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lunes, 16 de diciembre de 2013

Eximente

El  suicidio  de  Federico  Molina  fue  uno  de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis,  barajando  las  causas  que  suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes,  hasta  el  punto  de  que  van  formando sección en la Prensa; se habló, como siempre  se  habla,  de  tapete  verde,  de  ojos negros,  de  enfermedad  incurable,  de  dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado  nicho  en  que  descansan  sus  restos, mientras su pobre alma...
¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?
El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió  sufrir  los  males  que  le  rodeaban,  antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del "acaso soñar..."
Una casualidad de las que parecen inventadas  y  no  pueden  inventarse,  trajo  a  mis manos  algo  que  a  un  diario  se  asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia,  con  las  iniciales  F.  M.  enlazadas,  de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido  por  un  aficionado  a  encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado  una  soberbia,  ¿diré  biblioteca?,  de forros  de  libros,  y  a  quien  yo  he  suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio. Así pude  penetrar  en  el  espíritu  del  suicida,  y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.
                         
***
 "¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.
¿Cómo empezó?
 Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.
No veo causa, no veo origen definido. No he  recibido,  a  mi  parecer,  ningún  susto;  no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina  y  sobrecogedora,  que  justifique  estado de ánimo tan especial.
¿De  ánimo?  Y  también  de  cuerpo.  Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.
La depresión de mis facultades es gradual, honda.
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto.  Ni  aun  sé  si  voy  a  conseguir  notar  con exactitud lo que me pasa.
Lo intentaré...
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.
La  puerta  está  cerrada:  yo  mismo,  antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas.
La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?
La  habitación  es  bonita,  confortable,  sin nada que pueda excitar insa-namente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante  de  libros,  un  reducido  escritorio.  Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...
Los  colores  del  tapizado  son  alegres;  el fondo, claro; por presenti-miento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados,  las  escenas  de  crueldad  y  sangre.  Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!...,  un  miedo  horrible,  un  miedo  que me impide respirar, sosegar y vivir.
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego  amodorrado  que  invita  a  la  dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí.  Una  voz  irónica  murmura  dentro  de  mi cráneo, más allá de mi oído: "¡No dormirás, no dormirás!" Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo  de  su  respiración  y  advertir  cómo  su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante  de  mí.  Lo  siento  a  mis  espaldas.
¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared.  Sin  duda  -todo  es  posible  tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar  hueco  a  su  cuerpo;  y  si  yo  me  volviese ahora  de  improviso,  vería  al  ser  que  se  ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos...
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.
¿Seré  tan  cobarde?...  Avergonzado,  empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio.  He  mostrado  indiferencia  ante  los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos,  ni  las  desordenadas  palpitaciones  del corazón, que, súbito, se detiene como si fu-ese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre,  cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita tor-rencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre  el  respiro  del  otro  mundo,  que,  en ondas largas, sutiles, me envuelve...
Me he consultado. "Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación." ¡Como si  los  nervios  y  la  imaginación  no  formasen parte  de  nosotros!  ¡Como  si  supiésemos  lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir!
He viajado; mi viaje ha durado tres meses.
En  las  habitaciones  de  las  fondas,  infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que  penetra  hasta  mis  tuétanos,  que  vierte en ellos ponzoña.
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver  y  disparé  hacia  atrás,  donde  sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían..."
 "Y es preciso que esto termine -decía una de  las  últimas  hojas  del  diario.  Me  volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír  la  respiración,  he  vuelto  a  comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar."
Sin  duda,  después  de  emborronada  esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.

"Blanco y Negro", núm. 714, 1905.

 1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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