Cosa más elegante que aquel fumoir no se ha visto. Auténticos
muebles ingleses, de esos inconfundibles, con muelles de elasticidad misteriosa
-¡oh, sólo Maple!- y forrados de un cuero bronceado, flexible y terso a la vez;
paredes revestidas con viejos tapices persas, en que se funden armoniosos
matices verdes y amarillos; vitrinas morunas de concha y nácar, donde se luce
soberbia colección de boquillas, pipas, narguiles, bolsas de tabaco, petacas,
pitilleras, fosforeras y tabaqueras. La colección está valuada en varios
cientos de miles de pesetas, pero los inteligentes aseguran que muy por bajo de
su verdadero valor, aun cuando sólo se calculen los esmaltes y las pedrerías
que guarnecen muchos de los objetos que la componen.
El fumoir (llamémosle fumadero para no usar sino palabras castizas)
tiene al frente una galería encristalada. En ella, grandes vasos de «china»,
fabricada en Sajonia en el siglo XVIII, encierran plantas, cuyas hojas
recortadas, de un verde de raso liso, decoran el recinto con una nota de
naturaleza fina, alegre, mejorada por la mano del hombre. Dentro de esta
galería o cierre, los privilegiados amigos del dueño de la casa se sientan a
fumar, mientras a sus pies rueda el torrente de la capital populosa. Porque la
casa -pudiera decirse palacio- de aquel niño mimado de la suerte está situada
en la calle más céntrica, y los amigos, saboreando los lentos goces de la
pereza, conocedores de las almas que animan los cuerpos de las mujeres a
quienes ven pasar reclinadas en sus coches, comentan la historia de aquellas
almas con indulgencias y tolerancias de escépticos amables y gastados.
El humo de los cigarros selectos,
como guata de cardado algodón, apagaba el estridor de las opiniones cortantes y
duras. Era el humo suave y social: de grises copos, deshechos blandamente y
renovados sin tregua, su aroma sedante, adormecían las vehemencias verbales de
la raza, narcotizaban las mentes y prestaban al diálogo cierto tranquilo tono
de buen gusto. Los fumadores, generalmente, habían almorzado con el dueño de la
casa, y una beatitud de buena digestión, de excelentes y bien condimen-tados
manjares, regados por vinos de exquisita calidad y nobleza, completaba el goce
más espiritual del habano, y el bienestar de reclinarse en tales sillones -¡oh
la superioridad anglosajona!- adaptados al cuerpo como guantes. Y así se
determinaba en aquéllos, pocos y muy escogidos, ese estado gratísimo en que el
pensamiento no atormenta, antes parece disolverse en neblina dorada.
Me preguntaréis sus nombres, los
nombres de una gente tan dichosa -dichosa, por lo menos, mientras dura la
fumadura-; pero ¿quién puede aspirar a ser dichoso a todas las horas del día?
Básteos saber (ya que los nombres no me es lícito entregarlos a la publicidad)
que entre ellos había algunos muy ilustres y muy históricos, al lado de otros
que sólo representan la ilustración del dinero y de alguno que representa el
parasitismo chic. En cuanto al
anfitrión, llamémosle sencillamente Ramiro. Sus apellidos y títulos salen a
relucir frecuentemente en historias y genealogías.
Envidiado, deseado en todo salón,
Ramiro no concurre a ninguno. Cuanto puede ponerle en contacto con gente que no
sea exactamente la misma que reúne en su fumadero, le es antipático o le causa
desdén. No encuentra que haya nada menos digno de ser visto que una fiesta, así
se celebre en el palacio y bajo la dirección de la mismísima reina de las
hadas, y cuando quiere ver piruetas y contorsiones, se trae a domicilio a las
más guapas artistas de los teatros, convidando a sus amigos.
-Así -les dice, tendremos la
seguridad de no padecer a ninguna feróstica, ninguna vieja y ninguna cursi.
¡Mujeres, las seguras!
En el cierre de cristales hay un
surtido de gemelos magníficos, acromáticos, con los cuales los fumadores
observan el mujerío que pasa por la calle, siempre concurrida.
A decir verdad, es el tema de
conversación predilecto la hermosura de la mujer. No les importa sino
accidentalmente la política, no les atrae nada social, no les estremece
profundamente el arte. El sport les preocupa algo a dos o tres de ellos, pero
solamente a sus horas. Quizá en el secreto de su pensar les interesen otras
cuestiones, de esas personales que todo el mundo lleva a cuestas -hacienda,
porvenir, recuerdos, esperanzas-; pero así que se reúnen, ocupa el primer lugar
la cuestión de estética femenina. Se diría que perpetuamente están eligiendo
para el Gran Señor.
Y algo tiene de verdad la
hipótesis... El Gran Señor es el dueño de la casa, Ramiro. Al verle tan
indiferente, preocupado sólo de la forma y la línea, estudiaban a las que veían
pasar desde el cierre, esperando la aparición de alguna beldad perfecta que
cautivase al caprichoso potentado. ¿Habría amado alguna vez Ramiro?
-¿Veis este cigarro? -dijo él
cierta tarde, después de consagrar una mirada a la encantadora extranjera, la
secretaria de embajada Nadina Stolewsky, que en su landó eléctrico bajaba hacia
el paseo. Pues así son mis impresiones. Fuego en un instante, convertido sin
tardanza en columna de humo. Lo pienso siempre: la vida no es para vivida, sino
para fumada. Por eso he hecho una especie de santuario de este fumadero. Hubo
un momento de mi existencia en que viví de otro modo, como viven los demás
hombres que sienten, se afanan y penan, y a esa manera de existir le llaman
dicha... Sí, no os riáis: yo estuve enamorado como puede estarlo mi escribiente
o mi cochero... Y tampoco os riáis; no me enamoré de una belleza... Fea
precisamente, no; pero ni fu ni fa... Nada de particular... Pues bien; yo no
dormía... Yo hacía mil extra-vagancias... Tenía diecinueve años, ¡es mi excusa!,
cuando aquella mujer desapareció...
-¿Desapareció? -preguntaron todos a
una voz, sorprendidos, apartando, en su emoción de curiosidad, el cigarro de la
boca.
-¡Como si se la hubiese tragado la
tierra! De la noche a la mañana. Desapareció con su padre, que era un antiguo
cabecilla carlista, muy bruto, muy celoso de la honra... Yo la había comprometido,
es cierto, pero de todos modos...
-¡Hay gentes imposibles? -comentó
el parásito, arrancando una chupada deliciosa y un humo a oleadas lentas.
-Cuanto hice para averiguar su
paradero fue inútil -continuó Ramiro. Verdad que entonces yo era un hijo de
familia; mi padre, ya lo recordaréis los que le conocisteis, no derrochaba el
dinero y me faltó el arma principal... Así y todo, hasta donde alcanzaron mis
recursos, revolví cielo y tierra. Y pude averiguar únicamente que se habían
marchado a América. Comprenderéis que América es muy grande...
-Parece conmovido -susurró uno de
los amigos al oído del otro.
-Desde entonces -continuó Ramiro-
he resuelto fumar, fumar, convertirlo todo en humareda que adormezca, que se
disipe en el aire. Fumar los años, los días, las horas... Que no dejen
recuerdo.
Y, reclinándose, encendió en la
lamparilla de plata, cincelada primorosamente, otro habano.
-Mira, mira -avisó entonces el
parásito oficiosamente- una chiquilla que parece muy mona... ¿No la ves? Va a
pasar enteramente por debajo de la ventana... y ha levantado la cabeza y se ha
fijado en nosotros. ¡Un capullito! Échale con los dedos un beso.
Sonrió Ramiro... La niña parecía
pertenecer a la clase media modesta, en que las muchachas gastan chápiro a la
moda, y las mamás velito. Alzando el rostro, con involuntaria curiosidad de Eva
naciente, miraba al grupo de hombres que se asomaba a la galería para
avizorarla. La madre, inquieta, la dirigió una advertencia sin duda, y se la
llevó aprisa.
Y entonces fue cuando Ramiro pudo
ver ambos rostros, el marchito y el florecido... y un grito y un impulso le
pusieron de un salto en la puerta, en la escalera, en la calle.
-¿Qué demonios le pasa?
-¡Va sin sombrero!
-¡Cosa más rara!
-¡Se ha enamorado de la chica, no
cabe duda!
-¡El flechazo!
-¡Pero es que sí! ¿No veis? Ahí
va... Corre tras ellas...
-¡Ellas ya están muy lejos!
-¡Corre más! Mirad, ¡le van a tomar
por loco!
-Ya las ha alcanzado... La gente se
para..., se arremolina...
Minutos después se vio que Ramiro,
rompiendo el grupo formado, llamó a un coche, dio una orden, se metió con las
dos mujeres en el vehículo, que salió a buen trote, trote de propina... de
encaprichado...
Los amigos, al pronto, quedaron
convencidos: flechazo, flechazo...
Y sucedió que desde el día
siguiente el fumadero y la casa de Ramiro aparecieron cerrados a piedra y lodo,
y pocas semanas después se supo que Ramiro se había casado -no con la niña,
sino con la mamá, y salido, en compañía de su esposa y de su hija, a pasar una
larga temporada en Inglaterra...
-¡Qué lástima! -exclamaba el
parásito. ¡Para qué le haría yo fijarse en la tal chica! ¡Se fumaba allí tan a
gusto!
«Blanco y negro», núm. 966, 1909
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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