Desde que habían tomado aquella
criada, los esposos no podían evitar cierta inquietud, que se comunicaban en
frases embozadas y agoreras, en alusiones intencionales y hasta, sin necesidad
de palabreo, con un enarcar de cejas o un leve guiño.
¿Qué tenía de particular la Liboria para que se
justificase tal impresión? Ahí está lo raro: mirándolo bien, nada. Era una
zagalona de veintidós a veintitrés años, de buenas carnes y ojinegra, que había
venido recomendada por el señor maestrescuela de la catedral de Toledo; porque
en el pueblo casi no se encontraba servicio, y además las «chicas» parecían
hechas de corteza de alcornoque, y ni tenían idea de cómo se enhebra la aguja.
Los amos de Liboria debían, eso sí, confesarlo: era modosa, en el coser
revelaba la enseñanza de las monjitas. Cogía de un modo invisible los puntos de
las medias, y hacía con el ganchillo tapetes, colchas y respaldos de sillón,
que daban gozo. Guisaba medianamente platos de cocina pobre, sin malicia, pero
sartenes y cazos relucían de limpieza, lo cual, dígase lo que se diga, no deja
de contribuir a despertar el apetito. De manera que, en suma, la sirviente
cumplía su obligación como ninguna de sus predecesoras la había cumplido jamás.
Don Lucas, el amo, farmacéutico con pujos de ilustración, no acertaba a
negarlo; pero doña Flora, su mujer, mantenía en él la escama, la desconfianza
indefinible. No pudiendo dar otras razones, sostenía los principios de esa
endogamia que de pueblo a pueblo se mantiene viva, como en los tiempos de las
tribus.
-No es deaquí. ¡Eso hay que mirarlo, hijo! Debimos pensarlo.
La prevención contra «la forastera»
no aparecía manifiesta solamente en sus amos: La Liboria trataba
inútilmente de congraciarse con la juventud pueblerina, buscando amigas, sin
hallarlas. Reuníase solamente los días de salida con una sirvienta de la única
y fementida posada que existía en el pueblo, forastera también; hasta se
sospechaba, con terror, que de Madrid pudiese haber procedido, aunque ella lo negaba,
prefiriendo conservar el misterio de su pasado... ¡cualquiera sabe! Los amos de
Liboria le prohibieron juntarse con la equívoca moza de mesón; ella respondió
algo muy natural:
-¿Con quién quieren ustés que me
junte, amos a ver, si tos me huyen como si tuviese «la cólera»?
La amistad con «Marisapo»,
desagradable y hostil mote puesto a la del mesón, a causa sin duda de su
estatura rebajuela y su hechura ancha, con brazos cortos, fue estrechándose, y
Liboria se adaptó a la influencia de su única amiga. Poco a poco, ya con
ironías y timos aprendidos de algunos huéspedes que en su rápido paso dejaban
sembrado el escepticismo burdo que profesaban ya acaso con lecciones hijas de
la dura experiencia, la «Marisapo» fue descubriendo a Liboria horizontes no sospechados
quizás. ¡Bien tonta era en perder su juventud, que no vuelve! ¡En comenzando a
picarse las muelas y a salir canas, adiós lo bueno! Para cuatro días que se
vive, ¿qué mal hay en divertirse un rato, sin hacer daño a nadie? Total: era
cada quince días cuando daban permiso a su criada los farmacéuticos. Aquel
tiempo era suyo; bien ganado lo tenía. ¿Por qué no ir al salón de baile, a
matar un rato?
Quedó convenido para el domingo
próximo. Desde el viernes, Liboria no sosegaba. Los preparativos de atavío y
peinado adquirían proporciones de suceso capital. En una escapatoria logró
comprar una tenacilla. Polvos de arroz, se los facilitó Marisapo, eran obsequio
de un comisionista galante. Repasó minuciosamente su mejor vestidillo de lana
negra, y con el betún del señor sacó brillo a sus zapatos. ¿A quién? Sin duda a los de fuera... El viejo rito de la
olvidada organización tribal, atávica, de la cual no tenían el más leve
conocimiento reflexivo, remanecía, salía de las obscuridades de la
subconciencia como impulso voluntario. ¿Qué venía a buscar en el baile, entre
las mozas de la localidad, con sus collares de brillo? ¿Por qué las provocaba
presentándose con otro adorno, con otro peinado no visto nunca? ¿Por qué echaba
de sí un olor a botica o a especias, que hacía estornudar? ¿Por qué le colgaban
sobre los ojos aquellas cortinas de pelo? El flequillo, sobre todo el flequillo
les causaba una malsana excitación, de ira sensual. ¡Vaya con la provocativa!
¡No se había de arreglar como toas, con su rodete!
El más enfurecido, Tomás Cachopa,
el carretero, sugirió sombría-mente:
-Había que esquilarla como a las
mulas y a los carneros. ¡Veríais si se le abajaban los humos!
La idea prendió en la imaginación
de los mozos. ¡Sería divertido lo de la esquiladura! Sólo que allí no tenían
tijeras, ¡corcho! ¡Qué lástima!
Tomás, a la descuidada buscaba algo
en la faltriquera. Una navaja vale como las tijeras mejores; y no es menester
ser pastor para saber esquilar.
Las mozas alborotadas con la
complicidad de los mozos, se hacían señas, esperaban preparadas, con la emoción
de lo que iba a suceder. La música tocaba de un modo agrio y estridente; pero
nadie se arrancaba a bailar. Uno de los huéspedes de la posada, tratante en
vinos, había sacado hacía rato a Liboria; pero Marisapo, experta y ya alarmada,
deslizó una observación al oído del hombre, y éste retrocedió.
-Cuidao... están de malas...
Cachopa es muy bruto...
Los claveles de las mejillas de
Liboria se convirtieron en palidez de arcilla. Comprendió que pasaba algo gordo.
Poseía una cadena de vidrio y
perlas falsas, y, llegada la hora, se la colgaría. Con la tenacilla hizo
asombros. Onduló su pelo como hiciera un peluquero, no sin haberse recortado
antes un flequillo, que atusó con pomada. Un perfume barato y almizclado impregnó
sus manos y su cuerpo. Dos calabazas de coral, única joya de su joyero, se
columpiaban en sus orejas rellenitas, pletóricas de sangre joven. Ante la rota
luna que colgaba en la falleba de la ventana de la cocina, por no tener en su
alcoba suficiente luz, sonrió a su imagen, barnizada de frescura, con la nota
carminosa de los labios, turgentes de savia como un capullo de rosa colorá. Todo en ella quería
alborotarse, quería la expansión de mocedad verde y golosa de los sabores del
vivir. Y cuando una mujer, siente tal instinto, gana un relucir especial de
hermosura. Parece como si la alumbrasen por dentro luminarias de alegría. Los
pies le bailaban anticipadamente a la moza, cuando salió a la calle en busca de
su compañera.
-¿Voy bien? -interrogó, buscando el
primer halago-. La respuesta de la de la fonda fue juntar en la boca todos los
dedos de la mano derecha, y separarlos bruscamente.
Al entrar en el salón, donde hacía
un calor insoportable y flotaba un vaho de cuerpos humanos espeso y mareante, algunos
hombres, entre ellos dos huéspedes de la fonda, jaraneros y corridos, acogieron
a la forastera con una gran granizada de piropos, que la pusieron carmesí,
mitad de orgullo y mitad de vergüenza. Marisapo, riendo, le pellizcaba, para
indicar que no se aturullase, que allí estaba ella.
Un sordo rumor corría ya entre las
mozas del pueblo, agrupadas en uno de los costados del salón, sobre una fila de
banquetas mugrientas; adquiridas por el empresario en el saldo de muebles de
deshecho de un café.
No gritaban: cuchicheaban
apasionadamente, ahogaban risitas mofado-ras. Secreteando, se cogían la boca
como para ahogar la carcajada, que sale espurriante, y lanzaban miradillas de
reojo al racimo de mozos, que, fronteros, sin haber soltado sus garrotas y
cachavas, permanecían de pie, mudos y amenazadores. ¿Amenazar?
-Vámonos, María, suplicó con
angustia.
El carretero venía ya hacia ella,
empalmada la navaja. Agarrar el moño, un corte al sesgo y, ¡zas!, se vería lo
que quedaba del peinado insolente, insultador para las otras muchachas. Se
abalanzó, blandiendo la hoja reluciente. Liboria, con un chillido agudo,
instintivamente se defendió con el brazo, y la sangre brotó, empapando la tela
del vestido: el arma había penetrado hasta el hueso.
Cayó al suelo desvanecida de terror
y dolor. Hubo una reacción: dos o tres se arrojaron a sujetar al culpable, que,
estúpidamente, sin soltar la navaja, repetía:
-Si era pa esquilala, ¡corcho! ¡Pa
esquilala no más!
Los huéspedes de la fonda,
atemorizados, habían desaparecido. Y sólo Marisapo, valerosa, furiosa,
increpaba, arrodillada en el suelo al lado de la desmayada, a quien vendaba el
brazo con un pañuelo, en la urgencia de atajar la hemorragia:
-¡Bruto, más que tus mulos,
salvaje, mala alma! ¡Qué daño te había hecho la desdichá!, ¿vamos a ver?
¡Debían ahorcarte, so perro! ¡Dame esa navaja, que te saco las tripas con estas
manos, maldecío!
El carretero permanecía en pie, y
al notar que le desarmaban, que le empujaban hacia fuera y gritaban «¡Un
médico! ¡Socorro!», se afianzó en los pies, y refunfuñó torvamente:
-¿Qué, no pué un hombre correr una
broma? Ella misma se ha jerío. Que se fastidie y que se rasque. ¡Pa que aprenda
a venirnos con moas nuevas!
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