I. La nochebuena en el infierno
Hacía un frío siberiano y estaba
tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la
camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el
muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas
en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con
canela en rama. ¡Pero no asistir a la
Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del
órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del
Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del
brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle
en seguida.
Bañada por la
misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de
sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas
calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas,
ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la
venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que
descansan en capiteles bizantinos.
El bulto embozado
que al través de aquellos túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no
podrá suceder que realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la
sangre se congela en mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las
tinieblas del soportal, se dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con
un dedo apoyado en los labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten
distinguir su faz de cera, que recatan el alto cuello de un montecristo
azul y las alas de un sombrero de fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco
a este hombre... es decir, yo le conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le
vi un instante, y nunca olvidé su melancólica y pensativa silueta! Entonces,
los estudiantes recitaban sus versos y celebraban sus dichos impregnados de
mordaz ironía... Pero, un año después de haberle visto yo, el poeta se pegó un
tiro: la bala le entró por la oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es
que pasados cuatro lustros me lo encuentro en la calle, a estas horas, la noche
del 24 de diciembre, camino de la catedral?
Quiero preguntárselo,
y me sucede lo que cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se
forman sonidos. Él tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo,
en dirección a la basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de
Muertos.
En vez de entrar
por el pórtico bizantino, donde se agolpan los fieles que concurren a la misa
nocturna, mi guía y yo nos pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros
se abre sin ruido una puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto
cerrada. Un pasadizo estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la
catedral y se va sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía
se enhebra por él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad
rezumada por los poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con
el interior de los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y
diríase que, en vez de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante.
Bajamos y bajamos cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio,
después tan escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a
tropezones. La fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y
entonces mi guía, siempre callado, se vuelve y me hace señas de que continúe.
Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos, cantiles de berrequeña, tajos
inmensos, de donde amenazan desplomarse gigantescos pedruscos, y luego, una
playa árida, escueta, límite de un mar pesado y aceitoso, con olas de un gris
de plomo fundido... A la izquierda divisamos resplandores rojizos,
intermitentes, como si algún incendio devorase el caserío de los pescadores de
aquella ribera maldita.
-Oye, poeta -digo
a mi guía, que no da señales de detenerse; antes sigue en dirección del
incendio- no quiero más. No sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila.
Debes de ser ánima del otro mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu
sepulcro, que luce una inscripción enfática, se les enseña a los curiosos en un
cementerio muy poblado de cipreses y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la
broma ya me parece pesada. Te desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente...
si me vuelves al punto a la plaza de la catedral.
-¿De qué me sirven
a mí los rezos? -contestó mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por
decirlo así. Ven conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de
molestarse en servirte de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del
Parnaso romántico: la musa no me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y
quise ser inmortal desposando a mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta
no hubiese encontrado sino la nada!
Al hablar así, el
poeta no hacía contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni
se alteraba; sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego
a la vez.
-Así lo llamáis
los vivos -respondió el condenado-. Nosotros lo llamamos Mundo inferior,
y a su rey le nombramos el Bajísimo.
-Pues yo no
quiero tratarme con esa gente -insistí, viendo que de nuevo principiaba a andar
mi guía. Yo no tengo vocación de suicida. A mí, la vida me parece amable, y
Dios, bueno, y sus obras perfectas; el arte me proporciona goces, la naturaleza
me vivifica; creo en la amistad (no atravesándose el interés), y no tengo malo
el estómago. Déjame de réprobos. Déjame de fronteras donde sea género de
contrabando la esperanza.
-Si no
descendieres al mundo inferior -contestó mi guía, mirándome de pies a cabeza
con desdén glacial, serás inferior tú misma. Quien no realiza la bajada a los
Infiernos, que no se tenga por artista humano. Peor para ti si retrocedes. Ya
me sospechaba yo que tendrías miedo, y por eso elegí esta noche para introducirte
en la mansión del dolor. Para que veas cómo del mismo Infierno no está
desterrada la piedad, te traigo a él la única noche del año en que no se
atormenta a los pecadores. ¿Ves cómo la roja luz de los hornos de hierros va
palideciendo y transformándose en blanco fulgor sideral? ¿Ves cómo las llamas
ya son luminarias? No es que el Infierno se alegre del nacimiento de Cristo,
porque en el Infierno no cabe alegría; la pena de daño, que es la
tristeza, no se nos perdona jamás; pero esta noche se interrumpe la de sentido:
los suplicios cesan, y cesan también los aullidos, el rechinar de dientes, el
rugir y el maldecir. Ven sin temor... ¡Adelante! ¿No ves, allá lejos, en el
último confín de ese mar de metal antes candente, una claridad casi
imperceptible, que tan pronto riela como se apaga? Es el último reflejo de la
estrellita de Belén..., que alumbra otros parajes menos espantosos. Hasta el
amanecer no cesará de rielar, y mientras riele, mal que le pese al Bajísimo,
sus verdugos no podrán torturarnos. Entra sin recelo... Te creerás en el Mundo
terrestre, porque sólo verás tristeza y amargura, pero no entrañas arrancadas y
pies tostados por el fuego...
Como si no dudase
de mi aquiescencia, echó delante, y, en efecto, le seguí animosa, sintiendo
despertarse ya la curiosidad inextinguible. Cruzamos la puerta sombría con su
lema de color oscuro, y vi desde el primer momento que el poeta menor no me
había engañado. Aquello, si era infierno, no lo parecía. Nadie se lamentaba por
allí. A la puerta se agrupaban los indiferentes; los conocí por su actitud, no
porque los importunasen avispas ni moscones. Más adelante, los culpables por
pasión no giraban en tremendo remolino a través del negro ambiente; inmóviles,
distribuidos formando parejas, se miraban con ansia infinita.
El recio aguacero
y duro granizo no azotaban las espaldas de los golosos, y los avaros reposaban
sentados en los ingentes peñascos que sin cesar se encuentran compelidos a
subir por cuestas y asperezas, empujándolos con el mísero pecho, donde no tuvo
cabida la generosidad. Apagadas las fosas de llama o braseros donde los
epicúreos materialistas y herejes sufren el castigo de sus errores nefandos,
los achicharrados respiraban, y todavía sus ojos, fuera de las órbitas, y su
carne, retraída y que descubría el hueso, demostraban la violencia del atroz
suplicio. Por el suelo vi trozos humanos, fragmentos del despedazado tronco de
los violentos e iracundos, que pugnaban por juntarse aprovechando la breve
tregua de horas; las sangrientas cabezas se empalmaban sobre los hombros, las
manos descepadas se adherían al brazo otra vez. Al pasar por la umbrosa selva
de árboles vivientes, mi guía se volvió y me miró con un dolor tan intenso, tan
altivo, tan insondable, que recordé... ¡Los suicidas son los que sufren tal
pena; los que, desgarrados perpetuamente por leñadores implacables, acogen
entre sus dolientes ramas, al través de las cuales circula la sangre requemada,
a las Harpías vengadoras!
A la sazón, los
horribles monstruos habían desaparecido. En la selva no resonaban quejidos de
agonía. El Infierno descansaba. Presté oído... Ni un sollozo.
Con todo, juraría
que allá, en un rincón... ¿Me equivoco? No; alguien gime; alguien se retuerce,
alguien profiere imprecaciones y maldice de la hora en que su madre le hechó al
mundo...
-Poeta -le dije,
me has mentido. Sácame de aquí. Están atormentando... No quiero oír ni ver...
Sácame a la luz; me angustia esa queja tan dolorosa.
-Tienes razón; se
me olvidó avisarte -declaró el poeta. Es cierto que atormentan a uno..., el
único..., la excepción... ¡Le fustigan con varas de alambre enrojecido y le
echan por la boca pez hirviendo!... Escucha: es que ese hombre asesinó a un
rival. Hacía muchos años que proyectaba el crimen y la venganza; no encontrando
ocasión de realizarla sobre seguro, acechaba en la sombra, callado, siniestro.
Una noche como la de hoy encontró a su enemigo en despoblado. La víctima iba a
caballo, y picaba la espuela, porque quería llegar a tiempo de cenar con su
madre y acompañarla a la iglesia a celebrar el nacimiento de Aquel... Mano a la
rienda de la cabalgadura; puñal asestado, golpe seguro, en mitad del corazón...
La madre que esperaba a su hijo recibió a la hora de la misa del Gallo un
cadáver cosido a puñaladas. Por eso el asesino no goza de la inmunidad de esta
noche, que no respetó.
«El Imparcial», 30 de noviembre 1891.
II. La nochebuena
en el purgatorio
El poeta suicida, que me había
guiado por los laberintos y recovecos de los círculos infernales, me sacó al
fin de la caverna, y juntos salimos a dilatada llanura. Pensé hallarme en los
descampados de Castilla, porque si la tierra era árida y de cansado y
polvoriento matiz, en cambio, el cielo, vestido de dulce color de zafiro
oriental, resplandecía con hormigueo de diamantinas constelaciones. Lo que me
persuadió de que me hallaba bien lejos del país castellano fue distinguir entre
ellas la centelleante Cruz del Sur.
A lo lejos se oía
el choque de las olas contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos
acercando a la orilla. Una barca se columpiaba sobre el oleaje -porque oleaje
tenía aquel mar, oleaje vivo y fosforescente, como el del Cantábrico-, y una
brisa rauda y salitrosa hacía palpitar las velas. Entramos en la barca, y el
poeta, tomando los remos, la desvió muy pronto de la orilla. Así que
encontramos el filo de una corriente, alzó los remos y dejó que el viento y el
agua nos llevasen sin esfuerzo hacia la isla que se columbraba, lejos aún,
bastante lejos, entre los violáceos crespones de neblina de la noche.
-¿Vamos a ver más
penas todavía? -pregunté al vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro
periplo.
-¡Penas!
-suspiró, dolorosamente, el condenado. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que
ahora veremos! No hay más pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras
otro consúmese el tiempo y se van absorbiendo las horas como agua filtrada por
arena; todo suplicio se hace llevadero al pensar que cesará, y como decía
Virgilio -mi ilustre antecesor- la última hora de la vida es el desquite de los
vencidos. Pero en la región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay
días ni horas..., sino un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin
sucesión, sin forma particular... ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!
Llena de
compasión guardé silencio, y el poeta, dejando caer sobre el pecho la faz,
calló también. Nos íbamos acercando a la isla del Purgatorio; sus dentadas
costas, sus ribazos, sus vaporosas lejanías, sus valles, se divisaban
claramente a una luz que se parecía mucho a la de la luna, o, mejor dicho, a la
eléctrica, y que permitía apreciar los colores. Noté que, al acercarnos a la
isla, las olas fosforescían más y se volvían transparentes, con la
transparencia pálida de la piedra llamada tan propiamente aguamarina: todo era
verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de tupidísimo arbolado, verdeaba
también como gigantesca esmeralda engastada en el oro fino de los arenales,
adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de almas, una multitud
silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de follaje. La claridad
verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz singular, como si se
reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien como si las mirásemos
al rayito fosfórico de un gusano de luz.
-Ya comprenderás
la razón -respondió el suicida, con calma horrible. El verde es el color de la
naturaleza, la cual resucita a cada primavera, y al derretirse la nieve,
aparece lozana y fecunda, como si no la pudiese ofender el tiempo. En el
Purgatorio observarás siempre esa entonación gozosa y juvenil. El Infierno es
rojo; el Purgatorio, verde... ¡Repara qué prados, qué selvas, qué frondosas
plantaciones!
Entrábamos en una
ensenada que rodeaba vegetación tropical, y la barca se detenía, presa en una
maraña de algas finas como cabelleras y recias como cordajes de esparto.
Saltamos sobre las piedras, que hacían un muelle natural, y abriéndonos paso al
través de matorrales espesísimos, llegamos a espaciosa explanada, donde
hormigueaba innumerable multitud. Desnudos, o revestidos cuando más de una
sobrevesta de lampazos, parecida a la que llevan los salvajes esculpidos en los
pórticos de las catedrales, se apiñaban en la inmensa planicie los sentenciados
a presidio espiritual, o sea, las ánimas del Purgatorio. La costumbre de verlas
siempre, en pinturas y retablo cercadas de lenguas de llama, me hacía
desconocerlas con aquel atavío.
-Esta noche no lo
hay ni en el Infierno. ¿Cómo querías que aquí lo hubiese? -respondió mi guía-.
Sin embargo, aquí el fuego nunca es visible. Esas ánimas de retablo que pintáis
en la tierra son un medio de dar a entender a los sentidos lo que no podría
comprender acaso la razón... y es que aquí se arde por dentro; se sufre
una calentura que nunca remite..., excepto esta noche; una calentura de
cuarenta y un grados y varias décimas, que disuelve la sangre, seca el corazón,
abrasa las fauces, incendia el cerebro y engendra continuo delirio. En el
Purgatorio se vive delirando. Esto es un semillero de inventores, de
descubridores, de escritores, de artistas, de locos sublimes que todo lo
quieren transformar, regenerar y embellecer; su dolorosa fiebre se resuelve en
concepciones mitad absurdas, mitad grandiosas, y los únicos momentos en que
descansan es cuando pueden acercarse a aquella fuentecilla que brota allí, ¿no
la ves?, entre dos peñas..., y que está formada con las lágrimas de los que
rezan por las benditas almas del Purgatorio, sospechando que reside en él
alguien a quien amaron... Una sola gota de ese milagroso manantial les rebaja
la calentura... Lo malo es que a veces la fuente corre tan escasa, tan escasa,
que no llega ni para remojar los labios... Hay épocas del año -Carnavales, por
ejemplo- en que casi se agota la fuente... En cambio, el día de Difuntos surte
abundante, impetuosa, y su rumor consuela a las ánimas... ¿No has estado tú en
el campo el día de Difuntos? ¿No te ha parecido que en la danza de las hojas
secas, en el estridente aullido de las ráfagas de invierno, en el gotear de la
lluvia, en la voz del mar cuando embiste contra las peñas, hay voces
misteriosas, voces del otro mundo? ¡Las hay, las hay! ¡Cómo envidio a los
muertos que reciben socorro de los vivos a quienes amaron! ¡A mí no puede
socorrerme nadie! -y el poeta se echó ambas manos a la cabeza y un rugido se
ahogó en su ronca garganta...
Nos llegamos a la
explanada y nos mezclamos entre la muchedumbre de espíritus apiñados allí. Era
la explanada una pradería de hierba densa y blanda, donde nos hundíamos hasta
las corvas. En mitad del prado se elevaba un árbol inmenso, paradisíaco,
singular en su forma: sobre el alto tronco brotaban de súbito dos ramas
horizontales, gigantescas, pobladas de follaje, y otra rama vertical,
irguiéndose en el centro, completaba la copa. La innumerable cohorte de ánimas
tenía los ojos tenazmente fijos en el árbol, como si algo muy importante fuese
a suceder en él...
Miré a derecha e
izquierda, buscando un ánima a quien preguntar, y como llamada y atraída por mi
deseo, se me presentó una mujer joven, de tipo muy conocido para mí, aunque al
pronto me sería difícil decir dónde, cómo y cuándo la había visto ya.
Guirnaldas de hiedra y gentiles abanicos de helecho velaban su casta desnudez,
envolviéndola tan completamente como los paños de un ceñido ropaje, ayudando al
mismo oficio la copiosa mata de pelo rubio esparcido por espalda y hombros, que
en doradas hebras bajaba hasta los calcañares. Aquella mujer tenía la cara
ovalada, la expresión candorosa, los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el
pecho; parecía la estatua del Pudor; tanto lo parecía, que hube de decírselo.
-Me trajo a ellas
el amor, dueño del mundo -contestó la mujer rubia, a quien se le tiñeron de
carmín las mejillas. Yo era una pobre muchacha del pueblo; quedé huérfana, sin
más dote que mi hermosura y mi virtud. Hilando, cosiendo, barriendo y fregando
se me pasaban los días de la mocedad. Sucedió que, al salir de misa, vi a un
señor muy galán y bizarro. Me requebró y le adoré. Al sospechar que yo estaba
encinta, las comadres del barrio me señalaban con el dedo, y las mozas de
cántaro se reían o torcían el rostro. «Has pecado», me decían; y yo contestaba:
«Es cierto, pero Dios me perdonará.» Mi hermano, era soldado. Al volver de la
guerra y saber mi deshonra, provocó a mi seductor y fue herido mortalmente por
él. Expirando, me dijo: «Has pecado; maldita seas.» Y yo contesté: «Cierto;
pero Dios me perdonará.» Nació mi hijo; el abandono y la desesperación me
volvieron loca..., y le arrojé al agua. Los tribunales me sentenciaron a muerte,
repitiendo: «Has delinquido.» «Dios me perdonará», contesté llorando...
-¡Pobre
Margarita! -exclamé, porque ya recordaba dónde, cuándo y cómo había visto
aquella dulce y lastimosa efigie. Yo no te hacía en el Purgatorio. El gran
poeta alemán nos aseguró que te habías salvado y que estabas en el Paraíso...
-Mi historia es
tan vulgar -contestó Margarita, modestamente, que no sé cómo se le ha ocurrido
narrarla a ningún poeta. Tampoco sé cómo ese poeta, que será un sabio, ignora
que el pecado ha de pulgarse antes de entrar en el cielo. Lo diría por
hermosear mi vida, que fue bien triste y bien sencilla, y bien ajena a galas
poéticas... Sí, aquí estoy desde mi muerte, sufriendo, hasta que Dios quiera,
la horrible calentura expiatoria. Hoy, no; hoy respiramos; hoy se humedece
nuestra boca achicharrada y se calma el ardor de nuestro corazón... Hoy... al
punto de la medianoche... cuando en el establo de Belén se verifique el gran
suceso... aquí se verificará otro, que aguardamos con afán -y de pronto,
juntando las manos, exclamó:
En efecto, sobre
el follaje del gigantesco árbol en forma de cruz se destacaban unos puntitos,
diminutos primero, como cuentas de coral, y que iban creciendo, ensanchándose,
cubriendo de placas rojas la verde espesura. Fragancia suavísima se esparcía
por el aire, y las manchas bermejas adquirían contornos de flor, pareciendo a
un mismo tiempo cálices de rosa y heridas frescas que destilasen sangre...
La muchedumbre de
ánimas, al florecer el árbol, rompió en himnos de adoración; la isla entera
resonó como un arpa: collados, selvas, grutas y praderías vibraron
musicalmente, y el poeta, separando las manos del rostro, gimió con acento
sepulcral:
«El Imparcial», 31 de diciembre de 1891.
III. La nochebuena
en el limbo
Al llegar a la puerta blanca, mi
guía me dejó. Yo había visto contraerse el semblante del réprobo según nos
acercábamos y, movida a compasión, le dije:
-Basta ya.
Entraré sola. Maldita la falta que me hacen en el Limbo pajes, escuderos ni
rodrigones. Allí no habrá más que chiquillería, porque las almas de los Santos
Padres las sacó Cristo cuando descendió después de su muerte; todas salieron de
reata, cogidas a un cabo de la cuerda con que los sayones habían amarrado al
Dios-Hombre.
Gimió el poeta, y
se guardó bien de acercarse al umbral de la soñolienta mansión. Yo empujé la
puertecilla, y bajé por amplia gradería de nítido alabastro, que me condujo a
inmenso patio rectangular. En su centro manaba una fuente plañidera, diminuta,
que de tazón a tazón revertía gotas muy semejantes a cristalinas lágrimas. Al
lado de esta fuente divisé otra no mayor, de basalto negro; el chorro que
rebotaba en los platillos me pareció de sangre, que fluía en hilos bermejos y
salpicaba el piso de placas redondas y oscuras. Entre ambas fuentes vi a un
niño como de seis a siete años, en pelota, semejante a una estatuita de museo.
La cara del niño me asombró: su entrecejo fruncido, sus chispeantes y altaneros
ojos, no correspondían a edad tan tierna. El rapaz se entretenía con las dos
fuentes, sepultando las manos en el sangriento chorro y bebiendo ansioso el
raudal de lágrimas... Le llamé y acudió, orgulloso y marcial, clavando en mí
sus ojos fascinadores de aguilucho.
-Dime -exclamé,
señalando a los guantes rojos que cubrían hasta el codo sus bracitos- ¿qué son
esas dos fuentes? ¿Por qué estás ahí hecho un carnicero, todo mojado y
ensangrentado?
Me bastó la
primera ojeada. ¡Qué torpeza la mía! Estaba hablando. La frente vastísima; los
ojos profundos y ardientes; las pálidas y esculturales mejillas; los delgados y
apretados labios, de líneas correctas; la barbilla acentuada y firme, con
meseta redonda; el perfecto tipo de un gran bronce romano... Así, así debía ser
en la primera infancia el capitán del siglo.
-No pensé hallar
en el Limbo a Napoleón -dije, risueña y con muchísimas ganas de regalarle un
saco de confites al vencedor de Austerlitz.
-¡Sí, Napoleón!
-chilló la vocecilla, aunque infantil, bronca y extraña-mente grave-. Buen
Napoleón te dé Dios. Napoleón, a mi lado, se quedaría tamañito. Sabe que yo
nací al pie del Cáucaso, y mi destino era conquistar toda el Asia sometiéndola
al poder de Rusia, y arrojando luego sobre Europa las gentes ya sujetas a mi
yugo. No dejaría títere con cabeza. ¡Gran zarabanda histórica! El Imperio
alemán, hecho polvo. Media Confederación germánica, incorporada al Imperio
moscovita. Italia, repartida entre Austria y Francia. Los españoles,
trasladados al África, y los ingleses...
-¡Y lo haría!
-gritó el héroe en miniatura. Ése era mi papel en el mundo. Sólo que una
tarde, jugando a guerras con otros chicos de mi lugar, tanto sudé que, al
enfriarme, cogí una fiebre maligna...
-Y cátate salvada
a la culpa Europa -añadí, intentando besarle aquella carita tan fiera y tan
salada. De modo que las fuentes...
-Son la sangre y
el llanto que yo tenía que hacer correr. Aquí me sirven de pasatiempo. ¡Si
vieses qué rico bañarse en los dos pilones! Las lágrimas tienen fama de
amargas, pero a mí me saben a miel, y la sangre tibia y líquida despide un
olorcillo fragante... Ven, que te enseñaré la sala grande, la Inclusa general. No creas,
yo no voy nunca. No me rozo con semejante patulea. ¡No faltaba más! He acotado
para mí este patio y juego solo. ¡Ay del que me dispute mis dominios! No
pienses que no tengo más juguetes que las fuentecitas. Te enseñaré barajas de
pedazos del mapamundi con ellas hago solitarios, y me echo las cartas y me predigo
el porvenir. También poseo una escuadrita de acorazados de hojalata y caña,
unas baterías de cañones de plomo y resmas de estampas de soldados y horror de
sables de madera. A cada instante me los piden prestados los memos de la Inclusa.. ., pero yo no
presto a chusma semejante. Ven, la verás.
Su mano diminuta
y febril asió la mía, y cruzando un pórtico sin color, entramos en un salón
gigantesco, pero frío, desnudo, de grises paredes, de aspecto cuartelario. Era
lo que mi guía, el dominador del orbe, llamaba despreciativamente la Inclusa. El
inconmesurable recinto estaba atestado de chiquillería: un océano de gente
menuda; no intenté contarla, ni siquiera calcular aproximadamente su número.
Imaginaos leguas y leguas de terreno cubiertas de mies; figuraos un pomar sin
límites, cuajado de manzanas; suponed un colosal aprisco donde las ovejas
hierven, ondean, se empujan, se encaraman unas sobre otras; así rebullían y
pululaban los retoños humanos en la
Inclusa límbica. Asombraba y entristecía considerar tal
floración de capullos helados antes de abrirse, tanto fruto verde tronchado por
el granizo, tanta cuna vacía, tanta desesperada madre.
No quiero decir
la algarabía que armaban los chicuelos. Habíalos de muy diversos tamaños, desde
el rorro coloradillo, recién salido del claustro materno, hasta el diablejo ya
talludo; y de su masa confusa brotaba un coral análogo a los de Wagner, en que
el llanto estrepitoso, el gemido desconsolado, la carcajada, el berrinche, el
pataleo, el gorjeo, se unían en un solo acorde estridente, irónico, arrancado a
las cuerdas y a los metales de infernal orquesta.
¡Y qué hervidero
de cabecitas! Resguardada por la gorrilla de tres piezas, la blanda y abierta
chola del mamón; aureolada por rubias sortijas, la del angelote de un trienio;
con melena a lo Villamediana, negra y brillante, la del caballerito de siete;
aquí la pelambrera erizada y cerril del mendigo callejero; allí los bucles de
seda de la menina aristocrática; ya la pelona del escolar, ya la aplastada
montera de crin del aldeanillo... Luego, los cráneos étnicos, dignos del
escaparate de un museo antropológico: en los oscuros vástagos de la raza de
Cam, la vedija lanosa; en los amarillentos muscos japoneses, el
cerquillo frailuno... ¡Qué cabecitas tan curiosas! Daban impulsos de ir
cogiéndolas como quien coge flores, y formando un ramillete... ¿Qué hacían las
pobres criaturitas muertas?
Lo que de vivas.
Jugar. Y con la explicación anterior de mi guía, comprendí perfectamente el
sentido de sus juegos. En aquel rapaz que apila duros de chocolate, y los
cuenta y los recuenta, y se los guarda muy envueltos en un papel, se ha perdido
un avaro..., es decir, no se ha perdido nada. Aquel que se abraza a un
rocinante de cartón, y lo acaricia, y lo halaga, y lo mira con embeleso...,
hubiera sido un miembro del Jockey-Club, un sport-man de esos que besan
a sus caballos vencedores en las carreras y cruzan a latigazos a sus queridas.
Un muchacho se arrodilla ante una muñeca vestida de raso, con cara de
porcelana, que abre los ojos y dice papá y mamá... ¡Feliz
rapazuelo! La muñeca no le destrozará el corazón engañándole, como se lo
destrozaría, si hubiese vivido, la mujer que la muñeca simboliza... La niña que
da biberón a un bebé articulado no tendrá que llorar su muerte, como lloraría la
del hijo que representa ese bebé. La imagen de la vida, en una comedia de
marionetas; el destino figurado por el juego..., esto es el Limbo. Me volví y
comuniqué mis observaciones al conquistador malogrado.
-Sí, sí -murmuró
él. Todo eso será verdad, pero a mí no me consuela. ¡Yo quisiera haber vivido,
y saber lo que es una batalla, no de mentirijillas, sino de verdad; con
soldados de carne y hueso, caballos que corran solos, cañones de acero que
disparen balas de hierro y mi escuadra navegando en un mar real y efectivo, con
olas, con tormentas, con viento, con truenos y rayos!
Al expresarse
así, rugió el Napoleoncillo en agraz, y una lágrima saltó de sus lagrimales
perfilados y duros.
Allá para mis
adentros me pareció que el cachorro de león no iba descaminado. Aquella vida
humana expresada con juguetes, con monigotes rellenos de serrín, con cartones y
pinturas baratas, con aleluyas y cromos, debía de hacerse intolerable por su
falsedad mezquina. Era la insulsez, la mentira sin velos de ilusión, lo abstracto,
lo glacial, lo inerte, lo que ni llena el corazón ni aplaca la sed instintiva
de vivir...
-Nosotros
-añadió, bruscamente, el guerrerillo- no sabemos nada de nada. ¡Como que
estamos en el Limbo siempre! Nuestra existencia transcurre entre ñoñerías y
parodias. Sólo hoy, día de Nochebuena, a la hora en que nació Cristo, vemos
algo real, algo que no es ni patraña, ni decoración de teatro... Y la hora se
acerca... Me parece que suena ya.
Un clueco reloj
de latón dio doce campanadas, y noté una blanquecina claridad venida de lo
alto, que iluminaba la Inclusa ,
difundiéndose lenta y gradualmente por los ámbitos del enorme salón. Poco a
poco se convirtió en resplandor dorado, y las paredes antes incoloras
refulgieron como si fuesen fabricadas de purísimo diamante. En el fondo, entre
radiantes irisaciones y sábanas de gloriosa lumbre, surgió un objeto espantoso:
era una cruz de madera, donde agonizaba un hombre. Le veíamos perfectamente. Su
tronco, desplomado sobre las piernas, que contraía y engarrotaba el dolor,
presentaba las huellas acardenaladas de la flagelación, verdugones hinchados y
negros. Respiraba estertorosamente, y de sus manos, traspasadas por los clavos,
descendía gota a gota la sangre. Los niños miraban sin comprender, angustiados,
fluctuando entre romper a sollozar o esconderse en los rincones, por no
presenciar aquella lástima atroz.
-¿Ves? -exclamé,
dirigiéndome a mí guía infantil. Eso real que sólo hoy, a estas horas, se te
presenta..., eso es la Vida.
No la llores. ¡Salir del Limbo es ir al martirio, rapaz!
El chico alzó la
cabeza, miró ahincadamente al Crucificado y un estremecimiento le sacudió...
Era el escalofrío del horror silencioso. De pronto se volvió hacia mí, me
contempló con arrogancia y exclamó, respirando firmeza y decisión inquebrantable:
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 14, 1892.
IV. La nochebuena
en el cielo
¿Cómo subí del brumoso Limbo al
Empíreo radiante? ¿Fue cabalgando en un hilo de luz? ¿Fue entre las alas de una
nube? ¿Fue saltando de estrella en estrella, peldaños de la escala mística que
en sueños vio Jacob? Posible me parece cualquiera de estos medios de
locomoción, porque si nuestro cuerpo es plomo, centella es nuestro espíritu.
Ello es que de
improviso me sentí envuelta en una ola azul, sutil, delicadísima, que
compararía a la turquesa disuelta, si hubiera visto, alguna vez y en alguna
parte, la disolución de esa piedra preciosa. Y la alegría y exaltación de todo
mi ser, el rapto de mis potencias y sentidos, me dijeron a voces: «¡Quién como
tú! Estás en el Cielo.»
Repito que me
puse alegre como unas pascuas; el gozo procedía sobre todo de la imaginación,
porque yo no experimentaba ningún beneficio positivo, pero eso de pensar que
uno está en el Cielo es ya la mitad del Cielo, o más de la mitad.
No obstante,
pasados los primeros momentos, empezó a convertirse mi júbilo en extrañeza e
inquietud vaga. Azul encima, azul debajo, azul alrededor, azul por todas
partes...; no sólo era raro, sino monótono y sin pizca de chiste. ¿No habría en
el Cielo más que tonos cerúleos, y por toda distracción concertantes de
violines, violas y arpas? ¿Se reduciría la fiesta de Nochebuena en la mansión
de los escogidos a un baño en las ondas turquíes del éter? ¿Tanto ingenio y
variedad en los castigos infernales y tanta insipidez y poquedad en las
celestes recompensas?
Éstos eran mis
irreverentes pensamientos, cuando, deslizándose por la superficie azulina y
tersa del misterioso lago, vino a mí un hombre vestido con ropilla de
terciopelo negro, coronado de laureles, parecido a Cervantes en el avellanado
rostro; mas no era el Manco, porque en melodioso italiano del Seicento
me aseguró ser el mismísimo Cisne, sorrentino, autor de la Jerusalén ,
maniático, melancólico y muy honesto enamorado.
-He adivinado -me
dijo- lo que cavilas, y quiero demostrarte que te engañas y que el Cielo no es
aburrido ni soporífero, sino cosa muy buena. Esa idea de la monotonía del Cielo
proviene de que el Cielo es por esencia inefable; no se puede explicar con
palabras, y el Infierno y el Purgatorio, sí: los sufrimientos y los males están
al alcance de la comprensión de un mortal; la beatitud eterna no la comprende
sino quien ya la disfruta. Sólo hoy, por ser Nochebuena, nos es permitido
comunicar algunas partículas del bien sumo a los pobrecitos enterrados
(desterrados no lo sois, puesto que en la tierra vivís). Y así te diré, en
primer lugar, que el Cielo no es inmovilidad e inercia, sino al contrario, vida
a raudales y actividad intensa y siempre fecunda. Sé por un ángel ambulante, de
esos que van y vienen a vuestro globo, que cierta secta procedente de la India goza ahora de singular
favor entre los sabios europeos, y esa secta ridícula hace consistir la
beatitud en pasar cientos de años contemplándose el ombligo en un acceso de
estrabismo convergente... Ríete de esos ascetas bizcos; en el Cielo todos miran
derecho, franco y alto; las pupilas irradian luz... ¿No ves las mías?
Era verdad; los
ojos de Torcuato Tasso, nublados en vida por la demencia y el dolor,
relumbraban ahora como soles, claros, puros, magníficos; ventanas que
descubrían el alma glorificada y dichosa. Envidia me causó el mirar del Cisne.
¡Cuán diferente de otro mirar torvo y siniestro que había pesado sobre mi
corazón al acompañarme el Cisne suicida!
Desciñóse el
Tasso su corona de laurel y me ofreció una hoja. La cogí, y el talismán obró
inmediatamente sus mágicos efectos. A manera de telón de raso que se descorre,
vi arrollarse el azul ambiente, y allá en el fondo divisé los resplandores de la Gloria. Vi en
espléndida perspectiva aquella ciudad santa que, extendiéndose por millones de
leguas, es toda de oro, margaritas y piedras preciosas; lucidísima y
transparente como el cristal; sus torres y almenas, de jacinto y topacio; su
atmósfera, de lumbre; sus cercanías, campos de fresquísima hierba y raras
flores movidas por un aura embalsamada y deliciosa.
-Ahí tienes
-advirtió el Tasso- la
Jerusalén celeste, tal como la idearon y describieron los
autores místicos. Por ella discurren los bienaventurados, sumidos, como la
esponja en el mar, en un piélago de gozo, que los penetra y envuelve; gozo
dentro y gozo fuera, gozo en lo alto y en lo bajo, y gozo lleno en todas partes
(esto debías saberlo ya por referencia de San Anselmo). Los bienaventurados se
encuentran ahí como esponjas, pero como esponjas que tuviesen tantos sentidos
del gusto cuantos ojuelos y Poros, y las metiesen en un mar de leche y miel,
gozando con mil bocas de toda aquella suavidad y dulzura. Vive su entendimiento
con perfecta sabiduría; su memoria, con inmortal representación de lo pasado;
su voluntad, con plenísima satisfacción; los sentidos, con continua delectación
de sus objetos...
-¡Ah! -exclamé.
No comprendo, poeta; no me puedo figurar ese estado beatísimo, y creo que
pierdes el tiempo en querer iluminar mi torpeza... Oigo tus palabras; me suenan
bien, son dulces, deliciosas; pero no veo lo que expresan... ¡Quisiera ser
esponja ya!
-¡Poverina!
-contestó. Voy a ver si te ilustro con imágenes más adecuadas para ti. Te
gustan las artes, ¿no es cierto? Verbigracia, ¿eres aficionada a la música?
-Pues haz por
conseguir el grado de santidad de tu compatriota la fervorosa virgen doña
Sancha Carrillo, y verás cómo, estando enferma y para morir, con un acorde no
más que llegue a tus oídos de la música del Cielo, se te quitan todos los males
y dolores y quedas sana de repente. ¿No te acuerdas de que el canto de un
pajarillo sólo tuvo suspenso a un santo monje por espacio de trescientos años?
-Cisne, háblame
de letras, y no de notas y acordes. Más música hay en tus estrofas que en ópera
ninguna.
-¡Ah
incorregible! -respondió él. Voy a abrirte el apetito, a ver si te llevo por
el camino de la bienaventuranza. Cada espíritu tiene sus asideros; ¡a ti hay
que cogerte por el de las letras, empedernida, impenitente, aragonesa de
Cantabria! Para que te tomes el trabajo de ganar el Cielo, sabe que si llegas a
entrar en él, encontrarás juntos a los grandes poetas y a los autores ilustres
de todo siglo y de toda nación, y podrás charlar con ellos o, mejor dicho,
escucharlos a tu sabor, y te recitarán sus versos y sus prosas..., sin el
contrapeso de tener que alabárselas... ¡Te será dada ciencia infusa, y
comprenderás al oído y gustaras con deleite el griego de Homero, Píndaro y
Safo, el sánscrito de Valmiki, el hebreo de Salomón, Job y David, el zendo de
Firdusi, el latín de Virgilio y el ruso de Puschkin... Además (abre el ojo),
verás esculpir a Miguel Ángel, y no te digo que verás pintar a Rafael, porque
sé que no te entusiasma ese maestro... Yo te diré la fábula de la rosa, y Dante
te obsequiará con unas terzine... ¿A que ya vas comprendiendo los
hechizos de la beatitud?
-Si ser beato es vivir
así, no interrumpir, sino completar la actitud del pensamiento, ensanchar la
esfera del goce estético, salir de tantas curiosidades como nos hostigan -aun
convencidos de la imposibilidad de satisfacerlas, entonces digo que aquí se
estará muy bien... ¡Qué placer inmenso el de revivir la historia iluminando sus
tinieblas, conociéndola tal como fue, y no como la ofrecen las pálidas crónicas
y las almidonadas narraciones de los historiógrafos!...
-Precisamente
-exclamó el Tasso, eso es lo que vas a gozar sin tardanza. No al dar las
doce de la noche, porque aquí no hay noches ni signos que marquen el curso
del tiempo; pero en el instante misterioso que corresponden a la hora terrestre
verás el nacimiento de Cristo tal como sucedió... Ven, y aprisa, que ya
se acerca el instante solemne.
Le seguí, y
salimos de los amenísimos jardines que rodean la Sión divina, a una campiña
vulgar, rústica y fragosa a trechos. Atravesamos un villorrio de desparramadas
casucas, entrando en él por una puerta de herradura muy ruinosa. Las calles
estaban desiertas. Comprendí que era la villita de Belén. Seguimos una
callejuela que más parecía senda campestre, pues los edificios aislados y en
desorden no tenían aspecto urbano, y alcanzamos un vasto espacio vacío, un
páramo que semejaba agujero abierto en el centro del lugar. Allí vimos una
especie de cobertizo, sombreado por un árbol enorme, que me pareció un
terebinto, y cuyo ramaje se extendía formando techumbre. Al tronco del árbol
estaba atado un jumentillo; una mujer joven, vestida de lana blanca, reposaba
al pie del árbol, en actitud de cansancio. Notábase el bulto de su vientre...
-Es María -me
dijo el poeta. Siente que se acerca la hora de dar a luz, y quiere lograr
asilo en ese cobertizo; José ha ido a hablar con los dueños, y se lo niegan;
mira cómo vuelve cabizbajo. Ahora propone a su mujer llevarla a una gruta que
sirve de aprisco y establo a los pastores... Ya se levanta ella
trabajosamente... Se dirigen a la gruta... Mira.
Salían, en
efecto, por la parte oriental de Belén y seguían un sendero que orillaba
derruidos paredones y fosos, ya cegados, de fortificaciones que se desmoronan.
A poco camino que anduvieron, un grupo de arbustos les indicó la gruta, cavada
en la roca. Su entrada tenía un saledizo de bálago, abrigo de los pastores. La
puerta era de ramas entretejidas; José la movió y desencajó no sin esfuerzo. En
la estancia formada por la excavación y donde entraron los esposos, vi el
pesebre, que no era sino un pilón o abrevadero abierto en la piedra para dar de
beber al ganado; encima sobresalía el comedero, aún atestado de seca hierba.
Obstruían la gruta esteras y haces de paja; apartólos José, colgó un candilejo
de la pared de tierra, mullió la cama para la Virgen y salió con un odre de cuero a buscar
agua; luego bajó a Belén por carbón y escudillas; volvió presto; encendió la
hornilla bajo el saledizo y coció tortas y asó manzanas. María comió algo, oró
y se tendió en la cama, suspirando de fatiga. José había vuelto a salir para
atender al pienso del asno. Y cuando volvió, la gruta ya parecía inflamada en
vivas llamas; fuego sobrenatural, como el de la zarza del monte Horeb, envolvía
el recinto. José cayó de rodillas y alzó las manos al Cielo.
María, vuelta de
espaldas, se apoyaba en la pared de la gruta. Con irreverente curiosidad, quiso
oír sus quejas; no pude... La claridad me cegaba; maravilloso hormiguero
sideral, inmensa vía láctea de estrellas, subía desde la gruta, centelleando y
vertiendo océanos de lumbre blanca, entre los cuales sólo se distinguía un
niñito recién nacido, más luminoso que el sol, rodeado de una aureola de
rayos...
-Ya me ofusca
tanta luz -dije a mi guía. Ya no veo los detalles humildes, prosaicos y
ternísimos que me encantaban: la realidad del Nacimiento...
-Eres mortal
-contestó el poeta-. No puedes entender... Esa luz que te ciega sale de tu
imaginación, surge de ti misma. No hay tal resplandor. ¿No ves al recién
nacido, moradito de frío, lloroso? ¿No ves a su madre, que le faja y le empaña?
-No... ¡Luz y más
luz!... -contesté, gimiendo, porque ya mis pupilas no podían resistir, y la
vibración lumínica hacía danzar en mi cerebro átomos, primero rojos, luego
verde esmeralda, luego morados... Hasta que, dando un grito, el grito de
espanto del ciego, exclamé: «¡Nada, nada!... ¡Oscuridad completa!», y extendí
las manos para agarrarme a algo, guiada por el instinto de sustitución
inmediata de un sentido a otro...
.................................................
¿Necesitas, lector,
que escriba el clásico desperté? ¿Verdad que no? ¿Y verdad que tú
tampoco sabes ni qué es dormir ni qué es despertar?
«El Imparcial», 8 de febrero 1892.
Cuentos de navidad y año nuevo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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