Alberto
Miravalle, excelente muchacho, no tenía más que un defecto: creía que todas las
mujeres se morían por él.
De tal
convencimiento, nacido de varias conquistas del género fácil, resultaba para
Alberto una sensación constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tenía la
ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la
leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolvía. Él no notaba
ni las solapadas burlas de sus amigos en el círculo y en el café, ni las
flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habían
dejado de serlo.
Dada su olímpica
presunción, Alberto no extrañó recibir por el correo interior una carta sin
notables faltas de ortografía, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases
apasionadas se le rendía una mujer. La dama desconocida se quejaba de que
Alberto no se había fijado en ella, y también daba a entender que, una vez
puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba
el mayor sigilo, y añadía que la señal de admitir el amor que le brindaba sería
que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas
iniciales convenidas.
Al pronto, lo
repito, Alberto encontró lo más natural... Después -por entera que fuese su
infatuación-, sintió atisbos de recelo. ¿No sería una encerrona para robarle?
Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una
calle sospechosa, con no ir... La precaución de la devolución del autógrafo
indicaba ser realmente una señora la que escribía, pues trataba de no dejar
pruebas en manos del afortunado mortal.
Otra segunda
epístola fijaba ya el día y la hora, y daba señas de calle y número. Era
preciso devolverla como la primera. Se encargaba una puntualidad estricta, y se
advertía que, llegando exactamente a la hora señalada, encontraría abiertos
portón y puerta del piso. Se rogaba que se cerrase al entrar, y acompañaban a
las instrucciones protestas y finezas de lo más derretido.
Nada tan fácil
como enterarse de quién era la bella citadora, conociendo ya su dirección. Y,
en efecto, Alberto, después de restituir puntualmente la epístola, dio en
rondar la casa, en preguntar con maña en algunas tiendas. Y supo que en el piso
entresuelo habitaba una viuda, joven aún, de trapío, aficionada a lucir trajes
y joyas, pero no tachada en su reputación. Eran excelentes las noticias, y
Alberto empezó a fantasear felicidades.
Cuando llegó el
día señalado, radiante de vanidad, aliñado como una pera en dulce, se dirigió a
la casa, tomando mil precauciones, despidiendo el coche de punto en una calleja
algo distante, recatándose la cara con el cuello del abrigo de esclavina, y
buscando la sombra de los árboles para ocultarse mejor. Porque conviene decir,
en honra de Alberto, que todo lo que tenía de presumido lo tenía de caballero
también, y si se preciaba de irresistible, era un muerto en la reserva, y no
pregonaba jamás, ni aun en la mayor confianza, escritos ni nombres. No faltaba
quien creyese que era cálculo hábil para aumentar con el misterio el realce de
sus conquistas.
No sin emoción
llegó Alberto a la puerta de la casa... Parecía cerrada; pero un leve empujón
demostró lo contrario. El sereno, que rondaba por allí, miró con curiosidad recelosa
a aquel señorito que no reclamaba sus servicios. Alberto se deslizó en el
portal, y, de paso, cerró. Subió la escalera del entresuelo: la puerta del piso
estaba arrimada igualmente. En la antesala, alfombrada, oscuridad profunda.
Encendió un fósforo y buscó la llave de la luz eléctrica. La vivienda parecía
encantada: no se oía ni el más leve ruido. Al dar luz Alberto pudo notar que
los muebles eran ricos y flamantes. Adelantó hasta una sala, amueblada de
damasco amarillo, llena de bibelots y de jarrones con plantas. En un
ángulo revestía el piano un paño antiguo, bordado de oro. Tan extraño silencio,
y el no ver persona humana, fueron motivos para oprimir vagamente el corazón de
nuestro Don Juan. Un momento se detuvo, dudando si volver atrás y no proseguir
la aventura.
Al fin, dio más
luces y avanzó hacia el gabinete, todo sedas, almohadones y butaquitas; pero
igualmente desierto. Y después de vacilar otro poco, se decidió y alzó con
cuidado el cortinaje de la alcoba de columnas... Se quedó paralizado. Un
temblor de espanto le sobrecogió. En el suelo yacía una mujer muerta, caída al
pie de la cama. Sobre su rostro amoratado, el pelo, suelto, tendía un velo
espeso de sombra. Los muebles habían sido violentados: estaban abiertos y
esparcidos los cajones.
Alberto no podía
gritar, ni moverse siquiera. La habitación le daba vueltas, los oídos le
zumbaban, las piernas eran de algodón, sudaba frío. Al fin echó a correr;
salió, bajó las escaleras; llegó al portal... Pero ¿quién le abría? No tenía
llave... Esperó tembloroso, suponiendo que alguien entraría o saldría.
Transcurrieron minutos. Cuando el sereno dio entrada a un inquilino, un señor
muy enfundado en pieles, la luz de la linterna dio de lleno a Alberto en la
cara, y tal estaba de demudado, que el vigilante le clavó el mirar, con mayor
desconfianza que antes. Pero Alberto no pensaba sino en huir del sitio maldito,
y su precipitación en escapar, empujando al sereno que no se apartaba, fue
nuevo y ya grave motivo de sospecha.
A la tarde
siguiente, después de horas de esas que hacen encanecer el pelo, Alberto fue
detenido en su domicilio... Todo le acusaba: sus paseos alrededor de la casa de
la víctima, el haber dejado tan lejos el «simón», su fuga, su alteración, su
voz temblona, sus ojos de loco... Mil protestas de inocencia no impidieron que
la detención se elevase a prisión, sin que se le admitiese la fianza para
quedar en libertad provisional. La opinión, extraviada por algunos periódicos
que vieron en el asunto un drama pasional, estaba contra el señorito
galanteador y vicioso.
-¿Cómo se
explica usted esta desventura mía? -preguntó Alberto a su abogado, en una
conversación confidencial.
-Yo tengo mi
explicación -respondió él; falta que el Tribunal la admita. Vea lo que yo
supongo, es sencillo: para mí, y perdóneme su memoria, la infeliz señora
recibía a alguien..., a alguien que debe ser mozo de cuenta, profesional del
delito y del crimen. El día de autos, desde el anochecer, la víctima envió
fuera a su doncella, dándole permiso para comer con unos parientes y asistir a
un baile de organillo. El asesino entró al oscurecer. Él era quien escribía a
usted, quien le fijó la hora y quien, precavido, exigió la devolución de las
cartas, para que usted no poseyese ningún testimonio favorable. Cuando usted entró,
el asesino se ocultó o en el descanso de la escalera, o en habitaciones
interiores de la casa. A la mañana siguiente, al abrirse la puerta de la calle,
salió sin que nadie pudiese verle. Se llevaba su botín: joyas y dinero. ¿Qué
más? Es un supercriminal que ha sabido encontrar un sustituto ante la Justicia.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 48, 1909.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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