Lentamente iba subiendo la cuesta
el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y
prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye a lo lejos.
Para el labriego, es causa de engreimiento la agria queja del carro; pero esta
vez en el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza. A cada áspero gemido
sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el
repecho; la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de
hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata,
se estremecían, aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso
perfume de la pradería.
A la puerta de
la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca, negruzca,
desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas faenas
campestres. Ayudó Pilara a su marido a desuncir el carro, y mientras él
encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo separado por un tabique
del «leito» conyugal. No cruzaron palabra. No era que no se quisieran; al
contrario, queríanse bien aquellos dos seres, a su modo: sino que el labriego
es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin
gastar saliva. La actitud de Telme y su gesto decían a Pilara cuanto le
importaba saber. El hijo había salido útil, según el recono-cimiento..., y por
ende ya era «del rey»; era soldado.
Con un nudo en
la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la cena, colocando sobre
la artesa las dos escudillas de humeante caldo de «pote». Las despacharon, y,
ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo
la hierba jugosa, y no se oía a marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el
gaznate. Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de
esta noche!
De pronto -aún
no pensaban en cantar los gallos- saltó de la celdilla que sirve de cama al
campesino mariñán, y encendiendo un «mixto» y la candileja de petróleo, pasó al
establo y se dispuso a sacar la yunta. Pilara, sorprendida, medio soñolienta,
le siguió. ¿Qué era aquello? ¿Iba a la feria, por fin? Que esperase tan
siquiera hasta que ella trajese para los animales otra carga de «herbiña»... Y
el labriego, brusco y sombrío, respondió a media habla:
La mujer se
quedó como de piedra. No insistió. ¿Para qué? Sobraban explicaciones. Había
comprendido. La limitada vida del labriego se compone de hechos de
significación indudable. Quien lleva a la feria la yunta sin el carro, va a
venderla. A eso iba Telme; a deshacerse de sus hermosos bueyes para librar al
mozo.
Pasado el primer
instante, como barril de mosto al que le quitan el tapón, se soltó a chorros la
aflicción de Pilara. La marcha de los bueyes, para no volver más, era cosa tan
dura, que la aldeana sintió un dolor físico en las entrañas; le arrancaban lo
mejor de su casa, lo mejor de la parroquia, lo bueno del mundo, ¡En cuatro leguas
de «arredor» no había yunta como aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos, de un
color rojo brillante como el limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de tanta
ley para el trabajo, y tan mansos y amorosos, que un chiquillo de siete años
los lindaba!
Verdad que
tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido, más sano, más
hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra Señora nos ayude, San
Antonio nos valga! Pilara sollozaba a gritos, arañándose el atezado rostro.
Telme, entre
tanto, en la corraliza, pasaba el «adival» por entre las astas de los bueyes, y
rezongaba, rechazando a su desconsolada mujer.
Echó la aldeana
los brazos al buey de la izquierda, el Marelo -el más guapo y forzudo, el que
lucía una estrellita blanca en el testuz- y a su manera, torpemente y
hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y pestañudos, de la bestia.
La caricia
equivalía a una despedida; la madre, lo mismo que el padre, «escogía» al suyo,
al hijo; no querían, enviarlo allá, a las islas del demonio, donde la fiebre y
la peste chupan a los hombres y el machete los descuartiza. ¡Asús mío! Pero una
cosa es «escoger» a quien cumple que se escoja, y otra no tener ley a la yunta,
¡que para no tenérsela, había que ser de palo! Porque, a más de que aquella
yunta le ponía la ceniza en la frente a todas las de la Mariña , se ha de mirar de
que Pilar y Telme llevaban años quitándose el mendrugo de la boca para dárselo
a los bueyes. La corteza de borona, la encaldada de patatas, calabazo y berza,
son alimentos que comparten el labrador y el buey; lo que hace encaldada para
el animal, hace caldo para el dueño. Si el buey engorda, es que el labrador se
priva, mermando su ración. La vanidad, ese tenacísimo sentimiento humano, que
nunca pierde sus derechos, también alienta en los labradores. Toda la parroquia
envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que Pilara les había colgado de las
astas, de suerte que cayese en el remolino central del testuz, un evangelio y
dos dientes de ajo encerrados en una bolsa, remedio contra la «envidia», que
para el aldeano es una fuerza misteriosa, capaz de maleficiar. Pero, aunque
dañina, la envidia es lisonjera. Telme iba por el camino real con sus bueyes,
que ni el Papa en su silla. Y ahora..., ni fachenda, ni provecho, ni orgullo,
ni labranza; al agua todo. El carro, perpetua-mente inmóvil y en la corraliza;
las tierras, sin arar; los lucrativos «carretos» de piedra y arena, para
otro... No había remedio. ¡La elección estaba hecha!
Así que se alejó
Telmo y dejó de oírse el paso acompasado de la yunta, Pilara secó en el dorso
de la áspera mano los últimos lagrimones, y, resignadamente, se puso a disponer
lo necesario para la cocedura. Con llorar no se calienta el horno ni se amasa
la harina.
La aldeana bregó
sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y sobaba la masa con las
oscuras manos, la congoja iba calmándose. Adiós los bueyes..., pero ya vendría
el rapaz. Si buena era la yunta, Andresillo mejor. A forzudo y voluntario,
ninguno le ganaba. En un día despabilaba él más obra que en una semana otros. Y
ni pinga de vino, ni camorrista, ni amigo de ir de tuna. Ganas tenía de
arrendar un lugar y casarse; pero ahora que sus padres se quedaban por él sin
la luz de los santos ojos..., ya les ayudaría a juntar para otra pareja. Con lo
que tenían guardado en el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos o tres
años...
No pasaba de
mediodía cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con las manos vacías,
enrollado el «adival» alrededor del cuerpo. Esta vez, Pilara preguntó ansiosa:
«¿Cuánto? ¿Cuánto?» Telme tardó en responder. Al cabo, mohíno, al ir a sentarse
a comer el pote con unto rancio y la «borona» enmohecida -la «bolla» fresca no
había salido aún del horno, ni saldría hasta la tarde, desató la lengua, entre
reniegos, porque ya sabía Telme que lo que bajase de cinco mil y pico era
regalar la yunta; y en aquella maldita feria no parece sino que se habían
juramentado los compradores para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada
y «mala idea», porque tan pronto como se los dejó a un chalán desconocido, con
acento andaluz, en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dio ventaja al chalán
y se los llevó. Pero ¡tenían que ir al arca...! Y pronto, pronto. Que él
pediría emprestada la burra a Gorio de Quintás, y a las tres, Dios mediante,
había de estar en Marineda, depositando el dinero a cambio del hijo.
Abrieron el arca
como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba las manos, gemía bajito,
alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza, al volver del revés sobre la
artesa el calcetín de lana gorda: los ahorriños de tanto tiempo. Estaban en
moneda sonante, en metálico; el labriego no quiere guardar papel. Había duros
relucientes del nene, otros oxidados, mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque
sabían al dedillo la cantidad recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo
necesario en un pañuelo de algodón azul, por no mezclarlo con lo de la venta,
que iba casi todo en billetes de a ciento, oculto a raíz de la carne. Hecho
esto, salió en demanda de la pollina.
Pilara aguardó,
aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre dormía aquella noche en
Marineda, para volver con el mozo, temprano. Se acostó al fin. A cosa de la una
oyó llamar a voces, y conoció la de Telme. La sangre le dio una vuelta. Saltó
en camisa, encendió la candileja, abrió: Telme, con la cara color de difunto,
estaba delante de ella. ¡Madre mía de las Angustias! ¿Qué pasaba? ¿Y Andresiño?
-¡Calla!
-profirió Telme. No me hables, que pego fuego a la casa, y te parto los lomos
y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos quedado solos, mujer, sin
bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria... me metió cuatro billetes falsos!
Y el padre, en
vez de realizar sus amenazas de partir los lomos a todo el mundo, se dejó caer
al suelo y se arrancó el pelo a puñados, llorando como las mujeres.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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