Los últimos fríos del invierno
ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la
atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o
del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía
del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la
blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras;
arrollado a la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del
encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una
cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños
tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos;
entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y
pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.
En primer término,
casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses. No se ve en él, aparte de
la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de
ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca
también, bolas impacientes y danzarinas que son los piececillos. Se empina
sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va a su
lado -probablemente el papá- le hace una carantoña o le enciende un fósforo, el
mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del
cielo en sus ojos puros. Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en
postura desdeñosa e indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla
cubierta con la estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con
zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de
coquetería; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con
oculta e íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os
gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual,
frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el
sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el
pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para
el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún lazo o moño que la impulsó
a adquirir su tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro
que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años,
tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una
capotita casi invisible, que realza su perfil delicado y serio. No lejos de
ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se
reconcentra como para soñar o recordar.
Con semejante
tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosa-mente al sol, ni más ni menos
que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por un tronco inglés
legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de metal deslumbran; sus
mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea con voz animosa, y el
cobrador pide los billetes atento y solícito, ofreciendo en ademán cortés el
pedacillo de papel blanco o rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar
los cargamentos de obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo,
vagan por la atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos
limpios y brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo
una moneda, al buscarla se entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes
de enaguas y tobillos menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá
arriba, el sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el
gentío que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad
del día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué
aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del barrio
se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del
comedor sólo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce que la dueña en
persona eligió en casa de Martinho o de Prast!
Una sola mancha
noté en la composición del tranvía. Es cierto que era negrísima y feísima,
aunque acaso lo pareciese más en virtud del contraste. Una mujer del pueblo se
acurrucaba en una esquina, agasajando entre sus brazos a una criatura. No cabía
precisar la edad de la mujer; lo mismo podría frisar en los treinta y tantos
que en los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan
traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba
colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene
fisonomía, es elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las
airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la
arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado
desaliento de una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el
supremo indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la
mujer a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no sólo
a la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.
Sospeché que
aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda alguna, padecía
amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a secas la acepta con
feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace ajeno a reivindicaciones
socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a nada conduce protestar. Lo que vi
escrito sobre aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por
los cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de
párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante,
era cosa más terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.
El niño dormía.
Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era flamante y decoroso.
Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos bastos, pero fuertes, se
hallaban en un buen estado de conservación; su chaqueta gorda sin duda le
preservaba bien del frío, y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado
por el sueño, parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona.
Dormía tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en
tiempo y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente
con su mano descarnada, denegrida y temblorosa.
El cobrador se
acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la calderilla. La mujer se
estremeció como si despertase de un sueño, y registrando en su bolsillo, sacó,
después de exploraciones muy largas, una moneda de cobre.
-Son quince
céntimos desde la Puerta
del Sol, señora -advirtió el cobrador, entre regañón y compadecido, y aquí me
da usted diez.
-Pues quince hay
que pagar -advirtió el cobrador con alguna severidad, sin resolverse a gruñir
demasiado, porque la compasión se lo vedaba.
A todo esto, la
gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y una señora buscaba ya
su portamonedas para enjugar aquel insignificante déficit.
Aun antes de que
la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la espalda encogiéndose
de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven algunos.» De repente,
cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin soltar a su hijo y echando
llamas por los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó, dirigiéndose a
los circunstantes:
Este frunció el
ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se había vuelto loca la
infeliz para gritar tan desaforadamente y decir semejante incongruencia; pero
ella ni siquiera advirtió el movimiento de extrañeza del auditorio.
-Se me ha ido con
otra -repitió entre el silencio y la curiosidad general. Una ladronaza pintá y
rebocá, como una paré. Con ella se ha ido. Y a ella le da cuanto gana, y a mí
me hartó de palos. En la cabeza me dio un palo. La tengo rota. Lo peor, que se
ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van dos meses que no sé!
Dicho esto, cayó
en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el pañuelo de algodón que
llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un huracán interior la
sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las demacradas mejillas dos
ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba por lo bajo palabras
confusas, el resto de la queja, los detalles crueles del drama doméstico. Oí al
señor cuarentón que encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar
al oído de la dama que iba a su lado.
-La desdichada
esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa jeta y ese ojo de
perdiz que tiene!
La dama tiró
suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El cobrador se acercó a
la mujer y le puso en las manos la dádiva.
El contagio obró
instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se sintió acometida del
ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas, carteras y saquitos. La colecta
fue tan repentina como relativamente abundante.
Fuese porque el
acento desesperado de la mujer había ablandado y estremecido todos los
corazones, fuese porque es más difícil abrir la voluntad a soltar la primera
peseta que a tirar el último duro, todo el mundo quiso correrse, y hasta la
desdeñosa chiquilla de la gran melena rubia, comprendiendo tal vez, en medio de
su inocencia, que allí había un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo,
lleno de seriedad y de elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo
para la pobre.» Lo raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por
aquel maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de
las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le
puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la
limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad moral de
reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en una idea fija
que la mujer seguía al través del espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en
epiléptica trepidación.
Así y todo, su
actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción compasiva. El que da
limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se perece por el golpe de
varilla transformador de lágrimas en regocijo. La desesperación absoluta le
desorienta, y hasta llega a mortificarle en su amor propio, a título de
declaración de independencia que se permite el desgraciado. Diríase que
aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque
al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas, entre las
cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho,
ni les hacía pizca de caso. Claro está que este pensamiento no es de los que se
comunican en voz alta, y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo
guardaron para sí y fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen
género y hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te
arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una ya;
cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando así,
encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del error o
chasco sentimental que se le había sugerido.
* * *
Poco a poco fue
descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya mucha gente. Salían
con rapidez, como quien suelta un peso y termina una situación embarazosa, y
evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón, siempre trémula, que dejaba
marchar a sus momentáneos bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo
pague.» ¿Notaría que el coche iba quedándose desierto? No pude menos de
llamarle la atención:
-¿Adónde va
usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se distraiga y vaya a
pasar de su casa.
Tampoco me
contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente: «¡Quia! Si voy
mucho más lejos... Sabe Dios, desde el coche-rón, lo que andaré a pie todavía.»
El diablo (que
también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me tentó a probar si las
palabras aventajarían a las monedas en calmar algún tanto la ulceración de
aquella alma en carne viva.
-Tenga ánimo,
mujer -le dije enérgicamente. Si su marido es un mal hombre, usted por eso no
se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para él debe usted trabajar y
vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo que no intentaría por sí misma.
Mañana el chico aprenderá un oficio y la servirá a usted de amparo. Las madres
no tienen derecho a entregarse a la desesperación, mientras sus hijos viven.
De esta vez la
mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos irritados y secos,
de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada fija removía el alma.
El niño, entre tanto, se había despertado y estirado los bracitos, bostezando
perezosamente. Y la mujer, agarrando a la criatura, la levantó en vilo y me la
presentó. La luz del sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de
par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la
abandonada era ciego.
«El Imparcial», 24 febrero 1890.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario