A principios de
este mismo siglo, que ya se acerca a su fin, algo después que echamos al
invasor con cajas destempladas, y un poco antes que se afianzase, a costa de
mucha sangre y disturbios, el hoy desacreditado sistema constitucional, había
en la entonces pacífica Marineda cierto tenducho de zapatero, muy concurrido de
lechuguinos y oficialidad, por razones que el lector malicioso no tendrá el
trabajo de sospechar, pues se las diremos inmediatamente...
Llamábase el
maestro de obra prima Santiago Elviña, y sería la más gentil persona del mundo
si no adoleciese de dos o tres faltillas que, sin desgraciarle del todo, un
tantico le afeaban. Eran sus ojos expresivos y rasgados; pero en el uno, por
desdicha, tenía una nube espesa y blanca que le impedía ver; y su tez fuera de
raso, a no haberla puesto como una espumadera las viruelas infames. El cabello
(que en sus niñeces es fama lo poseyó Santiago muy crespo y gracioso) había
volado, quedando sólo un cerquillo muy semejante al que luce San Pedro en los
retablos de iglesia. Y aun con todas estas malas partes ostentaría el zapatero
presencia muy gallarda, a no habérsele quedado la pierna izquierda obra de una
pulgada más corta que la derecha y estar el pie correspondiente a la pata
encogida algo metido hacia adentro y zopo. Hasta se asegura que de este defecto
se originó la vocación zapateril de Santiago, puesto que necesitaba calzado
especial, con doble suela de corcho, y por deseo de calzarse bien dio en
aprender a calzar a los demás con igual perfección y maestría.
Porque, eso sí,
de las manos y de los brazos no solamente no era zopo Santiago, sino tan listo
y bien dispuesto, que no había forma que se le resistiese ni labor que no
sacase acabada y primorosa. Así contorneaba el menudo chapín de tabinete negro
que lucía en Semana Santa la mujer del comandante de armas o la sobrina del
deán, como batía la fuerte suela de las recias botas de soldados y marineros.
Daba gusto ver un par de calzados en el instante crítico en que Elviña,
extrayéndolo de la hormaza, lo alineaba juntándole las punteras, y, echándose
hacia atrás, se recreaba en contemplar el brillo charolado, la limpieza de los
puntos, la pulcritud del encerado reborde de la suela y, en fin, todos los
detalles que hermosean una obra maestra de zapatería.
Pero no le
sacasen de su oficio al buen Santiago; fuera de la habilidad pedrestre no se
buscase en él otro mérito ni señal de agudeza, discreción, ingenio, oportunidad
o donaire. Había nacido llano de entendimiento, pobre de espíritu, crédulo en
demasía, más que por necedad y simpleza, por candidez y bondad de corazón; era
su confianza en el género humano tan extremada, que, si teniendo manos de oro
para su oficio no estaba ya rico, había que atribuirlo a los infinitos pufos y
chascos que le costaba su ingenuidad inverosímil; y sería cuento de nunca
acabar citar nombres de personas descaradas que andaban por Marineda, calzadas
de balde a cuenta del seráfico Elviña. Y es lo bueno que, si alguien le daba
matraca sobre el asunto, respondía moviendo la cabeza (pues era, aunque tan
infeliz, unas miajas terco y tozudo):
-Pues si me debe
los escarpines peor para él. En el otro mundo tendrá que pagármelos con
réditos. Sobre su alma van. A no ser que el infeliz no tenga; que entonces...
Al que no tiene, el rey le hace libre. Allá arriba hay quien lleve cuentas...
¡y bien justas!
Con su cutis de
criba, su nube en el ojo, su cabeza pelada y su pata coja, Santiago consiguió
la dicha de encontrar una esposa no solo ejemplar, sino de harto buen palmito y
más que medianas entendederas comerciales. Bajo su dirección prosperó la casa,
creció el modestísimo peculio, hubo aseo en la tienda, y en el hogar, paz y
abundancia. La zapatera discernía de parroquianos, dirigía la venta y entrega
del género y precavía las inocentadas del marido, cobrando a toca teja.
Convencida de la edad moral de su esposo, se había erigido en su protectora y
solía decir:
La dura suerte
quiso que pronto conociese Santiago cuánto perdía al faltarle el numen
tutelar... Murió la esposa dando a luz una niña..., y Santiago quedó solo y con
el quebradero de cabeza de sacar adelante a la rapaza.
Ésta -que se
llamaba Margarita- se crió de milagro; el padre la alimentó con vasitos de
leche y sopas, ayudado de las vecinas compasivas, que eran todas en aquel
barrio del Jardín, y jugando con recortes de suela, retazos de cordobán, leznas
y martillos, la muchacha creció; fue espigando, formándose, engruesando, echando
carnes y lozaneando lo mismo que albahaca en tiesto o rosa en rosal. Si
entonces se conociesen el poema de Goethe y la ópera de Gounod,
no faltaría quien encontrase poética semejanza entre la amante de Fausto y la
no menos humilde Margarita zapateril, porque ésta tenía como aquélla el pelo
rubio lo mismo que el oro, el aire modesto y jovial a la vez. No era delgada ni
pálida, sino fresca y mórbida, como suelen ser las hijas de Marineda; fina
pelusa suavizaba su tez; sangre juvenil y pura coloreaba sus mejillas, y sus
ojos verdosos y límpidos eran como dos «pocitas» de agua de mar en que se
refleja el cielo.
¿Vas
comprendiendo, sagaz lector, por qué estaba tan concurrida de oficiales y
lechuguinos la tienda del buen Santiago Elviña?
Al llegar a la
edad en que la niña se transformaba en apetecible mujer, Margarita había
descubierto, sola y sin ayuda ni consejo de nadie, el secreto de realzar la
belleza con inocentes y baratos artificios, como el artístico peinado, la flor
en el corpiño, el zapato bien hecho (tenía la fábrica en casa), el vestido de
pobrísimo «guingán» o «zaraza», cortado con gracia y adornado... por la
hermosura de quien lo vestía. Sin más arte ni más dispendios, Margarita era un
sol, y casi me parece ocioso advertir que su padre la contemplaba, a
hurtadillas, con pueril orgullo.
Y verán ustedes
la composición de lugar que hizo para sí el zapatero: «Todos dicen que mi hija
es muy bonita y muy preciosa. ¡Vaya si lo es! No dicen sino la verdad. Aún se
quedan cortos, porque vale más que lo que piensan; como que reúne a esa belleza
física otra cosa preferible: el genio de una santa y mucha alegría y mucho
despejo, e igual disposición que su difunta madre para el gobierno y arreglo de
la casa y el manejo de los cuartos. Como al mismo tiempo es tan buena y tan
religiosa, ya sé yo que no tendrá un mal pensamiento ni una acción liviana.
Reunida su fama de hermosa a su fama de honesta, no será ningún milagro que se
prende de ella un señorito..., y si no un señorito, por lo menos un artesano
acomodado, como Nicéforo el ebanista, que tantas vueltas anda dando alrededor
de mi tienda. El que se enamore de ella, ¿qué ha de hacer sino venir
inmediatamente a pegar conmigo y decirme: "Señor Santiago, yo quiero a
Margarita, y esto, y esto, y lo otro?" Y yo ¿qué he de contestar? "En
siendo ella gustosa..., esto y aquello, y lo de más allá". Y a la
iglesia..., y al año, nietos».
Muy orondo vivía
con semejantes esperanzas Santiago Elviña. Nunca había tenido tanta ni tan
lúcida parroquia. Toda la oficialidad de la guarnición puede decirse que se
surtía allí, en términos que fue preciso tomar aprendices y velar muchas noches
hasta las doce y la una. Los militares pagaban al contado, no regateaban nunca;
alababan el género y, por añadidura, decían a Margarita cosas de miel. Santiago
estaba prendado de tal clientela.
Uno de los
mejores clientes era francés, y se llamaba Armando Deslauriers, maestro de
armas del regimiento de Borbón. Tenía este tal muy arrogante muslo y pierna, y
gustaba de realzarla cuando salía a caballo por las tardes, con ciertas botas
de montar de arrugado charol, que, según decía, nadie sabía hacer en España
sino Santiago. No era la bien trazada pierna el único atractivo que realzaba al
profesor de esgrima; podía envanecerse y alabarse de unos bigotes castaños,
lustrosos de cosmético, un cuerpo ágil y estatuario, que el diario ejercicio
del florete volvía más airoso, y, en el ramo de indumentaria, preciarse de una
colección de látigos con puño de plata, calzones de punto, corbatas flotantes y
dijes de reloj en extremo caprichosos, todo lo cual hacia a Armando Deslauriers
muy peligroso para el mujerío marinedino de cualquier estado y condición:
señoras y artesanas, dueñas, casadas y doncellas. Hay que añadir que la
profesión de Deslauriers infundía cierto terror a padres, maridos, hermanos y
novios.
Como íbamos
diciendo, el guapetón maestro de armas dio en aficionarse a las botas que
fabricaba Elviña, y no pasaba momento sin que viniese a indicar alguna reforma
o mejora en las que poseía o a examinar cómo marchaban las que el zapatero
tenía en obra. Ya era un pespunte más apretado, ya un forro media pulgada más
alto, ya la borla que se había estropeado y hacía falta una nueva... Cada
episodio de este género daba pretexto a Deslauriers para divertir largos ratos
en la zapatería, sentado sobre una silla medio desvencijada, charlando y
refiriendo, con labia y acento francés, si bien en muy inteligible castellano,
anécdotas de la guerra, cuentos chistosos, que hacían reír de bonísima gana a
Elviña...
De pronto,
pareció como si Deslauriers les hubiese perdido todo el cariño a sus botas de
montar. Corrieron días, días y días..., y ni asomó por la tienda. Santiago no
paró la atención en tal fenómeno, porque otro gravísimo para él le absorbía y
preocupaba. Margarita estaba enferma, muy enferma.
¿Y de qué? ¡Vaya
usted a averiguarlo! ¡Vaya usted a saber por qué una mocita de dieciséis o
diecisiete adelgaza, rehúsa la comida, se vuelve más amarilla que un limón,
tiene siempre ojos de llorar y cara de morir, se encierra en su cuarto y se
pasa el día echada sobre la cama o sentada en un rincón oscuro, caídos los
brazos, caída la cabeza, sin responder cuando le hablan y sin decir, por más
que la acosen y pregunten, ni qué le duele, ni el origen de su mal!
Así razonaba
Santiago Elviña y así contestaba a las vecinas que, en distintos tonos,
preguntaban noticias de la muchacha o comentaban su retraimiento... Un día,
casualmente, fue el zapatero a confiar sus pesares a la madre del ebanista
Nicéforo, aquel pretendiente asiduo de Margarita, que un año antes le rondaba
la calle sin descanso. La comadre callaba, rascábase el moño con las agujas de
hacer media. Por último, respondió a las lamentaciones de Elviña, pero con
palabras truncadas y reticentes.
-Y usted qué
quiere, señor Santiago... Las muchachas que son... así... piensan que el mundo
es ancho y que no hay más que divertirse y campar... Les gustan los señoritos
de bigote retorcido, los que gastan espuelas y trotan a desempedrar la calle...
Desprecian a los artesanos honrados, a los hombres de bien, que las pretenden
para casarse y hacerlas reinas de su casita... y se van con esos tunantes que
están hartos de burlarse de todas... ¡Ya se ve!... Luego, las chicas se tiran
de las orejas, ¡y las orejas no les sangran!
Digna era la
cara de Santiago, en aquel momento, del pincel de un gran artista. Creo que
hasta el ojo tuerto despedía chispas y lumbres.
-¡Señora Clara!
¡Señora Clara! -tartamudeó..., y de pronto, recobrando habla expedita y el uso
de sus potencias, gritó con tal fuerza que se asustó a sí propio: ¡Embustera!
¡Embustera!
-¡Embustero
usted! -replicó la mujer, furiosa, levantándose como una sierpe. ¿Nos querrá
dar la papilla de que no sabe la verdad? A los tontos con eso..., que aquí no
nos chupamos el dedo, señor Santiago. ¡Y ya que habla tan gordo..., ha de oír!
He de decir que estamos hartas las madres de familia del mal ejemplo de su hija
y de verla escandalizando el barrio con el demontre del franchute allá por los
bancos del Jardín a las doce de la noche. ¡Valiente «cara lavada»! Aquellos
paseos, ¿en qué quería que acabasen? Vaya preparando -añadió con ironía
sangrienta- pañalitos para lo que salga... De aquí a siete años, aprendiz nuevo
en la zapatería...
Santiago no
contestó. Afonía completa. Su garganta no podía formar sonidos. De pronto se
llevó las manos a las sienes y partió corriendo, con toda la rapidez que
consentía el pie lisiado. Entró en su casa lo mismo que un obús, y subió
derecho al cuarto de Margarita...
Se ignora lo que
hablaron hija y padre, aun cuando puede deducirse de los consiguientes sucesos.
Cosa de una hora después de la conferencia, Santiago se puso camisa limpia,
sacó del fondo del arca la ropa dominguera, se calzó un par de botas nuevas
chillonas y, metiendo mucho ruido con suela y tacones, se dirigió desde su
morada al cuartel de Borbón, situado detrás del Jardín. Preguntó por el maestro
de armas «señor Delorié» y le hicieron pasar a un cuarto, donde el francés
bebía y fumaba en compañía de varios oficiales.
Al pronto nada
vio el ofendido padre, tal era de espeso el humo de tabaco allí; pero no tardó
en columbrar, al través de la niebla, a su ofensor, que se adelantaba copa en
mano.
-Hola, señor
Elviña... Qué agradable sorpresa, señor Elviña... Usted por aquí... ¡Qué honor
tan grande!... Siéntese y acepte un sorbito de ron.
Aquella acogida
dejó suspenso al zapatero. Conoció que solo ver el rostro del francés le hacía
temblar de ira, y que otra vez le era «imposible» hablar. Maquinalmente aceptó
la copa de ron, y maquinalmente se la echó al coleto... Los hombres sobrios
disponen de un recurso más que los intemperantes. El ron soltó inmediatamente
la lengua de Elviña.
-¡Oh! ¡A solas
nada menos! -contestó el francés remedándole. ¡Y para qué, señor! Todos saben
aquí el objeto de su venida. ¡Nadie ignora que yo he «derogado» diciendo cuatro
chicoleos a la señorita Margarita..., y usted y ella pensaban de tenerme
cautivo! Y, a propósito, ¿cómo está? ¿Siempre tan jolie? Preséntele
usted mis cumplimientos...
Los oficiales se
agruparon ya en torno de él, celebrando con risotas y bromas la escena. Elviña
apuró el licor, y sintió que le encendía las entrañas.
-Ya que no
quiere usted hablar a solas, hablaré delante de todos. Me es igual. No ha de
ser más negro el cuervo que las alas. Vengo a que se case usted con mi hija en
el término de veinticuatro horas. Si dentro de veinticuatro horas no se ha
casado usted, le mato como a un perro.
-Señor Elviña,
muy agradecido al honor que usted me dispensa pidiéndome mi blanca mano para su
preciosa hija... ¡Y yo sería su marido con la mayor satisfacción!... Pero tengo
hecho un voto... ¿no se dice así?, de castidad...; ¡vamos!, de permanecer
doncello.
Aquí las risas
de los circunstantes fue tan ruidosa, que hizo retemblar los sucios cristales
de la estancia. Santiago calló, apretó los dientes, cogió la botella de ron,
llenó otra copa, bebió otro sorbo, y de improviso, sin chistar, alzando la
diestra, se arrojó sobre el maestro de armas... Diez o doce brazos se
interpusieron entre él y Deslauriers, no tan a tiempo que la mano del zapatero
no hubiese rozado ya ligeramente la sien de su enemigo. Al verse sujeto, por
reacción impensada y súbita, el zapatero... ¡se echó a llorar, a llorar
perdidamente! Y el maestro de armas, que había contraído las cejas cuando se
viera amenazado de un bofetón, al oír los sollozos del padre se aproximó a él,
no sin dirigir antes expresivo guiño a los oficiales que le cercaban.
-¡Oh! ¡Señor
Elviña! ¡Oh! Usted me ha ofendido gravemente... Usted me ha levantado la
mano... Esto es muy serio, ¡ah!, entre gentilhombres... Sean testigos, señores,
de la ofensa. ¡El señor Elviña me debe una reparación! Una reparación en el
terreno del honor... ¡Ah!
-¿Batirnos?
-contestó el padre. ¡Claro que nos batiremos! ¡Había de quedar así! Ahora, sin
tardanza... Salga usted ahí fuera... porque aquí me sujetan todos.
-¡Oh! No lo
entendemos lo mismo, señor Elviña... No ha de ser una cachetina vulgar, sino un
lance como entre caballeros. El honor lo exige.
-No, no; ahora
no; no conoce usted las leyes de la cortesía, señor Santiago... Los lances son
de madrugada siempre... Mañana por la mañanita en el Jardín... Estos señores
serán padrinos... A las seis le aguardamos. Soy el ofendido y escojo el sable.
-¿Me dan ustedes
palabra de no sujetarme? -repitió con desconfianza, asombrosa en él, Santiago
Elviña.
-Verán ustedes
que bonne farce -dijo el francés cuando el pobre diablo hubo salido. Cet
animal-là no ha visto un sable. Le daré una paliza para que no vuelva a
molestarnos..., y luego le traeremos aquí y le emborracharemos con ron..., y le
haremos bailar. A fin de que la broma sea completa y que vean que no quiero
abusar de su bobería, como él es tuerto yo me vendaré un ojo... Nous allons
rire!
Dígase la verdad
aunque redunde en mengua del heroísmo del zapatero: durmió bien poco aquella
noche. A las cinco en punto entraba en la capilla de la Angustia a oír misa de
alba. Oyóla con devoción; rezó varias Salves y, al salir, la casualidad, o un
instinto difícil de explicar, le movió a fijar la mirada en el relieve que
campeaba en el frontón de la portadita. Era la Virgen con su hijo muerto
en brazos, advocación que se conoce por la Angustia. Santiago
recordó a Margarita, a quien había dejado entregada al sueño..., y el único ojo
válido se le nubló, con lo cual pudo decirse que no veía.
Ya le esperaban
en él Deslauriers y el grupo de oficiales, que al verle llegar, cambiaron
codazos y sonrisas. El zapatero, cerrando los puños, iba a embestir contra el
espadachín... Los fingidos padrinos le detuvieron. ¡No sabía él el ceremonial
de un lance de honor! Pues iban a explicárselo punto por punto... El sable se
coge así, se juega asá...
Santiago esperó
resignado, abatido, y empezaron los requisitos burlescos. Hubo reparto de sol,
cotejo y examen de armas, medición de terreno, todo con gran aparato; luego fue
vendado Deslauriers, para que igualasen las condiciones... Despojóse Santiago
de la chaqueta; Armando, de la casaca; agarró cada cual su chafarote, y se oyó
una voz que decía:
Los curiosos
aguardaban, muertos de risa, el duelo de un maestro de esgrima con un zapatero
cojo, que nunca empuñara un arma. Deslauriers, gallardo, risueño en elegante
posición de consumado duelista, tenía apoyada contra el suelo la punta del
sable...
Y correr
blandiendo el sable, antes que su enemigo, cubierto un ojo por la venda,
pudiese hacerse cargo del inesperado movimiento. Al decir «y del Espíritu
Santo», ya la hoja había pasado a través del cuerpo del seductor, que vacilaba
un momento, tambaleándose y, abriendo los brazos, caía desplomado a tierra...
Un golfo de sangre salía de la herida, formando alrededor del cadáver una
especie de laguna roja.
«Nuevo Teatro Crítico», núm. 11, 1891.
Cuento de marineda
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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