-La desgracia -opinó Lucio Dueñas,
muy aficionado a sostener paradojas- no consiste en nada grande ni terrible:
los días peores de la vida son a veces aquellos en que, sin sucedernos cosa
importante, nos abruman mil chinchorrerías. ¿Qué prefiere usted: que la maten
de un tiro o que le tuesten a fuego lento, con brasitas que eternizan el dolor?
Mauro Pareja, allí presente -porque
esta conversación se desarrollaba en el vestíbulo del Casino de la Amistad , al cual nos habían
traído, complacientes, el café y la botellita de vino, confirmó las palabras
de Dueñas.
-He conocido -dijo- un caso... Me
perdonarán que no cite nombres... Era un señor a quien traté en Madrid y que
tenía una mujer, por cierto, encantadora. No sólo era guapa, que eso suele ser
lo de menos, sino que poseía propiedades inestimables para la vida de familia:
todo lo prevenía, todo lo arreglaba bien; con ella no había sorpresas
desagradables... Es decir... ¡Debo confesar que hubo una!... Hasta desagradabilísima...
¡Pero fue la única!...
Todos miramos, no sin maliciosa
expresión, a Pareja, que se puso algo escarlata y adoptó una expresión
indiferente para disimular.
-Yo no diré que ese día no lo
considerase muy desgraciado el consorte, a quien llamaremos, si ustedes gustan,
Perogil, que es apellido castizo, aunque inventado. Acaso, en las horas que
siguieron a la sorpresa, se tuvo por infeliz Perogil, y deseó muertes y
tragedias y hasta las quiso realizar. Todo esto cabe en lo posible y aun en lo
probable. Lo único que importa, para confirmar la tesis que acaba de exponer
Dueñas, es que Perogil, pasada la primera y recia impresión de disgusto, y
digamos de furiosa cólera, no pudo menos de reconocer que habiendo sido diez
años tan venturoso, no podía echar por la ventana, en diez minutos, el pasado y
el porvenir. Aquella mujer suya se le había hecho indispensable por el arte con
que le mullía y suavizaba la existencia, rodeándola de dulces facilidades,
menudas, insignificantes cada una separadamente, pero que reunidas componían la
beatitud. Nunca le faltaba a Perogil ni un botón de camisa, ni un pañuelo bien
planchado y fino, ni la comida sazonada a su gusto, ni las flores en la mesa,
ni los papeles en orden, ni el tintero lleno, ni el frasquito de la medicina
delante del plato. Enfermo del estómago desde la mocedad, por culpa de las
comidas de fonda, ahora esa oficina central tan importante ya empezaba a
funcionar excelentemente, con insensibles digestiones y regodeos refinados. Una
mezcla de conocimientos higiénicos y de sibaritismos golosos presidía a este
aspecto tan importante de la vida. Y el estómago sano había engendrado el
equilibrio del ánimo y el buen humor, y Perogil se había acostumbrado a juzgar
todas las cosas con indulgente optimismo.
Hasta el amor propio de Perogil se
encontraba lisonjeado. En la sociedad de recreo que frecuentaba, en la oficina
donde desempeñaba un buen destino, en las casas de los amigos, dondequiera, se
envidiaba aquella solicitud de que siempre se le veía rodeado, aquella comodidad
y mimo en que vivía envuelto. Y era un coro de alabanzas a la esposa de
Perogil, un murmurio incesante y halagüeño, que acababa por embriagarle. A
veces, por ostentar el bien que poseía, Perogil invitaba, media hora antes del
almuerzo, a algún amigo o compañero de oficina, y nunca sucedió que el caso
produjese de esos apuros ridículos propios de las casas mal organizadas. Todo
era, en la de Perogil, orden, gracia y elegancia; se diría semejante a alguna
máquina que cada mañana se aceitase pulcramente, para que marchase sin el menor
tropiezo.
Así es que supongan ustedes, en el
caso especial de Perogil, toda especie de explicaciones violentas, lo que
ustedes gusten...; pero no extrañen que -arreglado lo íntimo, yo no les puedo
decir a ustedes cómo, eso nunca se sabe- el matrimonio continuase muy
cordialmente unido, y Perogil siendo el hombre más dichoso del planeta...,
hasta el día en que la suerte dispuso que su mujer falleciese de unas
calenturas infecciosas, que no hubo manera de atajar. Entonces, Perogil
comprendió mejor que nunca el valor de la inestimable mujer que había perdido,
y se dio cuenta de que, como dijo Salomón, que de hembras entendía, la mujer
fuerte es cosa preciosa y rara. Tal vez no hubiese conformidad entre Salomón y
Perogil en lo que se refiere a algunas condiciones esenciales de la mujer
fuerte; pero si la más necesaria es hacer grata la vida, nadie con mayor
fortaleza y virtud que la esposa malograda de aquel amigo mío.
Transcurrido el plazo del luto,
Perogil se dio a buscar compañera; no le era fácil vivir solo. La encontró
presto, y fue una señorita de familia distinguidísima, de excelente reputación
y severos principios. Todo el mundo convino en que Perogil tenía buena mano
para escoger. Sólo yo, que seguía siendo -y esto bastará para que dejen ustedes
de reír y de hacerse guiños- el íntimo de Perogil...
La algazara redobló. Los
incorregibles guasones del Círculo vieron en las palabras de Pareja una
confirmación a todas las malicias que se les estaban ocurriendo.
-Bueno; piensen ustedes lo que
quieran, yo sigo contando -declaró él, cachazudo. El caso es que fui el
confidente de los infortunios de Perogil, de la otra faz de su vida, la negra,
la triste...
-Y el asunto es que no puedo
-declaraba él- desahogar con nadie, con nadie; porque me responderán: «¿De qué
se queja usted? Ésas son insignificancias, minucias, fruslerías. En cambio,
tiene usted una esposa intachable, llena de cualidades estimabilísimas, y un
hogar respetado... ¡Bah, sibarita! Le hace a usted daño la hoja de rosa...».
-Y -proseguía el pobre Perogil,
casi derramando lágrimas- sería tiempo perdido que refiriese mi lenta
tortura... Óigala usted al menos, y juzgue, pues estoy cierto de que usted
también sufriría y se daría al diablo...
Mi mujer, sin ser lo que se llama
abandonada, es indiferente al conforty
a los pequeños detalles que son el encanto de la existencia del hogar. Rige su
casa, es cierto; pero la rige de un modo chirriante, que la asemeja a la marcha
de un carro por una senda pedregosa. A la hora de comer, en vez de sonreír y
sostener una conversación entretenida y amena, de chismografía o de actualidad,
está ceñuda, gruñe por todo, y se dedica a censurar los platos que no se ha
tomado la molestia de dirigir, sin ver que los defectos de los platos se evitan
antes, y no deben hacerse observar, cuando no se han evitado, mientras se
sirve. Como no se ocupa cariñosamente de su interior, falta en él toda
comodidad: los palillos se ponen después de que estamos sentados y los echamos
de menos; las flores están ajadas, la fruta trae rabos, la servilleta se muda
cuando ya es un mapa de manchones, y el queso de Flandes se presenta entero,
como en las fondas de medio pelaje. Sólo de ver todas estas cosas -añade
Perogil- se me pone el estómago de punta, y ya como desganado y rabiando. Pues
¿y el ramo del café? Mi primera y llorada esposa, usted lo sabe, descollaba en
la confección de la taza de Moka... No era que gastase más en hacerla, sino que
la cuidaba y la elevaba a lo sublime. Cargado, perfumado, sin posos, aquel café
me había alejado de los cafés, creía yo, para siempre... Hoy, agua de castañas
por agua de castañas, prefiero la del café, donde encuentro con quien
charlar...
Otros momentos de desazón diaria
son la hora del desayuno y la del té. He acabado por no tomar en casa ninguna
de las dos cosas. El desayuno es café con leche: viene invariablemente frío; la
leche, mal hervida y con piltrafas de nata; la concha de manteca, rancia,
comprada de cuatro días atrás, y en cuanto al té..., cuando pienso en aquéllos
de antes, tan coquetones, con pastas delicadas, con servicio elegante, con la
plata reluciente..., vamos, me entra una rabia, que haría alguna barbaridad,
una grosería... Andaría a cachetes...
Al tenor de la comida -gemía
Perogil- lo demás. Mi ropa, sin ser vieja ni mala, toma pliegues de ropa de
pobre pedigüeño, a fuerza de estar entregada a la torpeza y descuido de los
servidores. Mis botones danzan; no hay guantes cuando se necesitan; las botas
se limpian con betún ordinario, y parecen las de un guardia municipal. Mis
pañuelos, que tenían fama, ahora son bastos, pequeños y hasta zurcidos. Y es
más deshonroso un zurcido que un agujero.
Con tantos inconvenientes, falta el
mayor... En mis enfermedades, siempre me entran tentaciones de irme al
hospital. No crea usted por esto que digo que mi mujer me abandona; no, mil
veces no. Se instala a mi cabecera; no se mueve de casa; llama al médico con
gran prisa; me hace cocimientos; me mulle los almohadones. Pero pierde la
receta que el doctor acaba de prescribir; en el cocimiento, se le olvida colar,
o se le queda en el tintero el azúcar, o me lo sirve hirviente o helado, y, al
golpear las almohadas, me tira del pelo, me da un achuchón en la nuca, me deja
en postura peor. En vez de hablarme de cosas que me distraigan un poco, me
pregunta incesantemente pormenores de mi mal, e insiste en los más repugnantes.
Y en las convalecencias, al empezar yo a comer caldo y gallina, el caldo está
salado y grasiento, y la gallina tiene cañones de plumas y se le ve el tubito de
la laringe... A veces he recaído, de asco. Y todo esto, ¡claro!, no se hace
sino con la mejor intención, con la más santa... No tengo ni el consuelo de
poder gritar, protestar...
Convinimos en que, en efecto,
Perogil era desgraciado, y preguntamos con interés:
-Y qué, ¿se ha divorciado? ¿Ha
emigrado a Buenos Aires?
-Más lejos... He recibido su
esquela de defunción, cinco años ha...
-¿Y de qué murió? ¿De rabia?
-¿No lo adivinan ustedes? De una
úlcera al estómago..., su antiguo padecimiento, que retoñó, naturalmente.
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