-El lance fue serio... Contaba yo
veintiséis años -empezó a referir el ministro residente- cuando fui de
secretario de Embajada a Tánger.
En apariencia, va poco de un
secretario de Embajada a otro secretario de Embajada. Todos son amables,
correctos, buenos muchachos. Pero yo era un diplomático de menor cuantía,
complicado con un intelectual y casi un científico. Las aficiones que ustedes
me conocen al estudio de las razas humanas acaso las tenía entonces más arraigadas
que ahora, a pesar de mis quince o veinte folletos y mis dos libros voluminosos
publicados por el editor Alcan... Entonces estaba lleno de ilusiones, no sólo
acerca de la importancia que mis investigaciones pudiesen tener, sino acerca de
los sentimientos que producían en mí. Me creía guiado por un purísimo amor a la Humanidad entera, sin
diferenciar a ninguno de sus miembros para mí, todos hermanos. Me sublevaba la
idea de que existiesen razas llamadas inferiores, y me prometía demostrar, con
el tiempo y la perseverancia, que esas supuestas inferioridades no son sino
diferencias debidas a las condiciones de la vida y del ambiente. Así es que
cuando me compadecían en Madrid por la especie de voluntario destierro,
respondía: «¿Destierro? Voy a pasar una temporada entre mis hermanos
musulmanes».
Apenas instalado, me di a recoger
datos y notas, a comparar cráneos y sistemas dentarios, a sacar consecuencias,
que hoy reconozco precipitadas, de mis indagaciones. Mi objeto era
principalmente establecer la identidad de las antiguas razas del lado allá y
del lado acá del Estrecho, antes del cataclismo geológico que separó al
continente europeo, por la parte de la península española, del continente
africano. No era esta labor sino el comienzo de otra muy vasta, que yo
condensaría en un libro titulado La
cadena humana, y donde demostraría que no hay saltos, y que la familia
adánica se ha extendido por el planeta, en épocas acaso imposibles de precisar,
eslabonando sus variedades al través de la tierra habitable. De esta teoría
sacaba consecuencias filosóficas favorables a la ley de fraternidad universal y
omnímoda. Solamente era indispensable apoyar mi tesis en documentación
científica: cráneos, huesos, restos de civilizaciones prehistóricas, comparados
a otros de la Península.
Y me lancé perdidamente a tan incitante indagatoria.
Me era muy útil para ella un
berberisco, llamado Muley Benimulá, que me proporcionó un caíd amigo mío.
Muley, hombre de unos cincuenta años, conocía al dedillo la topografía y las
costumbres, y sabía dónde la tradición hablaba de viejas ciudades enterradas y
de antiquísimos sepulcros. A él debí escudriñar dos o tres grutas en que se
hacinaban esos «despojos de cocina» anteriores al uso del hierro, y que en su
historia han desempeñado tan brillante papel. El «palacio» amplio que yo había
alquilado en Tánger iba siendo insuficiente para almacenar los hallazgos de mis
expediciones a caballo, con escolta elegida por Muley, que no cesaba de
recomendarme la prudencia.
-Tú no tener confianza... Siempre
poder sucederte mala cosa.
Era yo de tal condición entonces,
que estas precauciones me irritaban y repugnaban, dando por hecho que lo noble
de mis propósitos se leía en mi cara, y que todos, por mi nobleza, serían
nobles conmigo también. Un inmenso amor se desbordaba en mi alma, y ante los
seres humanos que tropezaba en mi camino tenía efusiones de fraternidad, seguro
de infundirles igual sentimiento. Grande era mi asombro, cuando las mujeres,
sucias y desgreñadas, huían de mí exhalando chillidos; cuando los niños,
negruzcos y feos como sapos, me tiraban piedras desde el escondrijo de los
picantes setos de nopal... Si lograba acercarme a alguno, le regalaba a puñados
confites y fruta, contra la opinión de Muley.
-Tú pegarles latigazo... Tú darles
punta de pie...
Ocurrió que salimos un día -me
acuerdo bien: era el 7 de junio, un martes- con dirección a un cerro llamado El
Ouad, donde existían al decir de Muley, las sepulturas «de los gigantes». Mi
experiencia me había demostrado que cuando el pueblo habla de «gigantes» hay
probabilidades de encontrar osamentas de mamuts o de otros animales
antediluvianos, y acaso restos del hombre primitivo. Yo esperaba revelaciones
profundas de estas sepulturas misteriosas.
La jornada fue larga. Acampamos, a
la luz de las estrellas, cerca de un pozo, y cuando nos disponíamos a
entregarnos al sueño, dos detonaciones resonaron, y una bala traspasó el
birrete de Muley Benimulá. Dio éste un salto tigresco y se lanzó hacia el punto
en que habían sonado los tiros, seguido de los tres hombres de mi reducida
escolta. Corrí a auxiliarles, pero no hubo lugar, porque ni dos minutos
tardarían en volver con un prisionero, fuertemente amarrado. Encendí un fósforo
para verle bien, y lancé una exclamación de sorpresa.
Aquel individuo, vivo y
contemporáneo mío, era la perfecta imagen del «hombre de las cavernas», tal
cual me lo había figurado. La forma de su cráneo, la disposición de sus
mandíbulas y de sus arcos superciliares, su fisonomía, achatada, de gorila
apenas perfeccionado, correspondían exactamente a ese tipo, para mí a la vez
tan conocido y tan interesante.
Muley, que no pensaba en cuestiones
científicas, me explicó la captura.
-Bandido este... Otro escapó...
Birrete de Muley, herido... Muley, sano. ¡Alá, grande!
-Mañana -dije- le soltaremos; pero
antes yo he de estudiar bien su cabeza y tomar de ella varias fotografías. Si
me duermo, no le dejéis marchar hasta que yo despierte.
-Estar bandido -repitió Muley.
Bandido malo. Llevarle nosotros a Tánger, y allí justicia...
-No, no -repetí. Le perdono, pero
le fotografiaré. ¿Volverán a atacarnos?
-Tú tranquilo -respondió Muley. Tú
dormir. Nosotros velar.
Un momento me desasosegó la idea de
que mis hermanos eran los que
me saludaban a balazo seco, sin que yo les hubiese ofendido... Después, el
cansancio pudo más, y me amodorré, con sueño a la vez plomizo y agitado... Creí
escuchar ruido de lucha, un gemido, pisadas... Al amanecer, al abrir los ojos,
lo primero que vi fue a Muley, grave y ladino, en pie a mi lado. Al pronto no recordaba
los incidentes, al ataque nocturno... Cuando salí completamente de la
soñolencia, me incorporé, inquietándome.
-¿Y el prisionero?
Muley se rascó la barba gris.
-Ya no más prisionero. Libre.
Echando mano a un saco de los que
servían para bagaje, extrajo de él un bulto sanguinolento... No sé lo que
sentí. Pensé desmayarme de piedad, de horror, de indignación. ¡La cabeza del
bandido!...
¿Y saben ustedes lo que me dijo el
raposo de Muley, al verme tan fuera de mí, al oír mis recriminaciones?
-Tú necesitar cabeza. Tú
fotografiar. Tú conservar luego calavera en tus armarios... Yo mondo calavera y
doy a ti.
Después me dijeron en la Embajada que Muley había
hecho perfectamente, porque sólo ejemplos de castigos duros previenen las
agresiones en aquella tierra... Y yo lloré mi ensueño fraternal... como
lloraría un ensueño de amor.
La ilustración española y americana, núm. 16, 1910
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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