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lunes, 16 de diciembre de 2013

En babilonia

Apenas -empujado por el gentío aturdido por el vocerío, quebrantado del largo viaje- se vió en la estación, miró alrededor con una curiosidad in sacíable, ardiente. ¡Babilonia! Diferen­te debía de ser allí hasta el aire que se respirase, en el cual flotarían, de se­guro, partículas de embriagadora esen­cia. Tan preocupado y absorto se que­dó, que un mozo de la estación tuvo que darle un grito, llamándole a la realidad. Era preciso verificar el salva­mento del equipaje, pensar en maletas, sacos y portamantas... Luis se avispó, y diez minutos después rodaba en fla­cre, camino del hotel de primer orden.
Las luces y las sombras de la ciudad: esa grandeza misteriosa que adquieren las hiladas de edificios en las horas nocturnas; las masas imponentes de los jardines de arrogante arbolado, en­trevistas a derecha e izquierda; el espejear del río, ancho y majestuoso o bajo la espaciada diadema de sus re­gios puentes... Todo habló al alma de Luis, pero distinto lenguaje del que esperaba. Aquello no era la Babilonia diabólica de pérfido atractivo, la Babi­lonia «inquietante». Esta palabrilla la tenía Luis clavada en el pensamiento. ¡«Inquietante»! Los veintiún años de Luis suspiraban por inquietudes, como los sesenta suspiran por la paz...
La pícara suerte había querido que hasta entonces sólo pacíficos mares na­vegase aquel esquife nuevo, ansioso de tormentas. Entre un abuelo precavido y severísimo y una madre de estrecho criterio y devotas costumbres, Luis, en su rincón de provincia del Sur, vege­taba sanamente, ¡es tan sano vegetar!, criando cuerpo y sangre, atesorando energía juvenil, quedándose algo ino­centón, con esa inocencia semifísica que tan presto se evapora. La muerte le emancipó en un año; aún llevaba corbata negra cuando saltó del tren. Al perder a sus celosos guardianes (primero la madre, después el abueli­to), Luis no pensó más que en estar triste y hallarse solo y abandonado (soledad y abandono de niño). Los ami­gos íntimos, que en la juventud sur­gen como por arte de magia, le saca­ron de sus casillas (honradas y soño­lientas casillas, donde encajaba mal un espíritu ávido de vivir). Pero a la vez era Luis refinado, exigente, de los que a cada goce y a cada sensación pregun­tan: «¿No hay más en el mundo?» Y en el desate impetuoso de sus pasiones de mancebo, Luis sufrió cierto hastío; a ser poeta, hubiese exclamado: «Quie­ro cielos de más luz, flores más bellas, perfumes inéditos, alegrías no sentidas antes.»
-Vete a Babilonia -díjole en profa­na prosa el pintor Darío Dagués, que de Babilonia contaba y no acababa, pues había pasado en la gran capital una quincena,
-Vete a Babilonia -confirmó el lite­rato Silvestre Monares, que jamás ha­bía puesto en Babilonia los pies, pero era lector asiduo de los autores quin­taesenciados y eróticos de la nueva ge­neración. Sólo allí se encuentran complicaciones y sutilezas, deliciosas. Babilonia es el bosquecillo de la anti­gua Afrodita, animado por el soplo de una civilización mucho más honda, ba­sada en el cultivo de los nervios.
-Vete a Babilonia -opinó también la calamidad de Paco Espuela, igual a e Silvestre en lo de conocer a Babilonia de nombre, pero que tenía arrendada una amigota babilónica, y, reventando de vanidad, no se trocara por el Gran Turco-. Aquéllas son mujeres. Y te saltan bajo los pies, lo mismo que las liebres en tu coto. Anda, hijo; ¿para qué quieres las pesetas que hicieron la tontería de dejarte?
Y Luis cerró el baúl y partió (con su Babilonia dentro). Era una ciudad do­rada a fuego, esmaltada de policromos esmaltes. En sus jardines, los cálices ex­halaban deleitoso y ponzoñoso aroma, que adormecía como el beleño, o exal­taba como el vino secular encontrado en las ánforas pompeyanas y calcinado por los volcanes. Sus habitantes, epicú­reos coronados de rosas, o vencedores ceñidos de laurel, no se parecían a los demás hombres: vibraban y libaban, con perversidades finas y novelescas, el jugo de una existencia inimitable. Renacían en cada esquina los perso­najes de la depra-vación histórica, re­vestidos de su aureola de misterio que turba el corazón: Marco Antonio con sus orgías, César con sus promiscuida­des, Fieliogábalo con sus insaciables ansias, los Borgias con sus satanismos y, sobre todo, una sarta de Evas, per­las negras, rosadas ó blancas (derreti­doras de medula, calcinadoras de huesos, sorbedoras de sangre, bebedoras de alma), emboscadas y acechan-do, como entre flor y flor siempre escondida...
Y Luis, temblando de ilusión, abría los brazos y llamaba a la serpiente, an­helando sentir sus elásticas y frías ros­cas alrededor del cuello...
Ya rodaba hacia el hotel. Ya se la­vaba y atusaba en la habitación pulcra y silenciosa que le destinaron. Ya ba­jaba para echarse inmediatamente a la calle. No eran más que las once de la noche. Debía de empezar entonces la fiebre orgiástica de Babilonia.
¿Empezar? Sin duda, sería más tar­de... Porque ahora estaba todo cerrado, todo apagado, todo recogido; luz en dos o tres aisladas ventanas; en las anchas plazas y avenidas el rodar, que parece más lento, como fatigado, de los últimos coches, y el rápido, casi fan­tástico, cruzar de automóviles invisi­bles delatados por su gran pupila de cíclope, de intenso rubí... Hasta las dos de la madrugada vagó el viajero por las calles de Babilonia durmiente, espe­rando que despertase rugiendo como una tigresa bacanal, y observando, al contrario, su respiración a cada mo­mento más encalmada y tranquila. Só­lo en algún café, en dos o tres a lo sumo, notó cierta excitación... Allí se cenaba. Una mujer muy pintada, car­gada de joyas, se bajó de una berlinita y entró provocativa, resuelta... Extra­ñaba y desentonaba aquella hembra tras-nochadora. Era una nota estriden­te en medio de un acorde suave, «pia­nísimo».
Luis no pudo conciliar el sueño. ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde encontrar a Babilonia? Al otro día madrugó y comprobó que Babilonia madrugaba también, sacudiendo sin pereza sus ve­los de rosada neblina. Un ejército de trabajadores barría, limpiaba, fregaba, frotaba. Los vidrios eran diáfanos, los metales relucían. Luis encontró muje­res bonitas. Iban en pelo o cubría sus cabellos gorrilla blanca. Llevaban al brazo cajas, paquetes. Y sus caras, ya lavadas, frescas del chapuzón, se vol­vían indiferentes ante la ojeada del viajero. Se apresuraban en demanda del pan cotidiano...
Al recogerse al hotel, Luis oyó ruido en la habitación contigua, de la cual le separaban delgado tabique y una puerta cerrada con doble vuelta de lla­ve. «Tenemos vecindad...» Y ese pueril interés por lo que la casualidad nos pone cerca (peculiar de los viajeros in­experimentados, que a cada instante es­peran la aventura) se despertó en el mozo. Escuchó involuntariamente y se estremeció.
«Enamorados..., una pareja...»
Lo que resonaba en los oídos de Luis era una voz femenil, de una entona­ción apasionada, que recorría toda la escala del sentimiento. Requiebros en­trecortados, ternezas hondas, arrobos casi místicos, arrulladoras monerías, balbucir confuso, velado; gorjear como de ave que anidará pronto..., y algo de salvaje vehemencia dolorosa en ciertas exclamaciones, en ciertos momentos que a Luis le parecían interminables... ¡Alli aparecía Babilonia al fin! Babi­lonia y sus Evas, diferentes de las del resto del mundo, iniciadoras en los supremos misterios!
Ya percibía Luis la anhelada inquie­tud. Apenas dormía. La comida (la pon­derada cocina babilónica) le era indi­ferente. Daría algo bueno por ver a aquella mujer..., y sin resultado lo in­tentó, bajando al salón de lectura, ron­dando el comedor, apostándose en la escalera. Vió entrar en el cuarto de la desconocida a un mozo cargado con bandejas de servicios distintos (café, al­muerzos, cerveza) y perdió las esperan­zas; la pareja se hacía servir en su ha­bitación... Sin duda era refinamiento, por no malgastar minutos, pues la voz mágica, vibrante o sorda, seguía pene­trando por el tabique y tenía acentos misteriosos de tristeza, y efusiones de locura, y arranques de delirio; y no era sólo la voz: era el prolongado esta­llido de la caricia lo que traspasaba la madera. Luis empezaba a sufrir, a en­vidiar y a retorcerse.
«El -pensaba con ese alarde de des­precio característico del celoso- debe de ser un idiota. Se deja querer, se deja halagar y no responde. ¡Necio! ¡Para él no se hicieron las ansias del ideal! »
Ya trastornado, Luis intentó la indis­creción de mirar por la cerradura. Ha­lló un papelito, enrollado, que la tapa­ba. Arrancó el papel, pero nada vió. Sin duda, por exceso de precaución, habían colgado ropa o una cortina de­lante de la puerta. Estuvo a pique de cometer una barbaridad, de fingir que, se equivocaba y entrar de rondón en el cuarto... Y al fin se le ocurrió lo más sencillo... Algo muy vulgar, ¡pero infa­lible! Dió cinco monedas de plata al ca­marero y le preguntó
-¿Quienes son esos enamorados ve­cinos míos? ¿Me lo podría usted decir?
-¿Enamorados? -contestó el cama­rero con asombro. Ahí no hay más que una señora bien desgraciada, con un niño enfermo, y mudo a causa de la enfermedad. Le trajo aquí para consul­tarle. Ayer le llevó a casa del doctor..., y parece que no hay curación posible. La pobre señora da pena... Está loca de sentimiento. Ya se sabe: ¡las mamás!...
Y ésta fué la aventura de Luis en la inquietante Babilonia.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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