Apenas -empujado
por el gentío aturdido por el vocerío, quebrantado del largo viaje- se vió en
la estación, miró alrededor con una curiosidad in sacíable, ardiente.
¡Babilonia! Diferente debía de ser allí hasta el aire que se respirase, en el
cual flotarían, de seguro, partículas de embriagadora esencia. Tan preocupado
y absorto se quedó, que un mozo de la estación tuvo que darle un grito,
llamándole a la realidad. Era preciso verificar el salvamento del equipaje,
pensar en maletas, sacos y portamantas... Luis se avispó, y diez minutos
después rodaba en flacre, camino del hotel de primer orden.
Las luces
y las sombras de la ciudad: esa grandeza misteriosa que adquieren las hiladas
de edificios en las horas nocturnas; las masas imponentes de los jardines de
arrogante arbolado, entrevistas a derecha e izquierda; el espejear del río,
ancho y majestuoso o bajo la espaciada diadema de sus regios puentes... Todo
habló al alma de Luis, pero distinto lenguaje del que esperaba. Aquello no era la Babilonia diabólica de
pérfido atractivo, la Babi lonia
«inquietante». Esta palabrilla la tenía Luis clavada en el pensamiento. ¡«Inquietante»!
Los veintiún años de Luis suspiraban por inquietudes, como los sesenta suspiran
por la paz...
La pícara
suerte había querido que hasta entonces sólo pacíficos mares navegase aquel
esquife nuevo, ansioso de tormentas. Entre un abuelo precavido y severísimo y
una madre de estrecho criterio y devotas costumbres, Luis, en su rincón de
provincia del Sur, vegetaba sanamente, ¡es tan sano vegetar!, criando cuerpo y
sangre, atesorando energía juvenil, quedándose algo inocentón, con esa
inocencia semifísica que tan presto se evapora. La muerte le emancipó en un
año; aún llevaba corbata negra cuando saltó del tren. Al perder a sus celosos
guardianes (primero la madre, después el abuelito), Luis no pensó más que en
estar triste y hallarse solo y abandonado (soledad y abandono de niño). Los amigos
íntimos, que en la juventud surgen como por arte de magia, le sacaron de sus
casillas (honradas y soñolientas casillas, donde encajaba mal un espíritu
ávido de vivir). Pero a la vez era Luis refinado, exigente, de los que a cada
goce y a cada sensación preguntan: «¿No hay más en el mundo?» Y en el desate
impetuoso de sus pasiones de mancebo, Luis sufrió cierto hastío; a ser poeta,
hubiese exclamado: «Quiero cielos de más luz, flores más bellas, perfumes
inéditos, alegrías no sentidas antes.»
-Vete a
Babilonia -díjole en profana prosa el pintor Darío Dagués, que de Babilonia
contaba y no acababa, pues había pasado en la gran capital una quincena,
-Vete a
Babilonia -confirmó el literato Silvestre Monares, que jamás había puesto en
Babilonia los pies, pero era lector asiduo de los autores quintaesenciados y
eróticos de la nueva generación. Sólo allí se encuentran complicaciones y
sutilezas, deliciosas. Babilonia es el bosquecillo de la antigua Afrodita,
animado por el soplo de una civilización mucho más honda, basada en el cultivo
de los nervios.
-Vete a
Babilonia -opinó también la calamidad de Paco Espuela, igual a e Silvestre en
lo de conocer a Babilonia de nombre, pero que tenía arrendada una amigota
babilónica, y, reventando de vanidad, no se trocara por el Gran Turco-.
Aquéllas son mujeres. Y te saltan bajo los pies, lo mismo que las liebres en tu
coto. Anda, hijo; ¿para qué quieres las pesetas que hicieron la tontería de
dejarte?
Y Luis
cerró el baúl y partió (con su Babilonia dentro). Era una ciudad dorada a
fuego, esmaltada de policromos esmaltes. En sus jardines, los cálices exhalaban
deleitoso y ponzoñoso aroma, que adormecía como el beleño, o exaltaba como el
vino secular encontrado en las ánforas pompeyanas y calcinado por los volcanes.
Sus habitantes, epicúreos coronados de rosas, o vencedores ceñidos de laurel,
no se parecían a los demás hombres: vibraban y libaban, con perversidades finas
y novelescas, el jugo de una existencia inimitable. Renacían en cada esquina
los personajes de la depra-vación histórica, revestidos de su aureola de
misterio que turba el corazón: Marco Antonio con sus orgías, César con sus
promiscuidades, Fieliogábalo con sus insaciables ansias, los Borgias con sus
satanismos y, sobre todo, una sarta de Evas, perlas negras, rosadas ó blancas
(derretidoras de medula, calcinadoras de huesos, sorbedoras de sangre,
bebedoras de alma), emboscadas y acechan-do, como entre flor y flor siempre escondida...
Y Luis,
temblando de ilusión, abría los brazos y llamaba a la serpiente, anhelando
sentir sus elásticas y frías roscas alrededor del cuello...
Ya rodaba
hacia el hotel. Ya se lavaba y atusaba en la habitación pulcra y silenciosa
que le destinaron. Ya bajaba para echarse inmediatamente a la calle. No eran
más que las once de la noche. Debía de empezar entonces la fiebre orgiástica de
Babilonia.
¿Empezar?
Sin duda, sería más tarde... Porque ahora estaba todo cerrado, todo apagado,
todo recogido; luz en dos o tres aisladas ventanas; en las anchas plazas y
avenidas el rodar, que parece más lento, como fatigado, de los últimos coches,
y el rápido, casi fantástico, cruzar de automóviles invisibles delatados por
su gran pupila de cíclope, de intenso rubí... Hasta las dos de la madrugada
vagó el viajero por las calles de Babilonia durmiente, esperando que
despertase rugiendo como una tigresa bacanal, y observando, al contrario, su
respiración a cada momento más encalmada y tranquila. Sólo en algún café, en
dos o tres a lo sumo, notó cierta excitación... Allí se cenaba. Una mujer muy
pintada, cargada de joyas, se bajó de una berlinita y entró provocativa,
resuelta... Extrañaba y desentonaba aquella hembra tras-nochadora. Era una nota
estridente en medio de un acorde suave, «pianísimo».
Luis no
pudo conciliar el sueño. ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde encontrar a Babilonia?
Al otro día madrugó y comprobó que Babilonia madrugaba también, sacudiendo sin
pereza sus velos de rosada neblina. Un ejército de trabajadores barría,
limpiaba, fregaba, frotaba. Los vidrios eran diáfanos, los metales relucían.
Luis encontró mujeres bonitas. Iban en pelo o cubría sus cabellos gorrilla
blanca. Llevaban al brazo cajas, paquetes. Y sus caras, ya lavadas, frescas del
chapuzón, se volvían indiferentes ante la ojeada del viajero. Se apresuraban
en demanda del pan cotidiano...
Al
recogerse al hotel, Luis oyó ruido en la habitación contigua, de la cual le
separaban delgado tabique y una puerta cerrada con doble vuelta de llave.
«Tenemos vecindad...» Y ese pueril interés por lo que la casualidad nos pone
cerca (peculiar de los viajeros inexperimentados, que a cada instante esperan
la aventura) se despertó en el mozo. Escuchó involuntariamente y se estremeció.
«Enamorados...,
una pareja...»
Lo que
resonaba en los oídos de Luis era una voz femenil, de una entonación
apasionada, que recorría toda la escala del sentimiento. Requiebros entrecortados,
ternezas hondas, arrobos casi místicos, arrulladoras monerías, balbucir
confuso, velado; gorjear como de ave que anidará pronto..., y algo de salvaje
vehemencia dolorosa en ciertas exclamaciones, en ciertos momentos que a Luis le
parecían interminables... ¡Alli aparecía Babilonia al fin! Babilonia y sus
Evas, diferentes de las del resto del mundo, iniciadoras en los supremos
misterios!
Ya
percibía Luis la anhelada inquietud. Apenas dormía. La comida (la ponderada
cocina babilónica) le era indiferente. Daría algo bueno por ver a aquella
mujer..., y sin resultado lo intentó, bajando al salón de lectura, rondando
el comedor, apostándose en la escalera. Vió entrar en el cuarto de la
desconocida a un mozo cargado con bandejas de servicios distintos (café, almuerzos,
cerveza) y perdió las esperanzas; la pareja se hacía servir en su habitación...
Sin duda era refinamiento, por no malgastar minutos, pues la voz mágica,
vibrante o sorda, seguía penetrando por el tabique y tenía acentos misteriosos
de tristeza, y efusiones de locura, y arranques de delirio; y no era sólo la
voz: era el prolongado estallido de la caricia lo que traspasaba la madera.
Luis empezaba a sufrir, a envidiar y a retorcerse.
«El -pensaba
con ese alarde de desprecio característico del celoso- debe de ser un idiota.
Se deja querer, se deja halagar y no responde. ¡Necio! ¡Para él no se hicieron
las ansias del ideal! »
Ya
trastornado, Luis intentó la indiscreción de mirar por la cerradura. Halló un
papelito, enrollado, que la tapaba. Arrancó el papel, pero nada vió. Sin duda,
por exceso de precaución, habían colgado ropa o una cortina delante de la
puerta. Estuvo a pique de cometer una barbaridad, de fingir que, se equivocaba y
entrar de rondón en el cuarto... Y al fin se le ocurrió lo más sencillo... Algo
muy vulgar, ¡pero infalible! Dió cinco monedas de plata al camarero y le
preguntó
-¿Quienes
son esos enamorados vecinos míos? ¿Me lo podría usted decir?
-¿Enamorados?
-contestó el camarero con asombro. Ahí no hay más que una señora bien
desgraciada, con un niño enfermo, y mudo a causa de la enfermedad. Le trajo
aquí para consultarle. Ayer le llevó a casa del doctor..., y parece que no hay
curación posible. La pobre señora da pena... Está loca de sentimiento. Ya se
sabe: ¡las mamás!...
Y ésta
fué la aventura de Luis en la inquietante Babilonia.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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