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lunes, 16 de diciembre de 2013

Gloriosa viudez

Todo el fervor del neófito y toda la devoción del seide hacían temblar mi mano cuando la puse en el llamador de la casa del ilustre Sofías, señalada con una lápida de honor, y donde continua­ba residiendo su viuda.
Me llevaba allí el deseo de documen­tarme para escribir un estudio o, más bien, un elogio de las obras de aquella lumbrera, en las cuales había yo bebi­do ampliamente la enseñanza y la doc­trina. Por cierto que Gaspar Roelas, uno de mis amigos, en un círculo in­telectual, hizo todo lo posible para di­suadirme de la visita al domicilio de Sofías. «Si piensas elogiar -repetía-, no te documentes. Los documentos son un estorbo para los panegíricos. Siem­pre que ahondamos, socavamos cimien­tos.» No hice caso de estas blas-femias; mi entusiasmo por el maestro era su­perior a insinuaciones tan malignas.
Confieso que en el momento de dar los golpes y de oírlos resonar sorda­mente en las profundidades de la vi­vienda, me oprimía el corazón un temor muy natural. Iba a encontrarme frente a frente con la amante compañera de Sofías, con la que le asistió, cuidó y ve­ló en sus últimos años. ¿No sería un desencanto inmenso que aquella señora, favorecida por la suerte con honra tan señalada, apareciese indiferente a ella y se creyese viuda de un hombre como los demás? ¿Iba yo a encontrar dentro del templo de mis devociones el piadoso culto o la indiferencia impía?
Desde que se abrió la puerta empecé a tranquilizarme. Ya en la antesala vi, cuidadosamente ordenados, en bruñidos estantes, los libros del sabio. El despa­cho en que me introdujo una criada modesta era, sin duda, ell del mismo So­fías, y el orden y el respeto al recuerdo brillaban en cada detalle. De la pared pendían las coronas que en ocasión de apoteosis solemne le habían sido ofre­cidas; ni un átomo de polvo empañaba su follaje dáfneo. Su retrato al óleo, me­dio velado por un crespón, se alzaba so­bre dorado caballete, a la luz más favo­rable. Sus últimos manuscritos estaban encerrados en linda arquilla de cristal, con placa explicativa de bronce. El mo­delado de su mano derecha, fundido en bronce también, se alzaba sobre un zó­calo de mármol y terciopelo oscuro. Tales cuidados, que nunca son obra si­no de cariñosa veneración, me indica­ban que el corazón de la viuda alber­gaba los mismos sentimientos con que yo me acercaba a ella. No por eso me hallaba menos conmovido; al contra­rio.
Empujando una puertecilla de esca­pe, entró impensadamente la viuda, y la saludé sorprendido, al encontrarla joven y de buen parecer. Su luto, sen­cillo y de corte airoso, realzaba la blan­cura de su cutis y el luminismo de su pelo rubio, peinado artísticamente. Una cadenita de azabache serpenteaba alre­dedor de su busto.
En pocas palabras, algo balbucientes, porque la emoción me cortaba la voz, enteré a la señora de Sofías del objeto de mi visita. Necesitaba celebrar con ella varias entrevistas; rogaba que me fuesen confiados papeles y apuntes que me permitiesen dar a mi obra el atractivo y el realce del dato inédito; quería escribir acerca de Sofías y su labor admirable, algo distinto y un poco mejor, o, al menos, inspirado en idolatría más profunda, que otras bio­grafías y artículos. ¡Era preciso que la edad presente, que los países extranje­ros, conociesen a Sofías tal cual fué verdaderamente, en toda su altura y re­presentación intelectual!
La viuda, entristecida y grave, apro­bó. Sabía por Sofías mi nombre, mis antecedentes. Podía ir allí siempre que quisiese, y hasta trabajar (favor sobe­rano) en el mismo despacho del maestro, en su mesa, con sus cabos de pluma.
Salí de allí transportado de orgullo y de alegría. Desde la mañana siguien­te me dediqué con ardor al trabajo. La viuda me confió la llave de los cajones y armarios donde guardaba sus notas y borradores Sofías. Encontré verdade­ros tesoros; al menos, a mí me lo pare­cían. Planes de obras, críticas y obser­vaciones de esas que revelan el verda­dero pensamiento de un escritor y que no se confían a la publicidad, corres­pondencia interesantísima... Cuanto po­día desear para mi empresa. La viuda, de cuando en cuando, venía a saludar­me, a preguntarme si algo necesitaba. A los quince días, como yo prolongase mi sesión de trabajo, se me presentó trayendo una taza de caldo y una copa de jerez.
-Estará usted desfallecido... ¡Tanto papelear! -murmuró, con su pálida sonrisa de monja.
Al mes, charlábamos frecuentemente, y, poco a poco, el atractivo de aquella conversación fué superando al de los papelotes. ¡No malicie nadie que esto consistiese en el sexo de mi interlocu­tora! Era que me hablaba de Sofías, y yo, de Sofías le preguntaba y le volvía a preguntar, insaciable. ¿Qué capri­chos, qué rarezas, qué costumbres, qué dichos, qué opiniones eran las de So­fías en este terreno, en el otro, en el de más allá? ¿De qué manera se desarro­lló su enfermedad? ¿Cómo fué su muer­te? Etcétera, etcétera...
Por sendas tan abiertas y francas lle­gamos, sin embargo, insensiblemente, a otros senderitos: salió a plaza la cues­tión íntima del sentimiento, del amor, de la ternura. ¿La había amado mucho Sofíás? Y al preguntar esto (prevalido ya de la intimidad que iba establecién­dose), yo buscaba con la mirada, en las sienes de raso de la viuda, las huellas de unos besos ilustres...
Ella suspiraba, se enrojecía y hasta sorprendí lágrimas en sus pupilas, del color de la pervinca primaveral.
-Es difícil contestar a eso... -mur­muró al fin. Yo creo que me quería, aunque no me lo demostrase «así»..., vamos..., con mucho fuego... Ya sabe usted que el estudio y el talento hacen: a la gente..., qué sé yo..., un poco hu­raña... Es decir, hablo en general... Mi esposo, el pobre, a sus libros, a, sus cuartillas, a sus bibliotecas; no crea usted que en casa paraba mucho... Don= de escribía era en la Nacional; y se venía con su porfolio atestado de notas, de borradores...
-De modo que... -exclamé involun­tariamente, con expresión extraña.
-Y además... -continuó ella palpi­tando-, nuestras edades... diferentes... Ya ve usted: Sofías al morir cumplía los setenta y uno... Y yo...
-Usted tendrá veintiocho...
-En seis meses se ha equivocado us­ted... Veintiocho y medio... -y una lla­marada de juventud alumbró la cara resignada y melancólica, y una risa dulce entreabrió los labios frescos y puros...
Sin saber lo que hacía, le estreché las manos, y en voz baja, apasionada, pronuncié su nombre. Ella cerró los ojos; se deprimía y alzaba su pecho bajo la tirante lana negra de su corpi­ño enlutado... Salté de la silla, aver­gonzado y lleno de terror. ¡Estábamos ofendiendo la memoria gloriosa de So­fías! Me despedí atropelladamente, con propósito de no volver más allí; ¡nun­ca, nunca! ¡Sería hacerme reo de un delito; sería desmentir completamente mi ideal! Al levantar el portier, me volví un momento y vi que la viuda re­primía el llanto, apoyando el pañuelo sobre la boca. «¡Adiós para toda la vi­da! -pronuncié en mis adentros. ¡No seré yo quien te despoje del blasón de ser viuda del eminente!... ¡No volve­rás a verme, mujer encantadora!... Así como así -pensaba al bajar la escalera, y por vía de consuelo, ya tengo noti­cias y datos sobrados para redactar mi fundamental estudio.»

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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