Alborozados soltaron los picos y
las llanas, se estiraron, levantaron los brazos el cielo nubloso, del cual se
escurría una llovizna menudísima y caladora, que poco a poco había encharcado
el piso. Antes de descender, deslizándose rápidamente de espaldas por la luenga
escala, cambiando comentarios y exclamaciones de gozo pueril, bromas de
compañerismos -las mismas bromas con que desde tiempo inmemorial se festeja
semejante suceso, uno, no diré el más ágil -todos eran ágiles, sino el de
mayor iniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, se descolgó por los palos
de los mechinales, corrió al añoso laurel, fondo del primer término del
paisaje, cortó con su navaja una rama enorme, se la echó al hombro, y trepando,
por la escalera esta vez, a causa del estorbo que la rama hacía, la izó hasta
el último andamio, y allí la soltó triunfalmente. Los demás la hincaron en pie
en la argamasa fresca aún y el penacho del xeste quedó gallardeándose en
el remate de la obra. Entonces, en trope, empujándose, haciéndose cosquillas,
bajaron todos.
Eran obreros -no
condenados, como los de la ciudad, a la eterna rueda de Ixión de un trabajo
siempre el mismo. Mestizo de cantero y labriego, en verano sentaban piedra, en
invierno atendían a sus heredades. Organizados en cuadrilla, iban a donde los
llamasen, prefiriendo la labor en el campo, porque en las aldeas, ¡retoño!, se
vive más barato que en el pueblo, se ahorra casi todo el jornal, para llevarlo,
bien guardado en una media de lana, a la mujer, y mercar el ternero, y el
cerdo, y las gallinas, y la ropa, y la simiente del trigo, y algún pedacillo de
terruño. No sentían la punzada del ansia de gozar como los ricos, que asalta al
obrero en los grandes centros; el contacto de la tierra les conservaba la
sencillez, las aspiraciones limitadas del niño; disfrutaban de un inagotable
buen humor, y la menor satisfacción material los transportaba de júbilo. Sus
almas eran todavía las transparentes y venturosas almas de los villanos
medievales.
Se atropellaban
por la escala, sonando en los travesaños húmedos la madera de los zuecos, y ya
abajo hacían cabriolas, despreciando la frialdad insinuante de la llovizna
triste y terca. ¿Qué importaba un poco de friaje? Ya se calentarían bien
por dentro, con el mejor abrigo, el abrigo de Dios que es la comida y la
bebida. Allá lejos divisaban el humo, corona de la chimenea de la casa
señorial, y el montón de leña ardiendo que producía aquel humo les guisaba su
cena, la cena solemne del xeste, el banquete extraordinario ofrecido
desde la primavera para el día en que terminasen las paredes del nuevo
edificio. ¡Daba gusto tratar con señores, no con contratistas miserables! El xeste
del contratista..., sabido: un cuarterón de aguardiente, una libra de pan reseso.
¡En el obsequio del señor se vería lo que es rumbo! El agua se les venía a la
boca. Se miraron, se hicieron guiños, saboreando la proximidad del placer, en
el cual pensaban a menudo ya desde el instante en que los peones abrieron la
zanja de los cimientos.
Era temprano aún
para que la cena estuviese lista, pero convinieron en dirigirse cara allá,
y Matías se ofreció a enjaretarse con cualquier pretexto en la cocina y
adelantarles noticias del festín. Vistiéndose las chaquetas sobre las camisas
mojadas y la cuadrilla se puso en camino, zanqueando, aplastando la hierba
sembrada de pálido aljófar. A pocos pasos de la casa, ante la tapia del huerto,
se pararon, irresolutos; pero aquel enredante de Matías, como más despabilado,
se fue muy serio hacia el abierto portón, lo cruzó, y al cabo de diez minutos
volvió agitando las manos, bailando los pies. ¡Qué cena, recacho, qué convite!
Aquello era lo nunca visto ni pensado. ¡Unas cazuelas así... y que echaban un
olido! ¡El vino en ollas, para sacarlo con el cacillo de la herrada; y hasta
postres, arroz con leche, manzanas asadas con azúcar! ¡Y orden del señor de que
podían entrar y calentarse a la lumbre mientras se acababa de alistar la
comilona! Entrasen todos, canteros y peones, y el chiquillo carretón de los
picos, también... Matías, volviéndose algo contrariado, añadió:
Sin fuerzas para
trabajar, medio tísico, se pegaba a los canteros, y como no hay pobre que no
pueda socorrer a otro, le daban corruscos de pan de maíz, restos de su frugal
comida. Carracha padecía hambre crónica; para pedir limosna alegaba males del
corazón, mil alifafes; pero su verdadera enfermedad, el origen de su consunción,
era el no comer, el haber carecido de sustento desde la lactancia, pues estaba seca
su madre... La cocinera de los señores no quería a Carracha de puertas adentro,
en razón de que una vez faltó una cuchara de plata, coincidiendo con haber dado
al mendigo sopas en escudilla de barro y con cuchara de palo. Carracha quedó
excluido; ni en ocasión tan señalada había indulgencia para él. Se le oscureció
el semblante demacrado, lo mismo que si lo envolviesen en negro tul. ¡No ver el
comidón! Sólo con verlo, sin catarlo, imaginaba que se le calentaría la panza
floja y huera. La cuadrilla, con alegre egoísmo, reía de la decepción del
infeliz, y, a empellones, se precipitaba adentro, a aquel paraíso de la
cocina... ¡Pues lo que es él, Carracha, no se movía de allí! Y se quedó fuera,
hecho un can humilde...
A las siete en
punto sacaban, humeantes, las grandes tazas de caldo de pote, y el señor se
aparecía un momento, risueño, longánimo.
-A comer,
muchachos; a rebañarme bien esas tarteras; que no quede piltrafa; denles cuanto
necesiten... ¡Que nada les falte!
Desapareció, para
que comiesen con más libertad, y empezó el cuchareo, alrededor de la larga mesa
de nogal bruñido por el uso. ¡Vaya un caldo, amigos, vaya un caldo de chupeta!
Caldo lo comían diariamente los canteros: constituía su alimentación; pero era
un aguachirle, unas patatas y unas berzas cocidas sin chiste ni gracia. Por
real y medio diario de hospedaje, ¿qué manutención se le da a un cristiano,
vamos a ver?
A este caldo no
le faltaba requisito: su grasa,sus chorizos, su rabo, sus tajadas de carne... Y
al elevar la cuchara a la boca, los canteros se estremecían de beatitud. Sólo
en Nadal, y allá por Antruejo, y el día de la fiesta de la parroquia, les
tocaba un caldo algo sabroso, ¿pero como este? ¡Los guisantes de los señores
tienen un sainete particular! Cada cual despachó su tazón; muchos pidieron el
segundo. Que viniese después gloria. No sería mejor que aquel caldo. Y Matías,
chistoso como siempre -¡condenado de Matías!, anunció a voz en cuello,
jactándose:
-No eres hombre
para eso -observó flemáticamente Eiroa, el viejo asentador de piedra, siempre
esquinado con Matías.
Y éste, que
acababa de echarse al coleto dos cacillos de vino seguidos, respondió con
chunga y sorna:
-¿Que no soy
hombre? Pues aventura algo tú... Aventúrame siquiera un peso de los que llevas
en la faja.
Hubo una
explosión de carcajadas, porque la avaricia de Eiroa era proverbial. ¡Jamás
pagaba aquel roña un vaso! Pero el asentador, echando a Matías una mirada de
través, replicó, con igual tono sardónico:
¡Cerrada la
apuesta! Los canteros patearon de satisfacción. ¡Cómo iban a divertirse! Eiroa,
sin perder bocado, con la ojeada que tenía para notar si las piedras iban bien de
nivel, se dedicó a vigilar a Matías. ¡No valen trampas! Sí; en trampas
estaba pensando Matías. A manera de corcel que siente el acicate, su estómago
respondía al reto abriéndose de par en par, acogiendo con fruición el delicioso
lastre. Después de las tres tazas de caldo con tajada y otros apéndices,
cayeron tres platos de bacalao a la vizcaína, de lamerse los dedos, según estaba
blando, sin raspas, nadando en aceite, con el gustillo picón de los pimientos.
Luego, despojos de cerdo con habas de manteca, y en pos la paella, o lo
que fuese; un arroz en punto, lleno de tropezones de tocino, que alternaban con
otros de ternera frita; y los estipulados tres platos llenísimos a cogulo,
fueron pasando -ya lentamente- por el tragadero de Matías. Sordos continuos del
rico tinto del Borde le ayudaban en la faena. Empezaba a sentir un profundo
deseo de que el lance de la apuesta parase allí, de que no sirviese la cocinera
más platos. La algazara de los compañeros le avisó: aparecía un nuevo manjar,
tremendo; unas orondas, rubias, majestuosas empanadas de sardina. A Matías le
pareció que eran piedras sillares, y que sentía su peso en mitad del pecho,
oprimiéndole, deshaciéndole las costillas. Una ojeada burlona del asentador le
devolvió ánimos. ¡Aunque reventara! Y, fanfarroneando, pidió media empanada
para sí. Mejor que andar ración por ración. ¡Venga media empanada! Un murmullo
de asombro halagador para su vanidad corrió por la mesa. La cocinera reía,
mirando con babosa ternura a aquel guapo muchacho de tan buen diente. Y le
partió la empanada, dejándole el trozo mayor.
Principió a
engullir despacio, auxiliándose con el tinto. Masticaba poderosa-mente, y la
indigesta pasta descendía, revuelta con el craso y plateado cuerpo de las
sardinas, con el encebollado y el tomate del pebre. Le dolían las mandíbulas, y
hubo un momento en que lanzó un suspiro hondo, afanoso, y paseó por la cocina
una mirada suplicante, de extravío. Eiroa soltó una pulla.
Y el cantero, con
esfuerzo heroico, supremo, pasó el último bocado de empanada y tendió el plato
para que se lo llenasen de lo que a la empanada seguía: el arroz con leche y
canela, al cual acompañaban unas tortas de huevo y miel, tan infladas, que
metían susto... A la vez que los postres sirvióse el aguardiente, una caña de
Cuba, especial. ¡Qué regodeo, qué fiesta, qué multiplicidad de sensaciones
voluptuosas, refinadas! La cuadrilla estaba en el quinto cielo; perdido ya del
todo el respeto a la cocina de los señores, hablaban a gritos, reían,
comentaban la colosal apuesta. El desfallecimiento de Matías era visible. ¿A
que no colaban los tres platazos de arroz? ¡Bah! ¡A fuerza de caña! El cantero,
moviendo la cabeza abotagada, hacía señas de que sí, de que colarían, y pasaba
cucharadas, dolorosamente, como quien pasa un vomitivo.
Allá fuera,
Carracha, el excluido, se pegaba a la pared, a fin de percibir olores, escuchar
ruidos, participar con la exaltada imaginación del hartazgo. Sus narices se
dilataban, sus fauces se colmaban de saliva. ¡Qué no diera él por verse a la
vera del fogón! ¡Y cuánto duraba la comilona! Matías le había prometido traerle
algo, la prueba, en un puchero... ¿Se acordaría?... A todo esto, el agua menuda
de antes, el frío orvallo, iba convirtiéndose en lluvia seria, y el
hambrón sentía sus miembros entumecidos, y bajo sus pies unas suelas de plomo
helado. Temblaba, pero no se iba, ¡quiá! El mastín de guarda le labró dos o
tres veces, enseñándole los dientes agudos, pero le conocía desde antes de
aquello de la cuchara, y el ladrido fue sólo una especie de fórmula,
cumplimiento de un deber.
¡Atención! ¿Qué clamor
se alzaba de la cocina? ¿Reñían acaso? ¿Una desgracia? El hambriento vio que la
puerta se abría con ímpetu, y salían disparados de la cuadrilla hechos unos
locos.
Carracha notó que
la puerta no se cerraba, y con su timidez canina, haciéndose el chiquito, se
coló dentro, mascando el aire espeso, saturado de emanaciones de guisos
sustanciosos y bebidas fuertes. Nadie le hizo caso. Rodeaban a Matías; le
habían arrancado la chaqueta, desabrochado la camisa; le echaban agua por la
cara, y su pelo negro, empapado, se pegaba al rostro violáceo por la fulminante
congestión. Y el cantero no volvía en sí..., ni volvió nunca. Según el médico,
que llegó dos horas después -vivía a legua y media de allí, de la congestión
podría salvársele, pero había sido lo peor que al hincharse los alimentos, el
estómago de Matías se abrió y se rajó, como un saco más lleno que su cabida
máxima...
-El Señor nos dé
una muerte tan dichosa -repetía Carracha, sinceramente, pasándose la lengua
por los labios y recordando el hartazgo que gozó en un rincón, mientras todo el
mundo se ocupaba de Matías.
«El Imparcial», 5 de enero de 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario