Acabo de verla,
tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos
reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una
de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo,
la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente
como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se
descompone en la superficie de la tierra labradía.
Era una mendiga,
la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así.
Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el
cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí
estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol
tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la
carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno
de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que
en el país suelen llamarse de familia.
Raro es el
mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de
libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los
semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta
los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco
espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la
encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como
el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le
persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de
ochenta años y no tenía ojos.
Digo que no
tenía ojos y no a secas que era ciega, porque en el sitio donde los ojos se
abrirían allá en las olvidadas juventudes, sólo se veían dos encarnizados
huecos. ¿Qué tragedia o qué horrible padecimiento recordaban aquellas cuencas
vacías, que el cristalino globo anima aún apagado? Jamás se lo preguntamos, ni
probablemente nadie lo quiso saber. No agradaba mirar de cerca los agujeros
rojos que el pañuelo de algodón cubría, disimulando también en lo posible el
resto de la cara; plegada por mil arrugas y bajo cuyo pergamino, endurecido,
recurtido por las influencias del aire libre, se adivinaba exactamente la forma
de la calavera. Las manos, siempre extendidas, eran un haz de sarmientos, y
negruzcas, temblonas, ya no aferraban el paraguas; éste se sostenía por medio
de uno de estos puerilmente ingeniosos aparatos que sólo la pobreza discurre, y
que hacen sonreír como las invenciones de los salvajes... El cuerpo carecía de
forma; ¿quién adivina lo que envolvían tres o cuatro refajones de bayeta, una
compacta trapería de colores muertos, secos, que, en agosto, igual que en
enero, cubrían a la mendiga de la encrucijada?
Pasábase las
horas silenciosas, aguzando el oído, que a larga distancia percibía los
cascabeles de los coches y el trote de los caballos. Se necesitaba gran
destreza para arrojarle una moneda que recibiese, y lo más acertado era tomar
la resolución de apearse y colocársela en la mano. Si la moneda caía entre el
polvo o en las zarzas, perdida para la mendiga infaliblemente. La aprovecharían
los golfitos de aldea, que siempre están traveseando en la carretera, a fin de
agarrarse a la zaga de los carruajes y disfrutar del inefable placer de ir
quince minutos en la posición más violenta, para que los cocheros los apeen de
un trallazo. Estos gorriones solían comerse el grano de trigo ofrecido a la
mendiga, a no ser que, viéndolos sus madres, les gritasen indignadas, prontas
al estregón de orejas:
La mal pecada,
por su parte, no reclamaba nunca. Al percibir que le echaban limosna, que la
recogiese o no en el hueco de su regazo, daba las gracias lo mismo, con
interminable retahíla de bendiciones y plegarias en que salían a relucir
Nuestra Señora, los angelitos del cielo, el bienaventurado Santiago Apóstol, el
Santísimo Sacramento del altar, las nobles almas que se compadecen de los
desdichados, los caballeros generosos, toda la retórica de la pordiosería
aldeana. Yo no sé por qué esta retórica, en la desdentada boca oscura, sonaba
con sinceridad humilde, y la indiferencia ante la moneda, olvidada muchas veces
entre el polvo del camino, daba mayor fuerza a la presunción de que la mendiga
era verdaderamente una pobre de Cristo..., un ser que cree con toda su alma que
el que pasa y le arroja una mísera suma es alguien que realiza nada menos que una
obra de caridad...
La hubiésemos
sorprendido mucho; hubiésemos escandalizado su espíritu, su manso espíritu de
vejezuela desvalida, si le dijésemos: «¡No somos caritativos; somos egoístas
feroces! ¡Porque tú pides y porque te damos una mezquindad, ya creemos
sancionado el hecho, que debiera ser inaudito, de que una mujer ciega, de más
de ochenta años, esté como tú estás abandonada, desechada en la cuneta del
camino, sin lazarillo, sin un perro siquiera! ¡Ya creemos legítimos pasar con
tilinteo de cascabeles, con golpeteo de cascos de caballos, entre remolinos de
polvo, y dejarte ahí, lo mismo que si fueses un enmohecido pedrusco, sin saber
adónde te recogerás cuando salga la luna, qué reparo aguarda tu débil estómago
aterido de frío, qué manta cubrirá tus áridos huesos! ¡Y todavía nos lanzas
bendiciones y te deshaces en manifestaciones de gratitud! ¡Todavía tu acento,
que parece balido de oveja, nos sigue y nos acompaña y resuena hasta que
transponemos los vetustos castaños, los que acaso te vieron bailar, mocita, a
su sombra!».
Por eso la
desaparición de la malpocada, a quien sustituye la tosca negra cruz, tuvo para
mí no sé qué de trágico, algo que removió cenizas y ascuas de sentimiento...
confuso, dormido, pero capaz de despertarse y de convertirse en la infinita
piedad suscitada por el espectáculo del infinito dolor. Acabábamos de dejar
atrás los corpulentos castaños; el sol declinaba, encendiendo al soslayo, con
toques y vislumbres de cobre limpio, el pelaje de las vacas y los recentales
juguetones que aguijoneaba un aldeano, de retorno sin duda de la feria. El
aroma penetrante y ambiguo de la flor del saúco se confundía con el olor
insulso del polvo removido por las pezuñas del ganado. Un automóvil amarillo
cruzó como alma que el diablo lleva, soltando vahos de gasolina. ¡Un automóvil!
¡Si viviese aún la mal pecada! ¡Cómo pedir limosna a quien vuela en automóvil!
Y la cruz negra,
de repente, la cruz que me había comprimido el pecho, me pareció consoladora,
buena. Era otra súplica de la ciega... «Por amor de Dios..., acordaos todavía
de mí, rezad». Y, entre el silencio campestre, alto y religioso, que había
sucedido al paso de la máquina endemoniada y el correteo de los becerrillos
desmandados de susto, se me representó otra vez la mendiga, en pie, al lado de
la cruz negra. Las cuencas de sus ojos ya no estaban vacías: en ellas brillaban
unas pupilas azules, espléndidas, con limpidez de zafiro. Su vestimenta era
blanca; y alrededor de su cuerpo derecho, casi gallardo, clareaba un halo de
luz, los oros en fusión del poniente y la plata que vierte la luna nueva...
Y si no
existiese esa región misteriosa donde te han engastado otra vez los ojos en las
órbitas y donde tus andrajos son blancuras, ¿qué excusa, qué explicación
tendría para ti este mundo, vejezuela, cuyo monumento es esa negra cruz
desbastada a hachazos por un carpintero de aldea, y que el próximo invierno
pudrirán las lluvias?
«Blanco y Negro», núm. 603, 1902.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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