Érase un hombre a quien le daba
malísimos ratos su cabeza, hasta el extremo de hacerle la vida imposible. Tan
pronto jaquecas nerviosas, en que no parecía sino que iba a estallar la caja
del cráneo, como aturdimientos, mareos y zumbidos, cual si las olas del Océano
se le hubiesen metido entre los parietales. Ya experimentaba la aguda sensación
de un clavo que le barrenaba los sesos -y el clavo no era sino idea fija, terca
y profunda, ya notaba el rodar, ir y venir de bolitas de plomo que chocaban
entre sí, haciendo retemblar la bóveda craneana y las bolitas de plomo se
reducían a dudas, cavilaciones y agitados pensamientos.
Otras veces, en aquella maldita
cabeza sucedían cosas más desa-gradables aún. Poblábase toda ella de imágenes
vivas y rientes o melancólicas y terribles, y era cual si brotase en la masa
cerebral un jardín de pintorreadas flores, o como la serie de cuadros de un
calidoscopio. Recuerdos de lo pasado y horizontes de lo venidero, ritornelos de felicidades que hacían
llorar y esperanzas de bienes que hacían sufrir, perspectivas y lontananzas
azules y diamantinas, o envueltas en brumas tenebrosas, se aparecían al dueño
de la cabeza destornillada, quemándole la sangre y sometiéndole a una serie de
emociones y sobresaltos que no le dejaban vivir, porque le traían fatigado y
caviloso entre las reminiscencias del ayer y las probabilidades inciertas del
mañana.
No se conformaba con esto la pícara
cabeza, pues también había dado en la manía de consagrarse a la investigación
de la verdad y de los orígenes de las cosas, y andaba vuelta tarumba con el
problema del conocimiento, el sujeto y el objeto, la apariencia y la
substancia, el fenómeno y el noúmeno y otras cuestiones baldías, que
recalentaban al rojo blanco aquel pobre meollo, emperrado en dar vueltas, lo
mismo que una devanadera, alrededor de enigmas que hasta la presente no se sabe
que hayan encontrado solución satisfactoria. ¿Qué se entiende por libertad
humana? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué significa la palabra querer? ¿Qué la cosa en sí? ¿Qué papel desempeña ante
la percepción exterior la voluntad? ¿En qué consiste un hecho primordial metafísico? Al profundizar tan arduos qués, la cabeza latía queriendo
romperse, los sesos echaban humo a modo de cabecera donde hierve el agua, y la
sustancia gris, o lo que fuese, soltaba lumbres fosfóricas. El dueño de la
cabeza enloquecía.
Nadie me negará que en casos
semejantes urge ponerse en cura. Así lo decidió mi héroe, y se propuso
consultar a todos los médicos de fama, hasta que alguno acertase a devolverle
la tranquilidad y la salud.
El primer doctor a quien vio,
levantando delicadamente el casquete del meollo, comprobó que todo el cerebro
se encontraba en un estado de sobreexcitación y actividad febril, y que en eso
consistía el padecimiento. La cabeza vivía con exceso, funcionaba de sobra, y
el doctor, aplicando medica-mentos emolientes, logró que sobreviniese por
algunos días un estado de soñolencia y modorra que hizo al paciente muchísimo
bien. No obstante, pareciéndole que el método de aquel doctor era sólo un
paliativo, quiso recurrir a otros más radicales, que atacasen la enfermedad de
frente.
Dirigiose, pues, a un célebre
operador, que, registrando los sesos al microscopio, declaró que había encontrado
medio seguro de combatir el mal, y en un santiamén practicó la ablación de la
potencia imaginativa o fantasía. No más ensueños, no más poéticas figuraciones
que unas veces se envolvían en grises tules de tristeza y otras revestían los
radiantes colores del arco iris; no más palacios de jaspe y oro, no más
monstruos y endriagos, no más pájaros azules, no más mariposas, no más
nostalgias, no más quimeras... Y al apagarse los fuegos artificiales de la
imaginación, el enfermo se quedó al pronto sosegado y lleno de bienestar, como
el que huyendo de la luz y del ruido se recoge a un aposento retirado, oscuro y
silencioso. Pero no tardó en notar que la cabeza continuaba descompuesta, por
lo cual se dirigió a casa de otro doctor elogiado en todas las revistas científicas.
Lo mismo que su antecesor, practicó
un registro en la sesera, manejó la lente, miró y remiró... y vino a decir que
su colega la había errado de medio a medio, y que no eran la dorada fantasía ni
la plástica y creadora imaginación lo que debía suprimirse para evitar tales
daños, pues allí sólo estorbaba la razón ergotista y puntiaguda, atirantando
todas las fibras de la masa encefálica y causando torsiones, dolores crueles.
Sin encomendarse a Dios ni al diablo, sacando de su estuche instrumentos sutiles
como pelos, practicó la extirpación de la razón y de la facultad discursiva, y
el enfermo se encontró en la gloria, libre del ímprobo trabajo de raciocinar.
Lo malo fue que pasado algún tiempo
remanecieron las molestias. Otra vez la cabeza en ebullición, y el dueño,
desesperado. Ya sólo le quedaba por visitar el gabinete de un médico, quizás el
más ilustre de los cuatro, que a la habilidad del cirujano reunía la
inteligencia del pensador; y a él acudió llorando el de la cabeza desbaratada,
pidiendo que de una vez le arreglasen aquella mala saboneta que no regía.
El doctor practicó su inevitable
reconocimiento, y tuvo su meneo de cabeza, y fruncimiento de cejas, y desdeñosa
sonrisilla, inevitables también. Desenvainando los no menos infalibles chirimbolos
de bruñido acero, exclamó que de poco servía haber eliminado la imaginación y la razón, en verdad
funestísimas, si dejaban persistir sus huellas y la reminiscencia de sus
funciones en la maldita memoria,
causa de todas nuestras penas y berrinches. Y añadiendo que ahora sí que el
enfermo de la cabeza iba a quedar descansado, le rebañó diestra y rápidamente
la memoria: lo único que le estorbaba.
Desde entonces, la cabeza fue una
delicia. Ni volvió a doler, ni a calentarse, ni a perturbarse, ni a decir aquí
me tienes: como que estaba hueca, vacía, limpia del todo. Al ex enfermo le
pusieron de mote el idiota;
pero él, tendido al sol, respirando el aire puro, durmiendo a ratos,
dirigiendo, vegetando, era feliz.
El Imparcial, 26 de marzo 1894
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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