Invierno.
Después de un día corto, lluvioso y triste, la noche es clara, de luna; la
helada prende en sus cristales, resbaladizos y brillantes como espejos, el agua
de la charcas y ciénagas, y en la ladera más abrupta de la montaña se oye el oubear
del lobo hambriento. Dentro de la casucha del rueiro humilde, la llama
de la ramalla de pino derrama la dulce tibieza de sus efluvios resinosos, y el
glu-glu del pote conforta el estómago engañando la necesidad, pues el pobre
caldo de berzas sólo mantiene porque abriga.
Desviada de la
aldea por el soto de altos castaños, próxima a la iglesia y al cementerio, la
ruin casuca de la vieja señora Claudia -alias Cometerra, porque en sus
juventudes mascaba a puñados la arcilla del monte Couto-también siente el
bienestar del cariñoso fuego. Todo el día, calándose hasta las médulas, ha
trabajado su nieto Caridad, y el brazado de ramalla y la leña todavía húmeda y
la hierba que rumia la becerrita roja él se las ha agenciado... No preguntéis
dónde. Quien no tiene bosque ni pradería suya, ha de merodear por tierras de
otro. ¿Qué señor le arrienda un lugar a un mocoso de quince años, hijo de un
presidiario muerto en Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas, casado y de
buena casta. ¡Valiente adquisición la de aquella bruja que pedía por las
puertas una espiga de maíz o una corteza mohosa, y la de aquel galopín, que no
dejaba en los términos de la parroquia cosa a vida! También hay clases en la
aldea... Y los hijos de dos o tres labradores de los más acomodados, de pan y
puerco, se la tenían jurada a Caridad. Porque puede pasar el esquilmo de la
rama y del tojo, y hasta el apañar hierba en linderos que no tienen dueño; pero
arrancar la patata ya en sazón o desvalijar un panel del hórreo... eso son
palabras mayores, y como le pillasen..., ¡guarda el escarmiento!
Caridad, entre
tanto, traía a casa bien repleto su «paje» de mimbres. Aquel día formaban el
botín golpe de castañas maduras, bellotas y, ¡presa extra-ordinaria!, tres o
cuatro hermosos huevos frescales... Cuando tenía suerte en su caza de víveres,
¡la abuela le pagaba tan bien! Inagotable repertorio de consejas, tradiciones y
patrañas, Cometerra, acurrucada en el rincón del lar, mientras con mano
temblona pelaba las patatas o desgranaba las espigas, rubias, hablaba, narraba,
ensartaba sus cuentos de mil mentiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las
historias de la abuela eran a la vez su única escuela y su único teatro, el
pasto de su imaginación virgen, fresca, insaciable, de chiquillo que no sabe
leer, y que presiente la novela y la poesía, identificándolas, en su
ignorancia, con la vida y la realidad.
Tal vez en aquel
precoz enfermizo desarrollo de la fantasía influyese el mismo aislamiento a que
le condenaban sus menudos latrocinios y la azarosa suerte y las fechorías de su
padre. Es lo cierto que Caridad creía a puño cerrado..., ¿qué es creer?,
«veía». El mundo triste y agorero de la vieja mitología galaica le rodeaba a
todas horas. El miedo a lo desconocido encogía su alma y derramaba hielo de
mortal pavor en sus venas, atrayéndole, sin embargo, con misterioso atractivo,
llamándole. Temía y deseaba la aparición sobrenatural, y mientras sus manos,
mecánicamente, cogían lo ajeno, su espíritu inculto sentía el escalofrío del
mundo invisible que nos rodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en los
murmullos del bosque y en el fluyente llanto de agua...
Esta noche de
invierno, cercana ya la vigilia de los difuntos, Cometerra explica a su
nieto lo que es la «Compaña» o «Hueste». Es una legión de muertos que, dejando
sus sepulturas, llevando cada cual en la descarnada mano un cirio, cruzan la
montaña, allá a lo lejos, visibles sólo por la vaga blancura de los sudarios y
por el pálido reflejo del cirio desfalleciente. ¡Ay del que ve la «Compaña»!
¡Ay del que pisa la tierra en que se proyecta su sombra! Si no se muere en el
acto la vida se le secará para siempre a modo de hierba que cortó la fouce.
Quebrantando, sin fuerzas, tocado de extraño, mal contra el cual no existen
remedios, irá encaminándose poco a poco a la cueva, porque la «Hueste» recluta
así a los que encuentra en el camino, los alista en sus filas, refuerza su
ejército de espectros... ¡Infeliz del que ve la «Compaña»!...
En su pobre y
frío lecho de hojas de maíz, Caridad se revuelve pensando en la fúnebre
procesión. El fuego del lar se ha extinguido; la abuela ronca acurrucada a
pocos pasos; se escucha fuera el gañir del lobo y la queja casi humana del
mochuelo... La tentación es demasiado fuerte. De seguro que a estas horas desfila
por el monte, en doble hilera de luces, la gente del otro mundo. ¡Verla!
Caridad no se acuerda que verla es morir. Quizá no le importa. El apego a la
vida no nace temprano; el arbolillo sin raíces no se agarra a la corteza
terrestre. El miedo, en Caridad, es como un espasmo: su alma estremecida teme y
desea a la vez. Y deslizándose de la dura cama, a tientas va hacia la puerta,
abre el cancel, se asoma y mira.
Velada la luna,
antes esplendente, por nubarrones de trágica forma, negrísimos, los objetos
aparecen confusos, las manchas de la arboleda se pierden entre la turbieza gris
de la lejanía. Caridad, tiritando, echa a andar en dirección a la iglesia. Sin
darse cuenta del porqué, supone que la «Hueste» ronda las tapias del
cementerio. Lo singular es que, al ir en busca de la procesión de las almas, el
chiquillo tiembla, sus dientes castañean, sus pupilas se dilatan, su sangre se
cuaja, su corazón por momentos cesa de latir. Y, sin embargo, anda, anda,
fascinado; ansioso, pisando la escarcha con descalzos pies, amoratados y
rígidos. Allá donde se alza el muro del camposanto, una claridad difusa, unos
campos de luz verdosa le llaman con palpitaciones de mortaja flotante y, con
humaradas de cirio que se extingue. Allí está de seguro la «Hueste»... Ya cree
verla, verla distintamente, y hasta escucha reprimidos sollozos, ahogados
gritos que pueden confundirse con la ironía de la carcajada brutal... Sin
transición, sin espacio a decir Jesús, a llamar a su madre como la llaman los
heridos de muerte. Caridad se desploma. A un mismo tiempo le ha partido la
cabeza un garrotazo y le ha abierto la garganta el corvo filo de una céltica bisarma,
que a la vez que desagüella sujeta a la víctima. La sangre, caliente, se
coagula sobre la helada superficie del terruño. Los mozos se retiran, dejando
tieso allí al ladronzuelo, y murmurando, serios ya, porque no habían pensado ir
tan lejos, ni hubiesen ido a no mediar el mosto nuevo y la vieja «caña»:
«Blanco y Negro», núm. 505, 1901.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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