Qué es
eso? ¿No duermes, no te entregas como otras veces al placer de roncar a pierna
suelta, después de hacer tu gusto todo el santísimo día? ¿Es acaso mi
proximidad lo que te desvela? ¡Ah bobo! ¡Inconsecuente! ¿Pues no piensas tú,
para mayor comodidad tuya, para quitarte los escrúpulos y vivir según te
acomoda y no privarte de nada, que yo soy únicamente un poco de fosfato de cal,
la cáscara de una nuez ya digerida por el tiempo? Pues si soy eso, ¿por qué
cavilas tanto en mí, hombre pusilánime? ¿Hase visto fantasmón? Explícame por
qué se te ocurre a veces cavilar qué será de mi alma, por dónde andará rodando.
Con que mucho de despreocupación, y espíritu fuerte, y materialismo de
Cervecería Inglesa y Café de Viena, y apenas apaga usted la palmatoria ya le
tenemos acordándose de...
Los dientes de
la calavera -o tal vez los míos- se entrechocaban con fuerza convulsiva, y
salían entrecortadas estas dos palabras tremendas: «¡La Muerte !... ¡El Infierno!»
-El Infierno...
quedamos en que no crees en él. ¿Creer en esas papas? Está bueno para las
viejas y los niños. Un hombre como tú, ilustrado, moderno, se ríe de semejantes
farsas. ¿Tenazazos, llamas, calderas, gemidos, demonios rabudos, eternidad de
penas? A otro perro con ese hueso. Corriente: descartemos el Infierno...
Mandémoslo retirar a toda prisa. No sirve ya. Al cesto con él...
-Pero lo que es
en lo otro..., en la de la guadaña... Vamos, lo que es en ésa... crees a puño
cerrado. ¿Acerté?
Un soplo glacial
acariciaba mis sienes. En la raíz de mis cabellos, gotitas de sudor se
cuajaban. Mis nervios, encalabrinados, gritaban con furia «Cualquiera duerme
hoy.»
-Vamos, que de
esta vez he puesto el dedo en la llaga -recalcaba la calavera-. ¿A que sí? No
la eches de guapo, compañero; aquí no estamos a engañarnos... Nos conocemos,
camará. Tus medranitas te pasas de cuando en cuando, acordándote de la hora
que ha de sonar sin remedio alguno... Porque ¡mira tú qué cosa más diabólica!
Nunca te llegará, probablemente, la de salir diputado, gracias a la influencia
de Calabazote; es regular que tampoco suene la de tu primera cita con la señora
de Tagarnina, el banquero; casi puede jurarse que no verás la de cobrar aquel
pico que te deben, ni la de que te adjudiquen la hacienda del Encinarejo, ni la
de colgarte la gran cruz, ni ninguna de esas horitas que tu vanidad desea...
¡Pero, en cambio, la hora..., aquella en que no quieres pensar nunca...,
aquella que te empeñas en suprimir con la imaginación...; lo que es ésa...,
aunque se descompongan todos tus relojes..., ha de sonar, más fija, más
puntual..., más exacta! ¡Ni un segundo de atraso..., ni uno!
Temblor general
se apoderaba de mis miembros, y en las sienes parecía que me pegaban furibundos
martillazos.
-Hace pocos días
-continuaba la voz- viste morir de una pulmonía fulminante al bueno de Paco
Soto. La víspera de caer en cama corristeis una broma en Fornos con la Belén Torres...
¡Ya ves si tengo yo informes! A mí no se me escapa ni esto... ¡Cuánto se reía
Paquillo! Bueno; pues tú llevaste una cinta de su féretro... ¿No te acuerdas? Y
estuviste en la
Sacramental , y viste cómo le metieron en el nicho... ¿A ti te
gustaría que te soplasen en un nicho? ¿A que no? Más calentita está la cama
tuya... y más blanda..., ¿eh? Pero lo del nicho tiene que llegar... Y ¿qué me
dices? ¿Por dónde andará Paco Soto, con aquellas guasas que gastaba y aquella
afición suya a cazar y a comer y a beber seco? ¿Crees tú que es enteramente
imposible que el alma de Soto...? ¡Ah! No me acordaba de que eso del alma se te
hace a ti muy duro de tragar..., muy durillo. Bueno; admitido que eso del
alma... Pero si en cerrando el ojo se acaba toda la fiesta, ¿por qué diantres
me tienes así... este respetillo..., este pavor..., este...? Mira..., ahora
calo yo tu con-ciencia, hasta lo más hondo de ella... Mañana has determinado
echarme al pozo... ¡Qué vergüenza!... ¡Cobarde! Me has cogido miedo, miedo
supers-ticioso, pero cerval... ¡Ja, ja! Miedo, miedo. Como se lo tienes a lo
otro..., al final..., al desenlace de la comedia... Por eso me echarás al pozo;
porque yo soy una vocecita misteriosa que te habla de lo que hay por esos
mundos des-conocidos..., y, mal que te pese..., ¡chúpate esa!, reales, reales...,
reales.
-Bribona, mañana
te juro que te vas por la ventana a la calle. Espantajo del otro barrio, yo te
ajustaré las cuentas. A tu sitio, que es la tierra; a pudrirte, a disolverte, a
hacerte polvo impalpable. Lo que es de mí no te ríes tú. Ahora... a la perrera,
a la leñera... A la basura, que es tu sitio.
Encendí
fósforos, la palmatoria, el quinqué... Así el cráneo y lo arrojé con ira al
cajón de la leña. Lo célebre es que no me atreví a volver a acostarme. Pasé el
resto de la noche en un sillón, azorado, nervioso, como si custodiase el cuerpo
de un delito, la prueba de un crimen. Rayó el alba, y en el mismo sillón
concilié algunos minutos de agitado sueño. Así que fue día claro, saqué la
calavera, que me pareció a la luz del día un trasto ridículo: la envolví en un
número de La
Correspondencia ; salí de casa, tomé un simón y dí orden
de ir por la ronda de Embajadores, hasta topar con un sitio retirado. Cerca de
unas yeserías arrojé el bulto, que al caer dio contra una piedra, y
desenvolviéndose del periódico, rebotó con ruido seco y lúgubre.
-¡Ah recondenada
calavera! Ya no volverás a darme quehacer. Poco me importa que creas que te
temo... No es a ti, fúnebre espantajo; es a mi propio, a mi imaginación, a mi
cabeza loca, a quien tengo un poco de miedo; por lo demás... Ahí te quedas,
hasta que te descubra algún chicuelo que juegue contigo a la pelota...
-¡Ay señora!
-contestó a mi interrupción el chiflado. La calavera ya no estaba en su zócalo
de terciopelo... ¡Pero si viese usted! De la habitación no había salido. Estaba
más cerca de mí, estaba precisamente en el sitio de donde yo quise arrojarla.
¡Aquí, aquí! -repitió, golpeándose la frente y el pecho.
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 29,
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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