Fué en el
balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el
marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable
padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla,
con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los
enfermos, que son la venganza
que toman de los sanos.
Conservaba,
no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con
irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino,
desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre
inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer,
aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse
en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la
flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y
nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y
tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.
El
enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no
juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las
costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido
el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce
sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la
aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen
muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba
el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que
ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el
puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus
predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se
exaltase demasiado.
No sé
qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad
verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya
he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de
negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que
promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas.
Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y
catilinarias del marido. No era necesario que murmurase:
Generalmente,
antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado
en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de
soberbia vegetación.
Había
olvidado completamente al matrimonio -como se olvidan estas figuras de
cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena
balnearia, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El
excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de
Administra-ción... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde
Pedregales...». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después,
al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a
Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al
mal engestado señor de las opiniones rajantes.
-Pero
¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y
esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que
usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al
final, cuando todos se enteraron... ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar
cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay
duendes...
En este
caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las
camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o...
En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron
porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero,
anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que
convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros
del cabeza de familia.
Y
fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos
los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud
divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó
casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella
muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los
padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre
tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al
despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio,
entre imperioso y sonriente, mandaba:
Hízolo
así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor
imperio, ordenó:
-¡Ahora..., ponte mis
pantalones!
Atónita, sin creer lo que
oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de
luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe?
¿Sería moda entre novios?...
-¿Has oído? -repitió él.
¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!
Confusa, avergonzada, y
ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo.
¡Obedecer es ley!
-Siéntate
ahora ahí -dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a
una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo
pronunció: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado
para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos.
Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo
que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo
sabes. Puedes quitártelos.
¿Qué pensó Clotilde de la
advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en
que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino,
honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y callada, y
si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e
hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado
al traste con la rueca y el huevo de zurcir.
Pero Abréu, a pesar de la
higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal
vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se
consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar
lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dónde mana!
Su mujer le cuidaba con
verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y
en vez de divertirse -al cabo era joven aún, no pensaba sino en la poción y el
medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una
vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a
gorjeo:
Infaliblemente,
la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y
la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza,
atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y
entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:
Y aún
permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre
dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras
Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las
curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos
precavidos.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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