-Cuando salimos
del puerto de Marineda -serían, a todo ser, las diez de la mañana- no corría
temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde..., vamos, un verde
sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros
retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos a alta mar, dio
en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos
reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida nos
divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo;
y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación
y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno
de los muchachos camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:
¡Aquel cabo de
vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado..., ¡Dios me perdone!, el
infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a los montones de ropa
blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías
llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San
Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban a la cintura
de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó pegadito a uno de ellos, o cayó de
la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.
Yo no sé qué
cosa me daba a mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco
estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me pide
el cuerpo algo de broma con los amigos y la familia. Pues de esta vez..., tan
cierto como que nos hemos de morir..., tenía yo el viaje atravesado en el
gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije a mi
esposa:
Vino el
chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque
las entrañas me dolían y el corazón se me subía a la garganta. También la
víspera fui a casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la
familia a la mesa; y la madre, que es así, una señora muy franca, no ofendiendo
lo presente, me dijo:
Para aquel viaje
había yo comprado todos los chismes del oficio; por cierto que en la compra se
me fue lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos:
cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y
adornar; porque en el barco, ya se sabe: le dan a uno buena batería de cocina,
grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres a patadas; pero ciertas
monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y
como yo tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie
me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fue mi perdición
cuando sostuve restaurante abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado
el escaparate, sin una buena polla en galantina, o solomillo mechado, o jamón
en dulce, o chuletas bien panadas y con su papillotito de papel en el hueso...
Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando
empezaban a oler, nos los comíamos por recurso; mis chiquillos andaban
mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el
restaurante, no sé qué sería de mí; de manera que encontrar colocación en el
barco y admitirla fue todo uno. Pensaba yo para mi chaleco: «Ánimo, Salgado; de
veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce o
quince a la familia. No es la primera vez que te embarcas; vámonos a Manila;
¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil o mil quinientos
reales mensuales, y eres un señor?». Lo dicho: la suerte, que arregla a su modo
nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo
que pasé, y volver a Marineda desnudo.
¿En qué íbamos?
Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida, cuando me pareció que
por la puerta del ropero salía humo. El que primero lo notó no se atrevía a
decirlo: nos mirábamos unos a otros, y nadie rompía a gritar. Por fin, casi a
un tiempo, chillamos:
Mire usted, no
cabe duda: lo peor, en esos momentos en que se suceden cosas horrorosas, es
aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar
el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la
dirección, imponiéndose, y aislasen el fuego en las tripas del barco, estoy
seguro de que el siniestro se evitaba. Yo, que todo lo presencié, que no perdí
detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia,
y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo.
Para mayor desdicha empezaba a anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el
temporal cada vez más recio aumentaba el susto. Aquello se convirtió en una
Babel, donde nadie se entendía ni obedecía a las voces de mando.
El capitán, que
en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que
dar cuenta a Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuanto estuvo en su mano;
pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos a alguno
para que los demás aprendiesen; bueno, no lo hizo; él fue el primero a pagarlo,
¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver
qué importancia tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos
salió al paso tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos
tiempo a retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados a medio asfixiar, en la
pared. Yo le grité al capitán:
Él daría la
orden a cualquiera de los que andaban por allí atortolados; puede que el
tercero de abordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse
estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, a toda prisa, nos dedicamos a
refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno
espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso a las llamas. ¿De
qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos
no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor; mas al
oír que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo
de aquel infierno pasamos a la cubierta.
Verdaderamente
cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no
se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel; eso, los
que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron al suelo, o se
metieron a arrancarse el pelo por los rincones, o se quedaron hechos estatuas,
como el tercero de a bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en
un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó ni soñó en ayudarnos.
A las dos horas
de notarse el fuego la máquina se paró. Si no se para, tenemos la salvación
casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que
el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos
preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso, muy callado y con un
corazón más grande que la máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco
ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema:
Al ver que la
pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más aterrados; no
creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya;
comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido sino que era dueño
de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y
dejarle hacer su capricho.
-Esperanza en
Dios, don Raimundo. Y él se echó las manos a la cabeza, y dijo de un modo que
nunca se me olvida:
Yo no sé qué le
habíamos hecho a Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos;
pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro para que así nos juntase
castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo -y mire usted
que algo se ha navegado, ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una
marejada frenética; el barco no se sostenía; ola por aquí, ola por acullá;
montes de agua y de espuma que nos cubrían; ya no era balancearse; era
despeñarse, caer en un precipicio; parecía que la tormenta gozaba en movernos y
abanicarnos para avivar el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin
cesar; y la noche, tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las
caras. Unos lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban;
muchos decían: «¡Ay, mis pobres hijos!». No entiendo cómo el timonel era capaz
de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del
barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.
Pronto empezaron
a alumbrarnos las llamas, que salían por la proa, no ya a intervalos, sino
continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua.
Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos
se reducía a adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación a
sotavento.
¡Un buque! Desde
que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de
bengala, con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros,
comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y
vea usted cómo Dios, a pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las
desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un
punto de cruce, donde se encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al
Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar
quien nos socorriese.
Al ver el buque,
la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto.
Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie; los
contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas,
resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo a morir; ni
se repara en el peligro, ni hay compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del
oleaje y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas
por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al
contramaestre.
Y cuando los
infelices querían halarse al esquife y se agarraban a la borda, los de adentro,
desenvainando cuchillos, amenazaban coserlos a puñaladas.
De esta vez hubo
ya bastantes víctimas; los esquifes se alejaron, y nuestra esperanza con ellos.
Después de recoger a aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo,
porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal.
A todo esto, ¡si
viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que
parecía el resoplido de un animalazo feroz, y a cada instante esperábamos ver salir
las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos
cuanto podíamos a la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía
insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por
los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si a un tiempo se
inflamasen varias docenas de fósforos, sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío
ni la oscuridad eran de temer; ¡qué disparate!, buena oscuridad nos dé Dios: la
popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile; iluminación
completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y
negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de
espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquebote de
vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo,
la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó a mí y me tocó
en el hombro.
Vaya, no sé yo
mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno; el farol todavía
estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que
le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros
cuantos se decidieron a meterse era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo
arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces
empezó la gente a lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar
que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los
costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, expiró
instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los
cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos
paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas a la altura de
la boca, y flotaban ya cadáveres.
Los del esquife
remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que a la mitad
del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua y se
sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuanto pudieron
encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió
a un marinerillo, lo sentó o, por mejor decir, lo embutió en el boquete, y le
dijo (con perdón):
Gracias a lo
cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si
nos pesaba o no el habernos quedado allí sin probar el salvamento. ¡Los muertos
ya estaban en paz, y los salvados..., qué felices! El buque aquel tampoco se
detenía; era necesario aguardar a que Dios nos mandase otro, y resistir como
pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún
podía durar. Al fin, era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué
hacer a las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer
abrasados.
Al capitán se le
ocurrió la idea de trepar a la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor.
Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las
llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le vi acercarse al palo, le cogí
del brazo en seguida.
El pobre hombre,
enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo estudiando su
resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede.
El árbol..., ¡pim!, se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y
arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el
capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el
pie por cerca del tobillo y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo a
un tiempo mismo la amputación y el cauterio; respondo de que ningún cirujano se
lo cortaba con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al
extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado.
Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le
oí: «¡Mi pobre mujer!, ¡mis hijitos queridos!, ¿qué será de ellos?». Pero de
repente, sin más ni más, empezó a gritar como un condenado, pidiendo socorro y
medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado a
la cámara y a pesar del ruido de la tormenta oíamos estallar los frascos del
botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó a rogar,
con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez,
de su autoridad a bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos
disculpamos con que no había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba
sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque
allí no puede entrar ni hierro ni otro metal que haga desviar la aguja
imantada. Por más que nos resistimos, fue preciso arrancarla y colgársela del
cuello, y como el peso era grande y le obligaba a bajar la cabeza, tuvo que
sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como
llevaba en el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen
pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos!
Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y
algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría a todos. Le porfiábamos y
le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último desmontó y
guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó
despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pie que le
faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras del pie por toda la cubierta y
no pudimos cumplirle aquel gusto?
Después del
lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos
los horrores de la noche fue el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos!
Nada; una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de
casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo, ¡vaya si la quería!
Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades en pañuelos, en
abanicos de sándalo, en cajitas en mil monadas. No obstante... o por lo
mismo... en fin ¡qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales..., el pobre
andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo
que hizo no lo hizo «queriendo» porque ya lo tenía pensado de antes y porque le
pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba intentar
el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado a morir, tanto le daba
de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el esquife consiguiese
librar la piel. Bien; no cavilemos. El no dio señales de pretender combatir el
fuego, y mientras nosotros manejábamos el «caballo» y soltábamos mangas de agua
contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él, quietecito y como atontado.
Al marcharse el señorito de Armero, le llamó a la cámara para entregarle su
reloj, un reloj precioso con tapa de brillantes, y dos sortijas muy buenas
también, encargándole que se las llevase a su novia como recuerdo y despedida.
Lo que yo digo; el hombre se encontraba resuelto a morir. Luego subió a popa, y
le vi sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos.
-Mi oficial,
sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero este tiene tabacos, de
seguro... añadí, señalando a un camarero que estaba allí cerca.
¿Querrá usted
creer que el bruto del camarero se resistía a meter la mano en el bolsillo y
soltar el cigarro?
En vista de mis
gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió y daría, a todo
dar, tres chupadas; a cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un
gesto que ponía miedo. A la tercera chupada, acercó a la sien el revólver, y
oímos el tiro. Cayó redondo, sin un «ay».
Nadie se asustó,
nadie gritó; casi puede decirse que nadie se movió, estábamos ya de tal manera,
que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá:
¡Es que se
vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que en los primeros
instantes recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en oro y
billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre
cubierta, sin que nadie les hiciese caso ni los mirase. En cambio, al piloto se
le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora y se desdichaba
todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar a qué
altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel
desastre, ¿quién pensará usted que me infundía más lástima? El perro del
capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la
tenía entablillada; el animalito, echado junto al timón, remedaba a su amo, los
dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. ¡Si seré majadero! El perro
me daba más pena.
Ya las llamas
salían por sotavento y la mañana se iba acercando ¡Qué amanecer, Virgen Santa!
Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de
cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar
la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme; por el
hueco del palo mayor se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba, sin
duda, a hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y a pesar
de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos a clamar al Cielo, y
muchos a enseñarle el puño cerrado, preguntando a Dios.
¡Agua! Puede que
la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fui hacia él y se me agregaron varios
sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el aljibe y son como
biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al
salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi
casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que
dársela medio templada aún. ¡Me miró con unos ojos!
La tormenta, en
vez de ir a menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no
caer al mar, nos cogíamos a la barandilla. Pasó un barco, y por más señales que
le hicimos, no se detuvo; y debió de vernos, pues cruzó a poca distancia. A mí
me dolían de un modo cruel los ojos secos por el fuego, y cuanto más descubría
el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como a través de una
niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la
víspera no había comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente, se
encontraron sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para
el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los
que nos caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio
crudo, y refrescábamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un
poco.
A mediodía
sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la popa y la proa,
derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose el brasero que
formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de
los volcanes, y recomendamos el alma a Dios, porque creíamos que iban a
alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en
vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro, segunda, por estar las puertas
de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por
allí, obligándole a cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas
de andar muy lejos de nuestras personas, ya que a eso de las tres de la tarde
empezamos a advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos a
una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el
suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en
medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era
menester levantar primero un pie y luego bajar aquel y levantar el otro para no
achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacio
-Para morir
siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima
nos saque de este apuro.
Claro que yo se
lo decía para darle ánimos; allá, en mi interior, calculaba que era preciso
hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que no pensaba en las
herramientas que había perdido ni en mi propia muerte, sino en los chiquillos
que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el
pan? ¿Saldrían a pedir limosna por las calles? A lo que yo estaba resuelto era
a no morir asado. Miré dos o tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría
para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del
agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un
barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño, y hubo quien
gritó:
Ya nos rendía
los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que
apagar con saliva una hoguera grande, y convencidos de que perdíamos el tiempo
y que era igual perecer un cuarto de hora antes o después, el que más y el que
menos empezó a pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la
travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al
mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de
pasar de largo, se detiene.
Ya estaba el
barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta, que
desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos
pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos a
gritar en inglés, como locos desesperados:
¡Echarnos al
agua! ¡No quedaba otro recurso y este era tan arriesgado! En fin qué remedio:
los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aún.
Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía
miedo. Había que escoger entre dos muertes: una segura y otra dudosa. Nos
dispusimos a beber el sorbo de agua salada.
-¡Ánimo! -le
dijimos. Póngase usted el chaleco, y al mar; mal será que no bracee usted
hasta la goleta.
Y acertaba.
Aquello fue adelantar el desenlace, y nada más. Se conoce que o la humedad del
agua, o el sacudimiento de la caída, le abrieron las arterias del pie tronzado,
y se desangró en un decir Jesús; o acaso el frío le produjo calambre; no sé, el
caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire y colarse por el
ojo del salvavidas al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra, a
él no le vimos más en este mundo.
Seguían
echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del
capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de
un modo o de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal reflexioné
un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que la corriente,
en vez de batirme contra el buque, me ayudase a desviarme de él. Así lo hice,
y, en efecto, tras de la zambullida, fui a salir bastante lejos del San Gregorio.
Oía los gritos con que desde el schooner me animaban, y oí también el
último alarido de algunos de mis compañeros a quienes se tragó el agua o
zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del
Duncan: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí
sobre cubierta como un pez muerto.
Acordé rodeado
de ingleses. Me decían: ¡Go!, ¡cook!, ¡go! ¡a la cámara! Me incorporé y
quise ir a donde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores
me eché a llorar por primera vez, exclamando:
Me levantaron
entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete, y rompió
también a llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos
de los ingleses. Me obligaron a beber de un trago una copa enorme de brandy,
me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron
encima qué sé yo cuántas mantas y me dejaron solito.
¿Qué sentí
aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fue delirar, pero se le
parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de
puro feliz que me encontraba. Después, al oír el ruido del mar, me parecía que
aún estaba dentro de él y que las olas me batían y me empujaban aquí y allí.
Luego iban desfilando muchas caras; mis compañeros, el terceto a la luz del
cigarro, el capitán y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que
se me había muerto años antes...
En fin, por
acabar luego: llegamos a Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dio
una guinea para tabaco, y a los pocos días nos embarcamos en un barco español
con rumbo a Marineda ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos
hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona; apenas
conseguimos un poco de rancho y galleta por comida; como si fuésemos perros.
De la llegada,
¿qué quiere usted que diga? A mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en
la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase usted
cómo estaba y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de La Guardia : no tengo dinero
para misas; pero iré a pie descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me
hallaron sobre la cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del
salvavidas, pantalón chamuscado y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal
facha, no me importa, quiero besar el manto de la Virgen y rezar allí una
Salve.
Me faltará para
pan, pero no para comprar una fotografía del San Gregorio... ¿Ha visto
usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea; el
cargamento de algodón arde todavía, dentro se ve un charco negro, cosas de
vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente!
¡Que si me da
miedo volver a embarcarme! ¡Bah! ¡lo que está de Dios..., por mucho que el
hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada ¿Quiere usted algo para
Manila? ¿Que le traiga a usted algún juguete de los que hacen los chinos? El
domingo saldremos...
Di al cocinero
del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del San
Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la
narración, vi acudir varias veces las lágrimas a sus ojos azules, ya sanos del
todo.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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