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lunes, 16 de diciembre de 2013

Eterna ley

Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divinamente serenas y apacibles, que engendran en el ánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma parece flotar en un ambiente de dulzura, no ajena a cierta melancolía noble, que no deprime el ánimo. La majestad con que declina el sol; la radiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro se rafaguea de encendidas fajas de oro rojo; la cristalina resonancia de los ruidos del campo; la tinta sombría que adquieren los árboles; el sorbo sutil que estremece las hojas de las madreselvas..., predis-ponen a contemplación y dictan altos pensamientos y generosas visiones del porvenir.
Así nos sucedió. Salíamos de la romería de Santa Tecla, y antes de desviarnos del monte, donde se alza el santuario, nos habíamos sentado en unas piedras, al borde del pinar, dominando la pintoresca vista del valle, ya medio velado por las sombras grises del crepúsculo, y oyendo tan solo, como se oye desde lejos el retumbo del mar, el rumoreo del gentío aldeano, que hormigueaba en torno del santuario, formando corro alrededor del mocerío que danzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa de la distancia, repique de pandero, quejidos semialegres de gaita, algún grito estridente que interrumpía los cantares. Y la luna, esfumada como toque gracioso de acuarela, empezaba a redondearse, fina y suelta, sobre el celaje desmayado.
Platicando, fantaseábamos lo que había sido el mundo, hasta tiempos recientes, lo que debiera ser ya, lo que llegaría a ser. Todos nos sentíamos un poco humanitarios. Desde la amiga inglesa, que había venido a vernos en el curso de un viaje de turismo, hasta el joven periodista en vacaciones, que contaba con la impresión de la romería para un bonito artículo descriptivo y campestre, maldecíamos de la guerra, que se lleva a la juventud campesina a morir en abrasadas y estériles llanuras, y desarrollábamos teorías pacifistas, que nos ponían el corazón ligero y permeable como una esponja. No estábamos, no, por el derramamiento de sangre, y no dejó de escandalizarnos un poco que el cura párroco que nos acompañaba disintiese. Era el cura hombre de instrucción escasa, pero vivo y despabilado como candil de vieja, y conocía perfectamente, era su frase, a aquel ganado...
-Bueno -decía mientras arrancaba, jugando, brezos, gramíneas y manzanillas que se alzaban a sus pies, ustedes hablan como personas de la ciudad... Yo no digo que todo eso, para hablado, no sea muy bonito. Pero cuando dos tienen intereses encontrados, ¿cómo se arreglan, a ver, en todas partes? Las cosas que han pasado desde que el mundo es mundo seguirán pasando hasta que se acabe, porque está, ¿me explico?, en su manera de ser... No se rían de este pobre clérigo... Todos, sabios o ignorantes, nos hemos hecho nuestra composición de lugar... Paz universal, la habrá tan solo al ser ángeles los hombres.
Nos parecieron en extremo vulgares y resobados los argumentos del párroco, pero estaba en nuestra cortesía no dejarlo ver y disimular nuestra superioridad de criterio, y lo hicimos, reconociendo que la experiencia también debe tenerse en cuenta para todo.
-Vean -nos dijo- si sigue habiendo guerras. Esta de los Balcanes no ha sido moco de pavo. Y colea y ha de colear hasta sabe Dios... ¡Pues si nunca hubo más armamentos, ni más cañones, hombre! Eso de la paz será excelente, pero mientras haya una nación que pida camorra, las otras estarán al quién vive. Y la guerra no la hay solo de nación a nación. Aquí la tenemos de parroquia en parroquia, y, si me apuran, de mozo a mozo...
A tiempo que esto decía, vimos surgir, ascender, del sendero en cuesta, rápida, una figura arrogante; un fornido labriego, que de veinte años no pasaría, pues era su cara lampiña y hermosa, como de mujer. Llevaba al hombro la chaqueta parda; su chaleco era rojo, sus pantalones de pana aceituna. Aunque no vestía rigurosamente el traje del país, que cada día va perdiéndose, y aunque en lugar de la montera picuda con su airón de pluma de pavo real, cubriese su cabeza la vulgar boina, era una aparición en extremo típica, y todos dijimos a la vez:
-¡Vaya un muchacho guapo!
El cura le llamó familiarmente.
-¡Hola, Juliane!... ¿Qué es eso? ¿Cómo tan tarde a la fiesta?
Descubriéndose y deteniéndose el mozo, después de indecisiones, aflojó esta respuesta ambigua:
-Ahí está... ¡Qué se yo!
Le mirábamos, admirando el ejemplar. La estatura, las formas eran atléticas; pero el semblante, apenas curtido por el sol, tenía la corrección y el modelado de una estatua antigua. Un bozo rubio empezaba a sombrear los labios de cereza, y los ojos, de oscuro y profundo azul, eran grandes y candorosos. El pelo, rizado, color de miel, que se vio al quitarse el galán su fea boina, completaba la perfilación de la testa y su carácter de modelo artístico.
-Vaya, a mí no me digas... Es que tu madre no te dejaba venir, para que no te encuentres con el Corvo, que te la tiene jurada. Y te escapaste por la ventana a lo mejor. ¡Sois el diaño los rapaces por ir trás de una rapaza...!
Movió la cabeza el muchacho, como para excusarse; bajó los ojos, alicortado, y un tono de fuego se extendió por sus mejillas, delicadas aún.
-Vay, bueno, hom, no te avergüences... Las rapazas bonitas a todos gustan, y Marica de Sanguiño es como rosa de mayo... Con todo, tú no te metas en fregados, que el Corvo es una mala alma.
Con la misma cortedad, el mozo volvió a descubrirse, a manera de despedida. Le estábamos haciendo un tercio de los diablos con darle conversación. Apretó el paso, como si huyese.
-No me chista -advirtió el párroco- esta escapatoria. La fiesta iba en paz, pero quiera Dios que no haya gresca aún esta tarde. Y si no la hubiese sería el primer año... No suele acabarse la romería de Santa Tecla sin trompadas. Tienen a gala romperse las cabezas, y como por lo regular son duras, a los tres días de abierto un cráneo van como si tal cosa a arar o a sachar. A este mozo se la tienen jurada los de Migoeiro, porque como es tan bonito, se pierden por él las mozas. Milagro será...
Como si los temores del cura fuesen un conjuro, oímos, desgarrando la placidez de la muriente tarde, una especie de grito retador, salvaje, violento, proferido por una docena de voces.
-¡Ey! ¡Viva Migoeiro!
Y casi inmediatamente -el tiempo necesario para concertarse, que en tales casos siempre es un minuto- contestó el otro grito, de aceptación de riña:
-¡Rayo! ¡Viva Rapela!
-¡Vaya, ya se armó! -gritó el cura levantándose. Les aconsejo que se retiren. En estas trifulcas siempre hay que temer que se pierda un estacazo y se lo encuentre quien menos debiera. Y que los muy jumentos, metidos en zambra, ya no respetan a nadie.
Bueno era el consejo, pero no lo seguimos -es la suerte que suelen correr los consejos buenos. Nos detenía allí la curiosidad, el interés que despierta toda lucha. Y hasta hicimos lo contrario: acercarnos al lugar donde se desarrollaba el drama. El vocerío era ensordecedor: se oían chillidos de mujeres, imprecaciones de apaleados, llantos de chiquillos; el tamboril, la gaita y la flauta habían enmudecido, y allá, a lo lejos, se veía correr, afaenada, a la pareja de la Guardia Civil, que no sabía por dónde empezar a poner paces. Nadie sabía ya contra quién llovían palos, puñadas y coces: seguramente, no existía en todo ello rencor; si acaso, la bravata de parroquia a parroquia, recuerdo quizá atávico de las viejas luchas tribales, y otra cosa: el gusto discutible, singular, todo lo que se quiera, pero innegable, de romperse la crisma.
Vimos un momento a Juliane, metido en harina, agarrado con el Corvo, hombrachón de corta estatura. Entre los dos sí que había algo: la rivalidad del gallo con el gallito nuevo y ya peleador, las coqueterías rústicas de la mozuela, que ahora, con agudos jipidos, corría a ponerse en salvo detrás de la pinarada. Un turbión de gente envolvió al grupo que forcejeaba, y oímos, entre tantos ruidos diversos, el inconfundible de una detonación.
Cuando sucede algo grave, las grescas suelen interrumpirse súbitamente. Así sucedió. Hubo ayes de verdadero horror, voces de socorro, ¡que han matado a un cristiano! Corrimos, ya sugestionados por el drama...
La Guardia Civil acababa de echar mano al homicida. El mozo estaba blanco como una azucena; la muerte debía haber sido instantánea y el tiro, al través del cráneo, casi a quema ropa. Las mujeres zollipaban. Nosotros callábamos, aterrados, mirando a aquel ser que tan temprano vería la orilla del lago de los muertos y bajaría a la Estigia llorando su juventud floreciente...
Y pensábamos en la madre, en la que no había querido dejarle salir aquella tarde, y que, al cabo, fue burlada...
Y el cura, demudado, inclinándose por si quedaba un resto de vida que permitiese auxiliar al espíritu, ya tan lejos del triste despojo, refunfuñó:
-¡A ver! ¿No valía más que fuese en la guerra?

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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