Siempre la había
visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a veces se entretenía en
acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible averiguar lo que encerraba
aquella caja de filigrana de oro con esmaltes finísimos, porque apenas
intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo escondía precipitada y
nerviosamente en los bolsillos de la bata, o en lugares todavía más recónditos,
dentro del seno, haciéndola así inaccesible.
Y cuanto más la
ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo que la caja contenía.
¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo?
¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna de estas cosas tan
inofensivas, ¿a qué venía la ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca,
pelo? Imposible: tales prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian
mucho más lejos: o descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire
bien cerrado, bien seguro... No eran despojos de amorosa historia los que
dormían en la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y
volutas de verde ojiacanto.
Califiquen como
gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una historia, tal vez a
una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera,
entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es que la cajita me volvía
tarumba, y agotados los medios legales, puse en juego los ilícitos, y
heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de la dueña, cuando sólo lo estaba
de la cajita de oro; cortejé en apariencia a una mujer, cuando sólo cortejaba a
un secreto; hice como si persiguiese la dicha... cuando sólo perseguía la
satisfacción de la curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si
la victoria realmente me importase, me la concedió..., por lo mismo que al
concedérmela me echaba encima un remordimiento.
No obstante,
después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto entrega la voluntad
rendida, defendía aún, con invencible obstinación, el misterio de la cajita de
oro. Desplegando zalameras coqueterías o repentinas y melancólicas reservas;
discutiendo o bromeando, apurando los ardides de la ternura o las amenazas del
desamor, suplicante o enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en
negarse a que me enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto
existiese la prueba de algún crimen.
Repugnábame
emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y además, exaltado ya mi
amor propio (a falta de otra exaltación más dulce y profunda), quise deber al
cariño y sólo al cariño de la hermosa la clave del enigma. Insistí, me
sobrepujé a mí mismo, desplegué todos los recursos, y como el artista que
cultiva por medio de las reglas la inspiración, llegué a tal grado de maestría
en la comedia del sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que
algunas fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita
encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma de
aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello los
brazos y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó:
Apretó un
resorte; la tapa de la caja se alzó y divisé en el fondo unas cuantas bolitas
tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin comprender, y ella,
reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:
-Esas píldoras
me las vendió un curandero que realizaba curas casi milagrosas en la gente de
mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró que, tomando una al sentirme
enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me advirtió que si las apartaba de mí o
las enseñaba a alguien, perdían su virtud. Será superstición o lo que quieras:
lo cierto es que he seguido la prescripción del curandero, y no sólo se me
quitaron achaques que padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud
envidiable. Te empeñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más
que la salud y que la vida. Ya no tengo panacea; ya mi remedio ha perdido su
eficacia; sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.
Quedéme frío.
Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino el desencanto de una
superchería y el cargo de conciencia del daño causado a la persona que, al fin,
me amaba. Mi curiosidad, como todas las curiosidades, desde la fatal del
Paraíso hasta la no menos funesta de la ciencia contemporánea, llevaba en sí
misma su castigo y su maldición. Daría entonces algo bueno por no haber puesto
en la cajita los ojos. Y tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de
rodillas a los pies de la mujer que sollozaba, tartamudeé:
-No tengas
miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El curandero mintió...
Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen perdido su virtud las píldoras,
¿qué? Nos vamos a la aldea, y compramos otras... Todo mi capital le doy al
curandero por ellas.
Desde entonces,
la dueña de la cajita -que ya no la ocultaba ni la miraba siquiera, dejándola
cubrirse de polvo en un rincón de la estantería forrada de felpa azul- empezó a
decaer, a consumirse, presentando todos los síntomas de una enfermedad de
languidez, refractaria a los remedios. Cualquiera que no me tenga por un
monstruo supondrá que me instalé a su cabecera y la cuidé con caridad y
abnegación. Caridad y abnegación digo, porque otra cosa no había en mí para
aquella criatura de quien había sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizá
de pasión de ánimo, quizá de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía
ofrecerle, en desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa:
el don de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para
hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y mi
disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.
Y al fin cayó en
él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis cuidados consiguiesen
salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su afecto, sólo recogí la caja de
oro. Aún contenía las famosas píldoras, y cierto día se me ocurrió que las
analizase un químico amigo mío, pues todavía no se daba por satisfecha mi
maldita curiosidad. Al preguntar el resultado del análisis, el químico se echó
a reír.
-Ya podía usted
figurarse -dijo- que las píldoras eran de miga de pan. El curandero (¡si sería
listo!) mandó que no las viese nadie..., para que a nadie se le ocurriese
analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!
«El Liberal», 26 de marzo, 1894. Arco
Iris.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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