A los pocos días
de residir en el poblachón de la montaña donde me confinaba mi carrera y la
necesidad de empezar a formarme un porvenir -éramos seis hermanos, y mis padres
tenían lo estricto y nada más- empezaron a hablarme de mi patrona a medias
palabras reticentes.
Para combinar un
arreglo económico, mi madre había escrito a aquella mujer, de quien supo por
referencias, para que me cediese habitaciones y guisase mi pitanza. El precio
nos pareció inverosímil, y cuando probé el trato creció mi sorpresa. Vivía yo
como un príncipe por una cantidad módica hasta lo sumo. No faltaban en mi mesa
frescas truchas del río, pollos tiernos, jamón excelente, embutidos sabrosos y
otros regalados manjares; mi alcoba y mi despachito eran tazas de plata; a mi
ropa blanca no le faltaba cinta ni botón, y Mariña, la huéspeda me hablaba en
tono de respeto, que gradualmente fue matizándose con unas ráfagas de algo que
parecía cariño. Al oírme ensalzar las cualidades de Mariña, su habilidad de
cocinera, en la tertulia de la botica y en las tardes ociosas del Casino,
menudearon las indirectas, unas en tono de chanza, otras con acentuación grave
y fúnebre. Mariña..., ejem... Mariña..., jum... Mariña..., ¡vamos! Bueno,
Mariña...
Supuse, al
pronto, que me insinuaban algo respecto a la conducta de la patrona en el
terreno amoroso; y a la verdad, como este punto me tenía perfectamente sin
cuidado y me encontraba en el hospedaje cual ratón en queso, me encogí de
hombros, echándome a reír. ¡Historias de mujeres y de hombres! ¡Pchs! Un
comino... Sin embargo, miré con cierta curiosidad a Mariña. Frisaría en los
treinta y pico, y su cara, de facciones bien perfiladas, no mostraba ese tono
rojizo de las mujeres laboriosas de baja clase, sino una firme palidez, que
daba realce al colorido de los labios, muy rojos. El pelo, negrísimo, abundoso,
liso y fuerte, lo recogía en rodetes tras de la oreja. Los brazos,
arremangados, eran de un modelado correcto. Bajo su blusa de percal, el seno
conservaba proporciones juveniles. La mirada, un poco cautelosa, la velaban
pestañas densas. Las cejas, sombrías, pobladas y juntas, imprimían cierta
dureza a la fisonomía. Era, en suma, una mujer que, sin ser fea, no sugería
ideas voluptuosas; un no sé qué en ella, alejaba la tentación. En cambio,
indefinible recelo me empezó a acometer en medio del bienestar que la solicitud
de Mariña me proporcionaba. Y es que un día tras otro, las vagas indicaciones
hacen mayor efecto que haría la forma calumnia. Se apoderan del ánimo con
fuerza superior; su lento trabajo es más seguro. Por otra parte, las
insinuaciones, al reunirse, se condensaban.
Preocupado ya,
decidí esclarecer el misterio. Cogí a Agonde, el boticario, hombre formal, de
buen consejo, y le intimé mi formal voluntad de saber qué era aquello... ¡de
una vez!
-Diré a usted...
-murmuró el boticario, a la defensiva, sobándose reflexiva-mente la barba gris.
Son gaitas... La gente... ¡Cuentas claras!
El boticario
escupió de soslayo, y, con calma, encendió un puro, dióme otro y, confortado y
refugiado tras del humo de la primera chupada, profirió:
-Bueno, ahí va
esa... Mariña fue bonita y se casó con un tío suyo, un usurero, siendo moza
como de veinte años. Que el tío le dio mala vida, hasta los gatos lo saben; la
hacía levantar a las altas horas para guisarle caprichos, carne así y huevos
del otro modo; le tiraba a la cara la tartera si no estaba a su antojo el
guiso, y un día, por ese pelo tan largo que tiene aún, la amarró a la columna
de la chimenea, en la cocina, y también tiene la lengua demasiado larguita.
-Al contrario;
yo me quejo de la lengua corta... Cuando se suelta un cabito, desembuchar ya de
una vez.
-Bien dice usted
-observó, astutamente, Agonde-. Sólo que, para desembuchar, es necesario saber
las cosas a punto cierto, y ahí está el quid, registrador... Hablar no
es probar, ¿eh? Hablan, por que tienen boca.
-Agonde
-insistí, estamos solos, y le doy mi palabra de caballero de que me callo. No
le pido tampoco su opinión, pido nada más que saber a qué, mentira o verdad,
aluden cuando me echan esas indirectas transparentes. Ea..., salga a relucir lo
que demonios fuere: fue milagro que no se le pegase fuego a las ropas y no
quedase ánima del purgatorio. Y así, nueve o diez años... De este modo salió
tan buena guisandera, ¿eh?
-¡Ca! No, señor.
En ese particular, de Mariña no hubo que decir ni tanto... ¿Un querido? Más
valiera... ¡Dios me perdone! -y Agonde rió, envuelto en el humo, que le
prestaba atrevimiento y picardía.
-Entonces... El
cuento que corre es que, habiendo pescado el Miñoca, ¿no sabe?, ese
viejo que saca del río las truchas a docenas, una anguila magnífica, gorda como
mi brazo, se la trajo al marido de Mariña, que ordenó una empanada. La mujer se
esmeró, y la empanada estaba tan rica, tan rica, que mi hombre se excedió tal
vez... Ello fue que aquella misma noche, ¡pum!, al otro barrio.
La tragedia se
me presentaba completa, lógica, como escrita por la mano profundamente
artística de la
Fatalidad. No me quedó ni sombra ni duda... ¿Quién podrá
explicar por qué, al mismo tiempo, se me impuso la idea, el propósito firme, de
tomar la defensa de la envenenadora y rehabilitarla si pudiese? Son fenómenos o
aberraciones de la sensibilidad, anomalías del alma.
-¡Vamos!
-exclamé, en voz alta, velándome también con el humo para disimular la
expresión involuntaria de mis ojos-. ¿Y no hay más que eso? ¿Se hicieron
averiguaciones serias? ¿Qué opinaron los médicos? ¿Medió la justicia? ¿No?
-Agonde, tras la cortina de humareda, hacía con la cabeza signos negativos-.
Pues entonces permítame que le diga que todo ello se reduce a chismes
lugareños, a murmuraciones... El marido era viejo, ¿a qué sí? Tragaba como un
bárbaro... ¿a qué sí? Y sobrevino la congestión... ¿a que sí? -Los signos
negativos se habían convertido en afirmativos-. Y si no, Agonde, a ver: usted
era entonces el único farmacéutico aquí, como ahora... Usted bien sabrá que no
le despachó a esa mujer droga ninguna...
Apenas lo lancé
me arrepentí; tal fue, y lo vi al través del humo, la descomposición de las
facciones del boticario. Comprendí que había puesto el dedo en viva llaga, y
que la inquietud de haber vendido, inadvertidamente, sabe Dios qué pócima, le
atenaceaba mil veces, en horas insomnes. Y exclamó, con voz alterada,
tartamudo:
Y el humo se
mezcló, formando nube de misterio. Con dos o tres desplantes, nadie volvió a
susurrarnos cosa alguna, aunque era fijo que continuaban pensando... Y
yo pensaba también, y perdía el apetito no obstante los piperetes con que
Mariña me regalaba, desvivida por cuidarme...
Solicité
permuta, la obtuve, y me fui, no sin cierta pena. Los ojos de Mariña, al través
de su denso pestañaje, perdida la cautela, parecían preguntar la causa de mi
partida y en qué había podido desagradarme, ella que, noche y día, sólo se
ocupaba en discurrirme platos gustosos, y en mullir mi limpia cama... Nunca he
vuelto a encontrar patrona como Mariña.
«La noche», 6 diciembre 1911.
Cuento de la tierra
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