Fresco, retozón, chorreando
juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se
dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido
de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.
Viene el Año
Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar
beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar
en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando
camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:
-¿Qué tal,
abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar
gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia apelo!...
El Año Viejo,
alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos
gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.
-¡Dar gusto! ¡Si
creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que
no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han
echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia...
¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de
desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste...» Y no
creas que las acusaciones van contra mí solo... Se murmura de «los años» en
general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al
peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me
enteraba siquiera!...
Aquí se
interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega,
zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni
lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas,
prosigue su camino murmurando con desaliento:
Al entrar en la Tierra , sentíase
descorazonado. Como suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y
además creía herida su dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes
que le maldecirían y le achacarían, sin razón, sus adversidades y desven-turas.
Hasta tal
extremo fatiga esta cavilación al muchacho -advierto que el año de mi historia
era muy delicado y pundonoroso, que decide apelar a una especie de plebiscito.
Si le rechaza la mayoría, si en él ven un enemigo los mortales, hállase
resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada, borrando antes con el dedo las
cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca y negra pizarra del Destino.
Un suicidio por decoro antes que una vida detestable entre la universal
execración.
Con tan firme
propósito, el Año Nuevo, vagando por las calles de populosa ciudad, cruza la
primera puerta que ve franca, por la cual salen quejidos lastimeros. Sobre duro
camastro yace tendida una vejezuela, seca como pergamino, inmóvil. En sus
miembros paralizados sólo vive el dolor. El año se inclina, compadecido, e
interroga a la impedida afectuosamente:
-¡Ay, hijo! Esto
se llama rabiar y condenarse... Tengo dentro un perro que me roe los huesos sin
descanso... ¡Y sin esperanzas de curación! ¡Cuatro años que llevo así!
-¿De modo que no
querrá usted llevar uno más? -exclamó el chico con anhelo-. Porque yo soy el
Año que viene ahora, y si usted gusta, puedo quitarme de en medio. Desaparezco
por escotillón. Usted descuenta ese añito de los que le faltan de padecer... ¡y
a vivir... o a morir, según Dios disponga!
Profundo espanto
se pinta en la cara amojamada de la vieja. Brillan de terror sus apagados ojos,
y cruzando las manos -sólo estaba baldada de la cadera abajo- implora así:
-¡No, Añito del
alma, no te vayas, no te quites! No, Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento
algo aliviada...! ¡Me anuncia el corazón que no has de ser malo como tus
antecesores!... ¡Un añito! ¡Y a mi edad, que quedan tan pocos!
Maravillado sale
el Año de allí, y como anda tan ligero, presto deja atrás la ciudad y se
encuentra en una especie de colonia obrera, albergue de los trabajadores en las
minas de azogue.
Sórdida
estrechez se delata en el aspecto de las casuchas, y las filas de seres humanos
que a la incierta luz del amanecer se dirigen a hundirse en las entrañas de la
mina, llevan estampadas en el rostro las huellas del veneno que impregna su
organismo. Su palidez verdosa, su temblor mercurial incesante causan escalofrío
y miedo.
El Año,
espantado de tal vista, se acerca al que más tiembla, que no parece sino
muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de eléctrica corriente, y le
hace la misma proposición que a la vieja tullida.
El temblor del
desdichado aumenta. Hiere de pie y de mano, danzando como si le hubiese picado
la tarántula maligna. Sus ojos ruegan, sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas
suplica afligido:
-¡Eso nunca,
señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera, no me quite un pedazo de la dulce
vida! ¡Es el único bien que poseo!
Apártase el Año,
entre horrorizado y despreciativo, y con la rapidez propia de su marcha (el
tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega a orillas del mar, ve un presidio
y se introduce en una de sus cuadras.
Residencia para
todos odiosa, sombría, mefítica, emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué
será para el hombre que no cesa de dar vueltas a tremenda idea fija: la
certidumbre de haber sido condenado sin culpa a cadena perpetua, y de que,
mientras se consume en el penal, abrumado de ignominias, el verdadero criminal,
que le robó libertad y honor, se pasea tan tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido
de la propia mujer del preso?
Y los abyectos
compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un instinto de
honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han tomado por
esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y desempeñe
los menesteres más bajos.
Cuando el Año
penetra en la cuadra, el desdichado preso se ocupa en liar los sucios petates
de la brigada toda.
Al formular la
proposición, seguro de que la oiría con transporte, el Año sonríe; pero el
presidiario, apenas comprende, se subleva, chilla, pone las manos como para
defender o pegar.
¡No faltaba más!
¡Después de tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia!
¡En seguida! ¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle?
¡Pues hombre!
Confuso y
aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la tentativa? Nadie
quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra...
Sin embargo, por
tranquilizar su conciencia, recorre el Año los lugares en que se llora, las
mansiones del dolor y la necesidad, las famélicas buhardillas, los campos que
riega el sudor del labriego, los asquerosos burdeles, los hospitales, los
asilos de la mendicidad, las leproserías, las glaciales prisiones siberianas...
Doquiera le dicen «arre allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio...
Ahíto de ver
tanta desdicha, el Año quiere reposar una hora en alguna casa alegre, rica y
elegante, y se detiene en el palacio de un señor poderoso, a quien rodearon
desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre quien llovieron amores, honores y
riquezas.
En una estancia
que más parece museo, donde tapices de armoniosos tonos apagados sirven de
fondo a relucientes y arrogantes armaduras antiguas; recostado en un sillón
guadamecí, descansando la sien sobre el puño, está el potentado, siguiendo con
lánguido mirar los reflejos de la llama que arde en la chimenea.
«¿Qué dirá éste
de mi proposición? -calcula el Año. Saltará al oírla. Me cruza con aquella
tizona, de fijo.»
¡Y por
chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido trato... Doce meses menos, un
recorte en la tela del vivir!... Alza la frente el magnate, sonríe penosamente,
y tendiendo la diestra, farfulla como si tuviese pereza de hablar:
-Convenido:
venga esa mano... ¡Doce meses de aburrimiento que desquito! Mil gracias... No
tengo arranque para pegarme un tiro; pero así, indirecta-mente, es otra cosa...
Y entonces el
Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la señorial mansión, y anuncia a son
de trompeta, en calendarios y diarios, su entrada en la casa de locos de la Humanidad.
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