-¿Han leído
ustedes a Selgas? -preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis
Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse.
¿Han leído a Selgas?
Los que formábamos
peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones,
movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado
el sol por la puerta»... Nombre casi borrado ya...
-Pues era
ingenioso -declaró la vuidita, y a mí me divertía muchísimo... En no sé que
libro suyo -las citas exactas, allá para sabihondos- sienta una teoría
sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le
fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el
mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de
nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados
siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese
capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir... Se le olvidó decir que
sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta... Y el
caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que
escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.
Esta afirmación
de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento
masculino en la peñita.
-No hay que
amontonarse -exclamó la señora intrépidamente. Los hombres que aciertan,
aciertan como «el consabido» de la fábula...: por casualidad. Y, si no..., a la
prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de
estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz
eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal
masculina..., que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo... Ahí va la
de hoy.
Cuando perdí a
mi marido tuve que vivir varios años en una capital de provincia, desenredando
asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos. Ya saben ustedes que no soy
huraña y, pasado el luto, aproveché las contadas ocasiones de ver gente que se
ofrecían allí. Había una sociedad de recreo que daba en Carnaval dos o tres
bailes de máscaras, y me gustaba ir a sentarme en un palco acompañada de varias
amigas y amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los
disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, en el
hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la
mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen mucho las
diferencias entre estas clases sociales, porque las artesanas de M*** se
visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire fino. La Junta directiva sólo excluía
rigurosamente a las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el
espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó a
esparcirse la voz de que estaba en el baile enmascarada y del brazo de un
socio, la célebre Natalia, por otro nombre la Bicha (la Culebra ); le daban
este apodo por su fama de mala y engañadora o, según otros, porque tenía la
cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro
negro; señas de cuya exactitud pudimos cercionarnos todos, como verán ustedes.
Al saberse la
noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente de la Sociedad , señor viudo,
acaudalado y respetable, padre de una niña preciosa que yo me llevaba a casa
por las tardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el
presidente se agitaba en el asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para
bajar a cumplir su deber de expulsar a la intrusa. Comprenderán ustedes que no
existe deber más penoso: ir a darle en público un bofetón a una mujer.... ¡sea
cual sea! Todos seguíamos con los ojos a la máscara sospechosa, y la
indignación fermentaba. Abandonada desde el primer runrún por el socio que la
introdujo, y que se dio prisa a desaparecer; asaltada por unos cuantos
mozalbetes, que la asaeteaban con insolentes pullas y dicharachos; aislada a la
vez en un espacio libre -porque todas las demás mujeres se apartaban, la Culebra , apretando
contra el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de «beata»,
como para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los
palcos, en actitud de fiera a quien acosan. Por fin, el presidente se decidió
y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos
aparecer en el salón y dirigirse a donde estaba la Culebra. A las
frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se
desviaron, dejando sola a la mujer, y ésta, con un movimiento de soberbia que
remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la
careta de raso negro, echó atrás el manto y, descubierta la cabeza, erguido el
cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente, primero;
después, circularmente, a todo el concurso; a las señoras, a las señoritas, que
volvían la cara, ruvorizándose; a los hombres, que cuchicheaban y se reían... Y
despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada, que se
estremecía a su contacto, y todavía desde la puerta, volviéndose, disparó el
venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al presidente, que
accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y de señores
que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy exaltado, volvía al
palco el buen señor, y al acompañarme, a la salida, todavía hablaba del descoco
de la pájara, refiriéndonos, con el recato posible, su vida y milagros, capaces,
ciertamente, de poner colorada a una estatua de piedra.
A la vuelta de
cinco meses, cuando a las frioleras diversiones del Carnaval reemplazan los
idílicos goces de las jiras y de las campestres romerías, empezó a susurrarse
en M*** que el presidente de la Sociedad Centro de Amigos, el honrado y formal
don Mariano Subleiras, con sus cincuenta del pico, su viudez y su niña
encantadora, pasaba a segundas nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con
quién?... ¡Con la propia Natalia, la
Bicha , la prójima echada del baile! Al oírlo, sepan
ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy
pesimista... Digan lo que quieran. ¡El caso es que yo en seguida creí
firmemente que era gran verdad eso que a todos les parecía el colmo de lo
absurdo! «Pero ¿no se acuerda usted? -me objetaban-. Pero ¡si fue él mismo
quien la puso de patitas...» «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo,
dejándolos con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con
la boda dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía
la pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me
decidí a meterme donde no me llamaban y a hacer a don Mariano el siempre
inoportuno regalo del buen consejo... Le llamé a capítulo, le prediqué un
sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me
puse muy hueca cuando, al terminar mi plática, don Mariano, al parecer
conmovido, murmuró, aplicando el pico del pañuelo a los ojos: «Prometo a usted
que no me casaré con la
Natalia.. .».
-No señores...
No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una palabra inquebrantable...,
estaba ya casado... secretamente!
Hubo en el grupo
exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba de
observador, pronunció con énfasis:
-Lo que a mí me
preocupó mucho entonces -prosiguió la señora fue averiguar cómo se las había
compuesto la lagarta para hacer presa en don Mariano. Su móvil era patente: una
venganza que eriza el pelo... Pero ¿de qué medios se había valido? Cuando fue
expulsada del baile, don Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable
reputación... Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre
niña, pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted a decir que es «muy
humano», amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece que la Bicha se presentó en
casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos
desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje; reparación.... ¿cómo diré
yo?, una reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la
consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y a punto de
muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese importado; pero de
usted.... vamos, de usted.... un señor tan digno, un señor tan virtuoso...»,
dicen que silbaba la
Culebra , empezando insensiblemente a enroscarse... De
aquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter o vinagre, al abanicamiento con
un periódico, a contar una larga historia, a ser escuchada y compadecida,
visitada después, a enlazar con el primer anillo, a deslizarse, a abrazar ya
con las roscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo.... el camino ni
es largo ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la Bicha.. ..
hasta llegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval,
don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fue la primera
vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos solo a don
Mariano; a ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal suerte, que al
salir de casa, le dejaba encerrado...
«El Liberal», 22 agosto 1897.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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