Había un hombre
lleno de fe, que creía a pies juntillas cuanto nos enseñan la religión y la
moral, y, sin embargo, tenía horas de desaliento y sequedad de alma, porque le
parecía que el cielo dista mucho de la tierra, y que nuestros suspiros,
nuestras efusiones de amor, nuestras quejas, tardan siglos en llegar hasta el
Dios que invocamos, el Dios distante, inaccesible en las lumínicas alturas de
la gloria. No dudaba de la realidad divina, pero la creía muy alta y había
llegado a ser en él idea fija la de ponerse en relación directa con el que todo
lo puede y lo consuela todo.
Persuadido de
que el claustro está bastantes peldaños más cerca del cielo que de la sociedad,
Eudoro -así se llamaba el creyente- entró de novicio en los Carmelitas. Espantó
a sus hermanos el fervor de su vida monástica, y cuenta que en el convento
estaban acostumbrados a ver austeridades y adivinar rigores que la humildad
encubría. Los de Eudoro, sin embargo, pasaban de la raya y llegaban a asombrar
a los viejos, curtidos por una vida entera de maceraciones, verdaderos
veteranos de la penitencia. Eudoro ascendía por la áspera cuesta de la
mortificación, creyendo que así se aproximaba a la gloria, y no tanto por
merecerla después de su muerte, como por sentirla en vida, por cerciorarse de
su realidad. Juzgo evidente que el demonio del escepticismo era quien a la
sordina inspiraba tales anhelos, porque si Eudoro estuviese completamente
seguro de que al morir el cielo se abre al que lo gana, no experimentaría tan
ardiente afán de percibirlo, de acortar distancias, y, por decirlo así, de
tocarlo con sus manos y verlo con sus ojos. Fuese lo que fuese, Eudoro practicó
terribles asperezas consigo mismo; descalzo, debilitado por el ayuno,
acardenalado por las disciplinas, de rodillas en la celda, cuyas desnudas
paredes aparecían salpicadas de sangre, se pasó las noches enteras velando y
pidiendo a Dios, entre lágrimas y sollozos, que se dignase aproximarse a su
siervo. Fue inútil: solo el triste aullido del viento en los árboles del huerto
conventual respondió a sus llamamientos desesperados. Entonces salió del
convento sin profesar, y los frailes viejos, edificados antes, hicieron la cruz
sobre el pecho, con rostro grave y labios contraídos.
Eudoro se retiró
a su casa, y descorazonado, imaginando que ya nunca se aproximaría al cielo, se
dedicó a una vida activa, laborista y modesta, emprendiendo algunos negocios de
los cuales se prometía lucro. El socio que admitió gozaba fama de probo; sin
embargo, lo cierto es que engañó a Eudoro malamente, despojándole de su capital
y haciéndole pasar ante el mundo por tramposo y estafador. Esto último fue lo
que más dolió a Eudoro, porque estimaba su honra y sufría vergüenza horrible al
verse infamado y notar que se apartaban de él las gentes con desprecio. En su
espíritu germinó un odio tenaz contra el calumniador, y la sed de venganza le
amargó la boca.
Una noche,
pasando por cierta calle desierta, Eudoro vio a un hombre que se defendía de
tres que ya le tenían acorralado e iban a darle muerte. El farol contra el cual
se apoyaba le alumbraba el rostro de lleno y Eudoro reconoció a su enemigo.
Tuvo un instante de fluctuación; quiso alejarse..., y de pronto volvió; iba
armado; cargando con denuedo a los asesinos, los obligó a emprender precipitada
fuga. Antes que el socorrido le diese las gracias, Eudoro se alejó también.
Casi llegaba a
la puerta de su casa, cuando he aquí que le sale al camino un mendigo,
descalzo, harapiento, encorvado, pidiéndole en voz lastimera, no dinero, sino
algo de comer. «Me caigo de necesidad», gemía el pordiosero, y Eudoro,
tomándole de la mano: «Vente conmigo -le dijo benignamente. Partiremos la
cena... y dormirás al abrigo del temporal y de la lluvia.»
Subieron la
escalera uno tras otro: Eudoro encendió luz y pasó a la cocina a calentar el
caldo de la víspera y la humilde pitanza; al entrar en el comedor, llevando la
tartera olorosa, pudo ver la cara del pobre, que le esperaba sentado a la mesa
ya, y notó con sorpresa que ni era viejo, ni feo, ni tenía enmarañado el pelo,
ni sucias las manos, según suelen los mendigos; en cuanto a edad, representaba
unos treinta años a lo sumo, y su rostro oval y su cabellera rubia, partida y
flotante en bucles, eran de admirable belleza.
Sonreía dulcemente,
y Eudoro le sirvió con reverencia, no atreviéndose a sentarse hasta que se lo
ordenó el pobre. Comieron en silencio; pero Eudoro experimentaba un bienestar
inexplicable, y parecíale tan suave el yugo de la vida y tan ligera la carga de
todos sus dolores pasados, que su corazón, inundado de gozo, se quería derramar
en un llanto más refrigerante que el rocío de la mañana.
Así que hubo
saciado el hambre, el mendigo, tomando el pan que estaba sobre la mesa, lo
partió y ofreció la mitad a Eudoro. Y al ejecutar tan sencilla acción, Eudoro
advirtió una imperceptible claridad que, naciendo en las sienes, rodeaba toda
la cabeza del mendigo y jugaba en sus cabellos, como el sol juega en el irisado
plumaje de un pájaro.
Eudoro se
levantó con ímpetu irresistible, y postrándose rostro contra el suelo, vino a
besar y a empapar de lágrimas los pies del mendigo, conociendo que era Cristo,
Hijo de Dios, y que, en aquella noche venturosa, por fin se había aproximado el
cielo a la tierra.
Cristo le miraba
amorosamente, fijando en él los grandes y meditabundos ojos. Y como Eudoro se
confundiese en protestas de humildad, preguntando por qué se había dignado el
Señor visitar aquella casa, respondió lentamente:
-Yo vago siempre
por las calles. Cada noche quiero cenar con el que durante el día haya vuelto
bien por mal y perdonado de todo corazón a su enemigo. ¡Por eso me acuesto sin
cenar tantas noches!
«El Liberal», 8 de septiembre de
1893.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario