Cada diez o
quince años los piratas argelinos hacían desembarcos en la costa.
Metíanse tierra
adentro por las aldeítas, arrasando y robando la plata de las iglesias, el
tocino de las huchas, el ganado de los establos y, de las pobres chozas, las
muchachas y muchachos bonitos. No siempre lo hacían a mansalva. También los
labriegos tenían sus garrotes de tojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran
sorprendidos en sueño profundo y acuchillados inmediatamente, sabían resistir.
Por eso preferían los piratas, para sus incursiones, las horas nocturnas.
Y era noche bien
oscura y larga aquella de diciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletargada
en su paz humilde, despertó al fulgor de las teas y a los alaridos de hombres
con cara de bronce y ojos blancos -hombres semejantes a demonios. Cuando los
del rueiro se dieron cuenta del peligro, ardían ya dos o tres casuchas
como yesca, cebado el incendio con la hierba seca de las medas y los
haces blondos de los pajares, Las voces de socorro, los ayes de muerte, los
¡Dios nos valga!, fueron la única defensa de los infelices.
Capitaneaba a
los piratas un renegado español, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. No era
misericordioso, en general, ninguno de los que a su mismo oficio se dedicaban;
pero Alí Buceya, según noticias, no desplegaba sólo la inhumanidad inherente a
tales empresas, sino que se gozaba y complacía en cuantas atrocidades conseguía
realizar.
Extraña fruición
experimentaba cuando, por orden suya, eran aplicadas torturas a sus
prisioneros, y las presenciaba y dirigía, lo mismo a bordo de su galeota que en
los jardines de su residencia. Con ser tan grandes su dureza y maldad, las
superaba su lascivia. Mejor dicho, se confundían ambas inclinaciones. No había
para él goce si no lo sazonaba el ajeno sufrimiento. Decíase que, castigado
antaño por la Justicia ,
en su patria, con pena dolorosa e infamante, se desquitaba ahora, que era rico
y poderoso, de lo que había padecido; y érale más sabroso el desquite cuando
torturaba a compatriotas suyos. Por eso hacía siempre tanto prisionero;
víctimas señaladas de antemano para el apaleamiento, empalamiento y los azotes
mortales.
Ocioso era, con
semejante corsario, que las mujeres de Santa María de Freseira, hincadas de rodillas,
pidiesen misericordia. Apartada la presa que habían de llevarse, los piratas se
hartaron de degollar, arrojando a los semivivos al brasero del incendio, que ya
se propagaba a la aldea toda.
Dilatadas las
fosas de su nariz de ave de rapiña, Alí Buceya contemplaba el estrago. Acababan
de segar el pescuezo a una mujer que tenía en brazos a un niño, y que,
convulsivamente agarrada a él, no lo soltaba ni al desangrarse, cuando trajeron
a rastras, por su copiosa mata de pelo rubio, a una mocita como de veinte años.
Venía según la arrancaron de su lecho, cubierta sólo por la gruesa camisa de
estopa, descalzos unos pies blancos que el uso del zueco no había logrado
desfigurar. Intentaba cubrirse el rostro con los redondos brazos; pero se los
apartaron, y Alí vio, con sonrisa sardónica jugando entre el corvo bigote, un
semblante celestial, unos ojos azules en que se pintaba el terror, una garganta
como marfil y un pecho donde dos azoradas palomas palpitaban.
Con una seña la
marcó para botín, y un pirata, comprendiendo perfectamente la intención del
arráez, echó sobre el cuerpo tembloroso de la bella su manta argelina. Pálida e
inmóvil ya, como cuajada por el miedo mismo, permanecía entre los que la
guardaban, cuando dos piratas trajeron a empellones a un viejo semiparalítico,
golpeándole para empujarle y dándole con los pies en las costillas a fin de
hacerle avanzar. Entonces la muchacha, como si despertase de un sueño de
letargo, saltó hacia el maltratado viejo, y asiéndose a su cuello, gritó:
Buceya miraba la
escena y sonreía burlón y desdeñoso. La mocita se arrojó a los pies del pirata,
abrazando sus rodillas. Sollozaba, rogaba, sacudía las piernas del corsario, en
la vehemencia de su imploración. Él acentuaba su sonrisa de felino. Alzó la mano,
movió la cabeza; un pirata, rápido, hundió en el pecho del anciano su gumía. La
muchacha se precipitó a recoger el cuerpo ensangrentado, a besarlo
ardientemente. Cuando se convenció de que el viejo petrucio estaba muerto, se
alzó sacudida por horrible temblor nervioso y se desplomó al suelo también. En
estado de estupor la llevaron en brazos hasta la costa y la izaron a bordo de
la galeota, depositándola en el camarote contiguo al de Buceya.
Los primeros
días de navegación rehusó la comida, como si anhelase morir ella también. Una
tarde, oyendo lamentos y quejidos en el puente, se asomó a ver sin saber lo que
hacía. Era que estaban apaleando a un mozo de su parroquia, uno de los
cautivos, que forzado a remar, había cometido no se sabe qué falta o había tratado
de fugarse, y Buceya castigaba su rebeldía con el suplicio. La espalda del mozo
era toda una llaga ya, y los hinchazos verdugones reventaban al caer nuevamente
la vara sobre ellos. Y así como la niña aldeana, en trágica hora, había clamado
por su padre, el labriego exhalaba de su garganta el llamamiento profundo, el
supremo.
El corsario, con
una onda de saliva al borde de los labios negruzcos, reía, sin apartar la vista
del atormentado, al cual poco después salaron las llagas y tiraron, moribundo,
en un rincón del entrepuente. La cautiva se había retirado a su camarote al
terminar el castigo. Desde aquella hora aceptó la comida y hasta el vino que,
mahometanos y todo, consumían por pellejos los piratas. Y se adornó con las
preseas que, galantemente, le enviaba Buceya. Vistió las telas listadas de oro,
se colgó las sartas de perlas barrocas y de venecianos cequíes, y ante un
espejo, de Venecia también, dio en atusarte, hasta que apareció en el puente
bizarra sobremanera. Podrá parecer censurable al pronto; pero todos los que
refirieron este caso están de acuerdo en que la mocita, Adelina la de Freseira,
se condujo así, y hasta más tarde, ante el arzobispo de Compostela, que la oyó
en confesión, declaró haberse adornado y perfumado con esencias de rosa y
jazmín para agradar al pirata. Y el pirata, al pensar con codicia en la linda
prisionera, se representaba también el gusto de someterla después a una tortura
sabiamente complicada si hallaba en ella la resistencia menor.
No la halló, por
cierto. Empapada de aromas, sarteada de collares, acudió solícita a la primera
orden del pirata, que al cubrir de caricias despóticas el cuerpo juvenil,
calculaba cómo se retorcería bajo el látigo o bajo la mordedura del hierro
candente. Como prueba anticipada de la fruición cruel, clavó sus dientes duros
en el hombro de la rapaza, que no exhaló ni un grito.
Alta iba la luna
en el cielo cuando el pirata se quedó dormido. La cautiva parecía dormida
también; pero entre las pestañas brillaron un instante sus entornados ojos.
Deslizóse, sin hacer ruido, de la yacija de pieles amontonadas sobre la
alfombra, y llegándose a donde refulgía un haz de armas, tomó un yatagán luciente
y cortante. A la luz de la lámpara de vidrio irisado buscó en el cuello del
arráez sitio para descargar el golpe. Y sin temblar, con puño firme de segadora
de hierba, al sesgo, que otra cosa no consentía la postura de Buceya, descargó
el tajo. Un caño de sangre tibia, saltando hasta su inclinado rostro, le probó
que había acertado bien.
Entonces, como
una sombra, se deslizó fuera del camarote, y desde el puente, en un salto, se
precipitó al mar. Era la noche luminosa y apacible y apenas un manso vientecillo
rizaba el oleaje.
Desde horas
antes venía siguiendo a los piratas una galera española. Le iba ya a los
alcances cuando todavía los de la galeota no señalaban su presencia. Al caer al
agua el cuerpo de Adelina, al agolparse en el puente los piratas, fue cuando se
vieron cazados.
La embarcación
perseguidora se detuvo para recoger a la náufraga, que después de bajar al
fondo acabada de salir a flote. Los de Alí Buceya corrieron a llamarle y vieron
su tronco en un lago de sangre que se empezaba a cuajar, y colgando de un retal
de piel, la lívida cabeza.
Así fue de fácil
para los perseguidores el abordaje y la victoria. De las entenas suspendieron a
muchos corsarios, y el primero, uno que señaló con la mano la náufraga salvada,
y era el mismo que acuchilló a su padre en la siniestra noche. Con su presa
tomó el rumbo de España la galera otra vez.
Y la muchacha
sólo pidió que la llevasen al convento de las Claras de Santiago, donde quería
hacer penitencia toda su vida. Las joyas con las cuales se había arrojado al
mar fueron su dote, y las ostentó largos años, hasta la desamortización, la Custodia del convento.
«El Imparcial», 10 diciembre, 1917.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario