En pintoresco
caminito de aldea, no lejos de la costa, hay un sitio que siempre tuvo el
privilegio de fijar mi atención y de sugerirme ideas románticas. Aquel nogal
secular, inmenso, de tronco fulminado por el rayo; aquel crucero de piedra,
revestido de musgo, de gradas rotas, casi cubiertas por ortigas y zarzas; y,
por último, en especial, aquel caserón vetusto de ventanas desquiciadas y sin
vidrios, que el viento zapateaba, y que tenía sobre la puerta, ya revestida de
telarañas, fatídica señal: una cruz trazada en rojo color, parecida a una marca
sangrienta...
¿Quién habría
plantado el nogal, erigido el crucero y habitado la casa? ¿Quién estamparía en
su fachada la huella de sangre? ¿Qué drama oscuro y misterioso se desarrolló
entre aquellas cuatro paredes, o a la sombra de aquel nogal maldito, o al pie
del signo de nuestra redención? ¿Por qué nadie vivía ya en el siniestro
edificio, y cómo su actual dueño la dejaba pudrirse y desmoronarse, si no era
que el recuerdo de la desconocida tragedia le erizaba el cabello, impulsándole
a huir de tan funestos lugares?
Solíamos pasar
ante la casa muy de prisa, a caballo, de vuelta de alguna excursión, y nunca se
veía por allí alma viviente a quien preguntar. En las aldeas vecinas tampoco dí
con persona que supiese nada positivo de la roja cruz. Solo conseguí respuestas
reticentes, movimientos de cabeza significa-tivos, indicaciones vagas: la casa
llevaba su estigma; a la casa no convenía acercarse. ¿Por qué? Sobre esto,
chitón. Estaba deshabitada desde hacía veinticinco años lo menos; nadie supo
decirme el nombre ni la condición de sus últimos moradores. Ni siquiera
averigüé quién la poseía en la actualidad. Llegué a creer que todo lo
concerniente a la ruinosa casa estaba envuelto en densas tinieblas.
Esto mismo me
determinó a indagar por distintos medios. Cierto día, provistos de una escalera
de mano, a la casa nos dirigimos. El cielo, cómplice de nuestra imaginación,
aparecía cargado de nubarrones densos y plomizos, amagando borrasca.
Al llegar al pie
del crucero, sulfúrea exhalación alumbró con luz azulada el horizonte, y un
trueno lejano hizo empinar a los caballos las orejas. Echamos pie a tierra,
dispuestos a realizar nuestro propósito, que no ofrecía dificultad alguna; tratábase
de entrar en el caserío, no por la puerta, sino por la ventana de arrancados
goznes.
Saltamos dentro
de una sala grande, que comunicaba con una alcoba, donde aún se veía esparcida
la hoja de maíz del jergón. De un clavo colgaban hábitos eclesiásticos: una
sotana raída y unos apolillados manteos. Nos estremecimos: sus fúnebres
pliegues remedaban sobre la pared la silueta de un cura ahorcado. No sin cierta
aprensión recorrimos la casa, y también con algún peligro, pues las tablas
carcomidas del piso temblaban, y recelábamos que alguna viga o algún pedazo de
roto techo, al desprenderse, nos aplastase. Era, sin embargo, el edificio de
recia construcción, y aún podía resistir años. No estaba la vivienda
desmantelada del todo: quedaban muebles en muchas habitaciones; en la cocina
aún se veían las cenizas del último fuego. Registramos intrépidamente, sin que
nos arredrase ni el mal estado del edificio ni los avechuchos que salían de los
rincones, despavoridos y asquerosos. Esperábamos a cada momento hallar en el
piso inveteradas manchas de sangre, o descubrir un esqueleto en las arcas que
abríamos. Curioseamos hasta la artesa del pan. Ni rastro de crimen; mas no por
eso apagó sus fuegos nuestra imaginación. ¿Acaso todos los crímenes dejan
rastro?
Íbamos de un
aposento a otro, ceñudos, sombríos, preocupados y con caras de jueces. No nos
comunicábamos impresiones: cada cual quería ser el primero a olfatear el drama.
Salimos de allí cuando no nos quedó nada por ver, y emprendimos la vuelta al
pazo, reconcentrados y silenciosos, rumiando la historia que se había forjado
cada uno. Las cuatro novelas partían de un mismo dato evidente, auténtico:
quien vivía en la casa maldita era un cura.
A la hora de la
cena, cuando las patatas cocidas con su piel humeaban en los platos de peltre,
y el fresco mosto del país teñía de líquido granate el vaso de antigua talla,
las lenguas se desataron, y por turno formulamos nuestras hipótesis.
-El cura -afirmó
sentenciosamente el cazador viejo- estaba podrido de dinero. ¿No han visto
tanta arca y tantísimo cofre? Todo para encerrar los ochavos. Prestaba a rédito
y chupaba la sangre a los infelices. Una noche se metieron seis enmascarados en
la casa: eran los deudores más com-prometidos, que ya los iba a ejecutar la
justicia y a dejarlos sin cama ni techo. El cura tenía una criada vieja y
sorda... ¿Que cómo lo sé? Porque la maldita ni sintió ladrar al perro ni entrar
a los ladrones, y ellos tuvieron que forzar la puerta del cuarto en que
dormía... ¿No han visto la cerradura violentada? Bueno; pues los ladrones, así
que se hallaron dentro, después de atar a la sorda, van, ¿y qué hacen? Me
agarran al cura y me lo llevan a la cocina, y me lo descalzan, y me lo aplican
los pies a la lumbre... El hombre canta y suelta los cuartos. Los ladrones le
acercan más a la brasa. «Dinos dónde tienes las obligas, o te asamos
como a San Lorenzo.» Y así que aciertan con las obligas, las traen a
brazados, y sin cuidarse de escoger las suyas, las echan al fuego y arden las
deudas de toda la comarca... ¿No se acuerdan que en el hogar había ceniza muy
negra, así como de papeles quemados?... Antes de la madrugada se larga la
gavilla, dejando al cura moribundo, y al salir pintan en la puerta la cruz
roja, como el que dice: «No vinimos a robar, sino a castigar a un usurero
infame.»
-¡Ah! -exclamó
el cazador joven-. Todo eso no lleva traza. Lo que ahí pasó fue que el cura
tenía una sobrina muy bonita y moza, que vivía con él. ¿No repararon, en el
cuarto de la cerradura rota, en unas sayas de mujer y unos zapatos bien hechos,
pequeños, llenos de polvo, en un rincón? Pues el cura se chifló por la sobrina,
y empezó a darle vueltas a la idea..., y andaba como loco: ni dormía ni comía.
Sucedió que la rapaza se echó novio, y trataba de casarse, y el tío, cuando lo
supo, daba con la cabeza por las paredes. Vino una noche en que el demonio le
tentó más fuerte que otras..., y en puntillas se fue al cuarto de la rapaza;
pero como estaba cerrado con llave, tuvo que forzar la cerradura... ¡Y mientras
tanto, ella saltó por la ventana y escapó para casa del novio, y el novio, para
avergonzar al cura y amenazarle, pintó en la puerta la cruz colorada!
Había oído las
dos versiones el coronel retirado, y la sonrisa medio burlona y medio desdeñosa
no se apartaba de sus labios, fija entre el erizado y canoso bigote.
-Señores, yo lo
veo de otro modo..., y mi explicación es tan clara y tan sencilla, y se
justifica tan bien con ciertos detalles existentes en la casa, que no sé cómo
no se les ha ocurrido a ustedes. El cura, cuando andaban mal las cosas
políticas, se señaló por su ideas carlistas, como uno de tantos, y eso le valió
persecuciones y molestias de todo género. Él era hombre de armas tomar; habrán
ustedes observado que en varios muebles se conservan tacos, restos de cajas donde
hubo pólvora, perdigones y balines. Un día le salieron al camino para
apalearle, pero él les zorregó un tiro y dejó malherido al que cogió más cerca.
Comprendió entonces que le iban a echar a presidio; llegó a casa, tomó dinero,
colgó los hábitos de aquel clavo y pasó a Portugal, y por Badajoz se unió en
Extremadura a las facciones. Al salir, él mismo pintó la cruz roja, como quien
dice: «Guerra en nombre de Dios.»
Era llegado mi
turno de arriesgar la hipótesis propia, o de aceptar alguna de las ajenas. No
me correspondía quedarme atrás en imaginación, y he aquí lo que me inspiró este
numen:
-Ustedes han
visto en la casa mil detalles que, en su opinión, revelan al usurero, al
enamorado energúmeno y al trabucaire... Yo me he fijado, especialmente, en
otros que descubren al sacerdote estudioso, al místico solitario y enfrascado
en meditaciones que acaban por trastornarle el seso. Tanto libro apolillado, en
montones que devoran las ratas; tanta estampa devota colgada de las paredes,
delatan las preocupaciones favoritas del infeliz que allí vivió. No le creo un
sabio: para mí, su cerebro era pobre, y la lectura, en vez de iluminarlo, lo
poblaba de fantasmas, que bien pronto adquirieron cuerpo y se convirtieron en
horribles dudas y en extravagancias heréticas. Tal vez en su perturbado meollo
renacieran las viejísimas doctrinas antitrinitarias de Sabelio; tal vez negó la
consustancialidad del Verbo, como Arrio, o la humanidad de Cristo, como
Nestorio; o la absorbió en la divina, como Eutiquio; o soñó, cual los maniqueos,
que el diablo comparte con Dios el dominio del Universo; o desconoció las
virtudes de la gracia, como Pelagio; o cayó en los éxtasis y las flagelaciones
de los montanistas... Imprudente y fanatizado, no supo callar, y entre los
demás clérigos cundió la noticia de que sostenía proposiciones condenables,
anticanónicas, dignas de tremendo castigo. Y corrió la voz, y fue aislado en su
guarida, y los aldeanos le huyeron persignándose. Cada vez se secó más su
cerebro; en vano su leal criada le escondió los libros fatales con propósito de
quemarlos; él forzó la puerta del cuarto y los sacó y se engolfó en ellos y en
sus cavilaciones y austeridades, hasta que, acabado de perder el juicio, negóse
a comer por penitencia, y expiró diciendo que veía los cielos de par en par y
los ángeles sobre nubecillas de oro, con palmas, coronas y muchos violines...
El rayo hirió el árbol que daba sombra a la casa; y el pueblo, no conociendo
que el hereje era un pobre mentecato, trazó en su puerta, en señal de
reprobación y sentencia de infierno, la sangrienta cruz.
No necesito
decir que todos cuatro sostuvimos nuestra respectiva versión con lujo de
argumentos y pruebas. Cuando más nos habíamos enzarzado en la disputa, ladraron
los perros, bajó el gañán a abrir la portalada, y entró el notario de Cebre,
dispuesto a terciar en la partida de tresillo con que engañábamos las noches.
Enterado del asunto que discutíamos, soltó una carcajada zafiota, se pegó un
cachete en el testuz y exclamó, sin cesar de reír:
-¡Alabada la Virgen , lo que discurren!
Pero ¡santos de Dios, si nunca en tal casa hubo ni sombra de cura!
-Miren, esa
casa... ¿Por qué no me preguntaron? ¡Se ahorraban el viaje y la visita a las
ratas y a los ciempiés! Esa casa fue de una buena familia, un matrimonio y una
cuñada o hermana que vivía con ellos. Cuando el cólera..., ¿no saben?, ¡que lo
hubo terrible!, les murió en el pueblo un tío cura, dejándolos por herederos.
Al marido le tentó la codicia, y fue a recoger la herencia. La trajo en ocho o
nueve arcas y baúles; pero también trajo el cólera. La gente ya lo olfateaba;
nadie se acercó a la casa, y le pusieron esa señal de almazarrón, como quien
dice: «Escapar de aquí.» Y en la casa y sin auxilio perecieron los tres con diferencia
de horas. La cuñada se encerró en su cuarto para morir en paz y no oír los
lamentos de la hermana... Hubo que romper la cerradura para sacar el cuerpo y
enterrarlo. Esos manteos y esa sotana que ustedes vieron, a la cuenta eran de
la herencia también, y los colgarían en el primer momento para que no se
apolillasen... De bastante les sirvió.
Quedamos
callados y confusos los novelistas. Yo pensaba en las tres víctimas, expirando
solas en una casa abandonada que aisló el miedo, y deducía que, bien mirado, lo
real es tan patético como la ficción. Al mismo tiempo compadecía a los jueces
que, registrando el teatro de un crimen, buscan la huella del reo, y a los
historiadores que interpretan documentos caducos.
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30,
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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