El marqués de Zaldúa era, al entrar
en la edad viril, secretario de Embajada, garzón cumplido y apuesto, con una
barba y un pelo que parecían siempre acabados de estrenar, manos tan pulcras
como las de una dama, vestir intachable, y conversación variada y en general
discreta; en suma, dotado de cuantas prendas hacen brillar en sociedad a un
caballero. Y en sociedad brillaba realmente el marqués; sonreíanle las bellas,
y de buen grado se refugiaban en su compañía, a la sombra de una lantana o de
un gomero, en una serre, a charlar y oír historias, a desmenuzar el
tocado o a comentar los amoríos de los demás. Su brazo para ir al comedor, su
compañía para el rigodón, eran cosas gratas; su saludo se devolvía con
halagüeña cordialidad, de igual a igual; ramo que él regalase se enseñaba a las
amigas, previo este comentario: «De Zaldúa. ¡Qué amable! ¡Qué bonitas flores!»
En vista de
estos antecedentes, no faltará quien crea que nuestro diplomático es un
afortunado mortal. No obstante, el marqués, que por tener buen gusto en todo
hasta tiene el de no ser jactancioso ni fatuo, afirma, cuando habla en
confianza absoluta, que no hay hombre de menos suerte con las mujeres.
-Si me pasase lo
contrario; si fuese un conquistador, me lo callaría -suele añadir, sonriendo-.
Pero puesto que nada conquisto, no hay razón para que me haga el misterioso y
oculte mis derrotas. Soy el perpetuo vencido: ya he desesperado de sitiar
plazas, porque sé que habría de levantar el cerco prudentemente, para salvar
siquiera el amor propio.
Reflexionando
sobre el asunto, he dado en creer que mi mala ventura es hija de lo que llaman
mis éxitos de salón. ¿Ha observado usted que las mujeres menos amadas son esas
tan festejadas, esas reinas mundanas que al pasar levantan rumor de admiración
y a quienes todos los hombres tienen alguna insustancialidad que decir? Algo
parecido nos debe de suceder a los que en los círculos muy escogidos no hacemos
papel del todo desairado. También creo que me perjudica..., no vaya usted a
reírse..., la buena educación de familia. Me lo inculcaron desde niño, y soy
extremadamente cortés con las señoras: imposible que nadie las trate con más
respeto, con más delicadeza. Al hablarles las incienso; al sonreírles les
dedico un poema. Y aunque parezca extraño..., a veces se me ocurre que las
mujeres, por la dependencia en que vive su sexo desde hace tiempo inmemorial,
tienen un flaco inconfesado por los hombres insolentes y duros, reconociendo en
ellos al amo y señor. Los que estamos dispuestos a descolgar la luna para com-placerlas,
quizá pasamos por sandios o por débiles: dos cosas igualmente malas.
Cierto día,
hablando así el marqués a un amigo suyo, el amigo le preguntó si era posible
que tanta galantería, tanta corrección, no le hubiesen valido algo más que
simpatías, y si nunca se había creído dueño del corazón de una dama. El
marqués, después de algunos instantes de perplejidad, contestó:
-En fin, ya ha
pasado tiempo, la interesada no existe, y si usted me permite callar el nombre,
contaré la única fortunilla que tuve... Después que usted se entere, no me
llamará alabadizo por haberla contado... Es una victoria negativa, que concurre
a demostrar lo mismo que decíamos antes -y aquí el marqués sonrió con cierto
humorismo triste; a saber, que no eclipsaré yo a los Tenorios ni a los
Mañaras.
Una de las veces
que vine a España con licencia a ver a mi madre, encargóme ésta que, cuando
regresase a París, visitase a una duquesa amiga suya, a quien no había visto en
muchos años, porque vivía retirada, desde la muerte de una hija muy querida, en
soberbia quinta, a poca distancia de Bayona. Resuelto a cumplir el deseo de mi
madre, resolví también no aburrirme, o al menos no demostrarlo, en las horas
que la visita durase. Me bajé en la estación más próxima a la quinta, donde ya
me esperaba el capellán de la duquesa con un break.
A fuer de señora
fina, la duquesa me recibió con muestras de contento, y salió a saludarme al
vestíbulo, toda de luto, sin más adorno que unos pendientes de perlas de inestimable
precio, por lo iguales, lo gruesas y la hermosura de su oriente...
-Justo. Mi
primer movimiento, al ver a la señora, fue tomarle la mano y besársela con
devoción y viveza. Noté, sorprendido, que tan sencilla atención le hacía salir
el color a las mejillas. ¡Cuánto tiempo que nadie le besaba la mano! No sé por
qué, al advertirlo, me ocurrió lisonjear un poco a la pobre señora, tratándola
como trata a una mujer joven, guapa y digna un muchacho de buena sociedad, con
hábil mezcla de respeto y galantería. Las primeras palabras de la duquesa
fueron para notar mi gran parecido con mi madre, y lo dijo con la tierna
turbación del que recuerda afectos y alegrías pasadas. Después añadió que,
comprendiendo lo que son muchachos, me rogaba que me considerase en su casa
enteramente libre, y que sabiendo las horas de comer, y enterado de que en la
quinta había coches y caballos a mi disposición, podía arreglar los días a mi
gusto. Respondí con calor que no me había desviado de mi camino sino para verla
y acompañarla, y que ella no sería tan cruel que no me permitiese gozar, aunque
solo fuese por breve tiempo, de su conversación y trato. Nuevamente se coloreó
su cara, y como hiciese una indicación al capellán para que me mostrase la
quinta, le supliqué, si no le era molesto, que me la enseñase ella misma, a la
hora que tuviese por más conveniente, porque el recuerdo de aquella finca se
uniese al de su dueña en el santuario de mi memoria. Al punto, la duquesa pidió
su sombrilla su sombrerito de jardín, y, sin dilación, quiso que fuésemos a
recorrer arriates, estufas, bosques y granja o caserío de los colonos. Le
presenté el brazo y la sostuve con vigor, con la tensión de músculos que en un
baile desarrollamos para pasear por los salones a la reina de la fiesta y
ostentarla.
Durante el paseo
la fui animando, a fuerza de atención, a que hablase mucho, y dos o tres veces
la hice reír, y contestar en tono chancero. En el invernáculo nos paramos
delante de una flor rara, el jazmín doble, y alabando su aroma, le rogué que me
pusiese una rama en el ojal. Consintió, declarando que yo era muy caprichoso: y
mientras me sujetaba la rama con sus dedos torneados aún, la miré al fondo de
las pupilas, con una gratitud risueña y..., no sé cómo diga..., iba a decir
amorosa..., en fin, con un no sé qué, que le hizo bajar los ojos... ¡Sí,
bajarlos!
Volvió de la
excursión algo fatigada; subió a arreglarse para comer, y durante la comida
procuré seguir entreteniéndola, sin que la conversación languideciese un
minuto. A los postres, volví a ofrecerle el brazo, y ya lo tomaba para pasar al
salón, cuando el capellán, asombrado, le recordó que faltaba dar las gracias.
Rezamos, y ya en el salón, me senté al lado de la duquesa, e insensiblemente la
traje a hablar de su juventud, de sus triunfos. Al contarme que en un baile de
casa de Montijo llevaba traje rosa salpicado de jazmines -justamente de
jazmines-, exclamé, como involuntariamente: «¡Qué hermosa estaría usted!»
Volvió la cabeza, hubo un silencio eléctrico de algunos segundos..., y noté que
su respiración se hacía difícil.
Al retirarme a
mi cuarto, recapacité y me alarmé, lo confieso; vi en perspectiva la ridiculez
posible de una situación hasta entonces tan original, tan graciosa, tan
culta..., y resolví marcharme a coger el tren que pasa al amanecer por Bayona.
Dicho y hecho: salté de la cama, me vestí, bajé a la cuadra, mandé poner el break
y dejé una cartita para la duquesa, donde, presentándole todas mis excusas, indicaba
que las despedidas son siempre melancólicas, y que mi deseo era que no quedase
ningún mal recuerdo de mi breve estancia.
El día de Año
Nuevo recibí en París una caja. No contenía más que jazmines dobles. El día de
mi santo recibí otra. Igual contenido. Al cumplirse un año -día por día- de mi
llegada a la quinta, más jazmines. Ya no pude dudar de la procedencia. La
duquesa los criaba a precio de oro y me los enviaba en toda estación.
Después nada
recibí... más que la noticia de la muerte de la duquesa, y a poco me entregaron
esas perlas que usted sabe -sus pendientes, que en su testamento me legaba, a
título de recuerdo del día en que nos conocimos. Así rezaba la cláusula:
en que nos conocimos.
-¿Y usted cree
-preguntó el amigo, con suma curiosidad- que la duquesa no enfermó de pena de
no verle?
«El Liberal», 10 de agosto de 1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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