Elisa fue una
mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada
por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que
para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y
pasar en su compañía veinticuatro horas de tren... Después sucedió lo de
costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los
quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy
digna, en opinión de las personas sensatas.
Ellos no se
habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera
que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su
condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas
al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que
Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y
esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo
contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario
tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo
aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas
maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del
casamiento.
La familia de
Elisa tomó muy a pecho el escándalo, por lo mismo que eran gente conocida, bien
relacionada, preciada y correcta, intransigente en cuestiones de moralidad exterior.
Hubo en la casa uno de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en
que hasta los criados andan mohínos; períodos que a las personas entradas en
edad les cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se
avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron a salir
a la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fue preciso sacarla de
Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de
Elisa sin suspirar, como cuando se nombra a los que fallecieron. El padre
extremó el procedimiento: cerróse a la banda y no nombró a Elisa ya nunca. Si
le preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí»,
añadía, crispando los labios.
Unida ya Elisa
con el que había elegido se propuso ser intachable y perfecta en todo para
rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita que Elisa, ni casa
mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor abnegación prescindiese de
sí propia y se eclipsase más modestamente en la sombra del hogar. Como al fin
tenía pocos años y a veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil,
cuando veía a otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir a bailes y fiestas
y sonreír al espejo, y ella se quedaba recluida y en bata casera, decía para
sí: «Bueno pero esas no se escaparon con su marido antes de la boda.» Y aunque
supiese que se escapaban después..., o cosa análoga..., con otros, siempre
persistía en tenerlas por de mejor condición.
Hasta tal punto
se consideró obligada a prestar fianza de su conducta, que nunca salió sola ni
consintió recibir una visita estando ausente su marido. A los hombres, fuesen
jóvenes o viejos, les hablaba fría y desabridamente, cortando en seguida la
conversación. Su traje era oscuro, subido hasta las orejas, y su peinado,
estudiadamente sencillo y sin coquetería. Aficionada a las esencias y aguas de
tocador, las suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien,
ni ha de oler mal ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien fue
su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca por aquello de la
escapatoria...
Pasada la corta
luna de miel, Adolfo comenzó a distraerse, y so color de política, se
acostumbró a retirarse tarde, a pasarse los días fuera, sin venir ni a comer.
Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le quería con toda su
alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, a quien todo lo había
sacrificado.
Un día,
registrando el ropero de su marido para limpiar o arreglar la ropa, encontró
traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca... El dolor fue tan
agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días sin querer comer y
con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo, se levantó y siguió
viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡Le podían tapar la boca a
las primeras palabras! ¡Y si salía a relucir lo de la fuga!
Vinieron hijos,
un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso de la crianza, no
intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de la madre digna y
altiva que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos se habituaron a que
«no mandaba mamá».
En cuanto a la
hacienda, ya se infiere que la regía única y exclusivamente Adolfo, y Elisa no
se hubiese arrojado a gastar cincuenta pesetas en nada extraordinario sin la
venia necesaria. Muerto el padre de Elisa recogida la legítima, todavía pingue,
aunque mermada por el enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la
mayor parte a sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones
duras y alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado o
punto menos.
La salud de
Elisa se resistió: los médicos hablaron de lesiones al corazón, que degeneraban
en hidropesía. Como la enferma se agravase, pidió confesor, y por centésima vez
se acusó de su delito: la escapatoria fatal. El confesor le mandó que se
acusase de pecados de la vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los
ya perdonados y absueltos. Mas la absolución del Cielo no bastaba a Elisa: ya
se sabe que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan
ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está, sobre la frente, hasta la
última hora del vivir.
Con los ojos
vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y así que le vio a su
cabecera, echándose los brazos al cuello murmuró a su oído: «Alma mía, mi bien:
ya sé que no tengo derecho ninguno a pedirte que... que no te vuelvas a
casar..., ¡pero al menos.... mira, en esta hora solemne..., perdó-name de veras
aquello.... y no me olvides así..., tan pronto.... tan pronto.
Adolfo no
contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla... Y la
culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, expiro contenta.
«El Liberal», 25 septiembre 1893
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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