El suicidio de
Federico Molina fue
uno de los que no se explica
nadie. Se aventuraron hipótesis,
barajando las causas
que suelen determinar esta clase
de actos, por desgracia frecuentes, hasta el
punto de que
van formando sección en la Prensa ; se habló, como
siempre se habla,
de tapete verde,
de ojos negros, de
enfermedad incurable, de
dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar,
sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho
en que descansan
sus restos, mientras su pobre
alma...
¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de
su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo
que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del
sepulcro?
El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir
los males que le rodeaban,
antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no
regresó viajero alguno.
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la
sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni
aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra
vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el
problema del "acaso soñar..."
Una casualidad de las que parecen inventadas y
no pueden inventarse,
trajo a mis manos
algo que a
un diario se
asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la
fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el
elegante álbum con tapas de cuero de Rusia,
con las iniciales
F. M. enlazadas,
de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado
a encuadernaciones, que arranca
cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose
formado una soberbia,
¿diré biblioteca?, de forros
de libros, y
a quien yo
he suplicado que me ceda lo de
dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio. Así
pude penetrar en
el espíritu del
suicida, y creo que nadie
traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.
***
"¡Siempre lo mismo! La
impresión persiste.
¿Cómo empezó?
Esto es lo malo: no lo puedo
decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.
No veo causa, no veo origen definido. No he recibido,
a mi parecer,
ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o
repentina y sobrecogedora, que
justifique estado de ánimo tan especial.
¿De ánimo? Y
también de cuerpo.
Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos
del mal en mi organismo.
La depresión de mis facultades es gradual, honda.
Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un
reloj descompuesto. Ni aun
sé si voy
a conseguir notar
con exactitud lo que me pasa.
Lo intentaré...
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer
de noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está
cerrada: yo mismo,
antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas.
La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como
acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde
tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a
domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza.
Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que
duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.
Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro
abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado
en las sienes, el diafragma contraído?
¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?
La habitación es
bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insa-namente la
fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en
que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de
libros, un reducido
escritorio. Ni rinconadas, ni
cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...
Los colores del
tapizado son alegres;
el fondo, claro; por presenti-miento sin duda, no he querido colgar de
la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las
escenas de crueldad
y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso
que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un
miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a
establecerse ese sosiego amodorrado que
invita a la
dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una
voz irónica murmura
dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: "¡No
dormirás, no dormirás!" Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de
alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan
próximo, que me parece escuchar el ritmo
de su respiración
y advertir cómo
su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de
mí. Lo siento
a mis espaldas.
¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin
duda -todo es
posible tratándose de un aparecido-,
la pared retrocede para dejar hueco a
su cuerpo; y
si yo me
volviese ahora de improviso,
vería al ser
que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo,
no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una
mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me
tape con ella los ojos...
Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y
me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la
espantable caricia.
¿Seré tan cobarde?...
Avergonzado, empiezo a recontar
los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi
media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de
ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme
en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo
mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He
mostrado indiferencia ante
los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la
entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni
el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni
las desordenadas palpitaciones
del corazón, que, súbito, se detiene como si fu-ese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica
su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada
o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte
que todos y se precipita tor-rencial, causándome una especie de congestión. Es
que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de
fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y
permanezco así, oyendo siempre el respiro
del otro mundo,
que, en ondas largas, sutiles, me
envuelve...
Me he consultado. "Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas
nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación." ¡Como
si los
nervios y la
imaginación no formasen parte de
nosotros! ¡Como si
supiésemos lo que esas palabras
-nervios, imaginación- quieren decir!
He viajado; mi viaje ha durado tres meses.
En las habitaciones
de las fondas,
infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido
detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues
no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está
allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra
hasta mis tuétanos,
que vierte en ellos ponzoña.
Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y
disparé hacia atrás,
donde sentía el hálito maldito.
Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían..."
"Y es preciso que esto
termine -decía una de las últimas
hojas del diario.
Me volveré loco, porque, después
del disparo, he vuelto a oír la respiración,
he vuelto a
comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un
suplicio que ni puedo confesar."
Sin duda, después
de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su
oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.
"Blanco y Negro", núm. 714, 1905.
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