La aguardaba en el
embarcadero a boca de noche, y cuando divisó, a lo lejos, la barca, que
avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los remeros, abriendo estela de luz
verdosa en el mar fosforescente, al corazón de Fausto (1) se agolpó la sangre, y
sus ojos se nublaron.
Venía o, mejor dicho, la
traían, se la entregaban; en su poder iba a estar aquella por quien tantas
veces había pasado la noche en vela, febril, paladeando acíbar, desesperando y
mordiéndose los puños de, rabia, o esperando insensatamente.
¿Insensatamente?
Criminalmente, se diría mejor. Por aquella que se reclinaba en la proa,
envuelta en blancos velos, en actitud pensativa, Fausto había descendido a la
delación y al espionaje como un liberto, echando negra mancha sobre el decoro
de su estirpe consular. Por ella había deslizado en los oídos del emperador
«apóstata» el consejo fatal al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la
claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje
dibujaron ante los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón
ilustre marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos...
Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba
remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las sirenas
de la felicidad subía como un himno...
Descendió Fausto al muelle
con precipitación, y cogiendo de manos de los esclavos el taburete de cedro, lo
presentó al pie de Dafrosa, que prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las
puntiagudas piedras. A la salutación, al «¡Ave!» que en temblorosa voz articuló
Fausto, respondió ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la
villa, sin que Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se
apoyase. Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no
hubiese sido superfluo el auxilio.
En la terraza de la villa,
alumbrada por antorchas fijas en la pared, estaba dispuesto un refresco de
bienvenida: leche, frutas, pan en flor, peces cocidos, los sencillos manjares
de que gusta una cristiana. Se lo hizo observar Fausto a Dafrosa, la cual,
rompiendo uno de los panes, lo llevó a los labios, no sin hacer antes la señal
de la cruz. Quedáronse solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban las estrellas
en el firmamento turquí, y el aire columpiaba bocanadas de esencia de rosas
purpúreas, unas rosas que el mismo emperador Juliano había traído de Alejandría
para adornar con festones de ellas el ara de la Afrodita , porque se
atribuían a su aroma virtudes como de filtro para enajenar el corazón.
Fué Dafrosa quien rompió el
peligroso silencio.
-Fausto -dijo con tranquila
melancolía, ¿quién nos dijera que nos encontraríamos así otra vez? Cuando yo
me confesaba llorando de que no podía olvidarte, ¿iba a suponer que el Sacro
emperador me desterrase a vivir contigo?
Indeciso, Fausto dudó entre
caer a los pies de la matrona y abrazar sus rodillas o contestar algo, no sabía
qué.
Entonces Dafrosa echó atrás
el velo blanco que envolvía el óvalo de su rostro, y a la luz de las antorchas
Fausto pudo ver con asombro una cara consumida por el dolor, unos ojos
marchitos, unas mejillas demacradas; el pelo, recogido modestamente con cintas
de lana violeta,, no era ya aquella rubia vedija, aureola de oro; ¡a Dafrosa se
le había vuelto el cabello todo gris, del gris de las nubes, del gris de la
ceniza seca y hacinada en el hogar!
-Puedes mirarme
impunemente, Fausto -añadió ella. Soy otra. La Dafrosa que conociste no
está ya en el mundo. Después de que me contemples, te volverás a tu palacio de
Roma, dejándome sola en esta isla, donde haré penitencia. He sido justamente
castigada por haberte querido, cariño involuntario que yo no podía arrancar de
mí por más que hacía. Se llevaron a mi marido para matarle poco a poco, y a mí
me despreciaron. Lo merecía. Ahora los malvados me entregan a ti, quizá por
creer que tú eres un peligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así,
despacio, con atención; examíname. La misericordia divina me ha quitado
enteramente mi hermosura.
Inmóvil permanecía Fausto,
penetrado de un sentimiento singular, diferente de cuantos hasta entonces
habían agitado su alma complicada de romano de la decadencia, de amigo del
refinado filósofo, el César Juliano. No hacía mucho que en el palacio imperial,
ante las aras restauradas de la
Kaleos helénica, habían celebrado los dos amigos un pacto,
especie de misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso del vulgar
paganismo que se saciaba con los sacrificios de bueyes y terneros, con las
ceremonias impuras. Esta otra religión, preferida por Juliano, reemplazaba la
teogonía y las supersticiones con la adoración de la belleza suprema de la Forma en su armonía divina,
en su euritmia sacros anta, cuya relación percibe la inteligencia por encima de
los sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima, de líneas impecables, obra de
Fidias, se erguía sobre el ara, en mitad de la capillita o «cella» donde el
emperador cumplía el rito, derramando las claras libaciones, quemando el
incienso saben en el pebetero de oro de exquisita labor oriental. Y el
Apóstata, tomando de la mano a su amigo, le obligaba a postrarse allí,
murmurando. «Esta es la Diosa ;
ésta, y no el triste Galileo, que ha traído la fealdad al mundo.» Y ahora
Fausto, en presencia de Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía
Flaviano y ella vivía recluida al pie de sus lares, por no descubrir en los
ojos los pensamientos, ahora Fausto advertía en sí mismo un trastorno, una
variación incomprensible. Los afanes, los delirios, las ansias de posesión, la
fiebre pasional tanto tiempo sufrida, alimentada por la Beldad , que ata las almas y
no las suelta hasta el sepulcro, habían desaparecido. La Forma adorada no existía, y
tampoco lo que se deriva de ella. En el mar tranquilo habían enmudecido las sirenas
cantoras; en el cielo turquí, las estrellas ya, no parpadeaban de amor. Las
rosas no desprendían ni un átomo de esencia: el rocío de la noche probablemente
congregaba sus cálices, derramando en ellos una serenidad frígida. Las tenaces
ligaduras de la carne se rompían en Fausto; su sangre, antes fuego, discurría
convertida en luz por las venas. Y acercándose a Dafrosa, le tomó las manos y
las llevó a su frente, murmurando en un suspiró:
-Porque has perdido tu
hermosura, te quiero más. Te parecerá que es mentira, y a mí ayer me lo
parecería también; pero mira que no te engaño.
No retiró las palmas
Dafrosa. Este sencillo contacto no infundía tanto horror a los cristianos de
aquellos siglos como a los actuales, acaso porque entonces eran más castos en
su corazón. Las palmas de Dafrosa halagaron la inclinada cabeza de Fausto, y
acercando los labios a su oído, susurró
-Te creo. Es natural eso
que me dices. Tú, Fausto, hermano mío, eres cristiano también.
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La crónica refiere que San
Fausto sufrió el martirio y que Santa Dafrosa recogió de noche su cuerpo a fin
de que no lo devorasen los perros, llegando a pagar esta obra de caridad con la
vida.
Cuento antiguo
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
[1] Me conviene
recordar que este cuento inspirado en la vida de los Santos Fausto y Dafrosa,
vió la luz en Blanco y Negro con
anterioridad a la publicación de la preciosa novela de Merejkovski La muerte de los dioses.
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