Hervía en regocijo la ciudad. Se oía, como un murmurio de mar encrespado
y arrogante, el rumor del gentío que circundaba las calles estrechas, mal
acondicionadas aún para el tránsito diario. Músicas y trompeterías lejanas
enviaban rotos pedazos de sonidos a la reja de Carlota. Y ésta seguía cosiendo,
con el pulso sentado y la cara seria y pensativa de costumbre.
La casa se había quedado ensordecida y vacía, triste, a pesar del sol
que inflamaba el rojo de los claveles en las macetas del balcón y entraba
chorreando oro hasta la pared frontera. Todos de bureo: sólo Carlota, la
costurera, siempre tan rara,
como sus compañeras decían, continuaba allí, refractaria a la diversión,
tirando de la aguja, interrumpiendo con el rápido ticliteo de sus ágiles
tijeras el silencio solemne del gabinete amueblado a estilo Imperio, donde
hacía labor. ¡Salir, meterse en zambras, ella, ella, Carlota Migal! ¡Con lo que
llevaba encima del alma, aquellas infinitas arrobas de vergüenza y desconsuelo,
desde que sucedió... lo que sucedió! Hay mujeres, bien se sabe, que después se quedan tan frescas; nada,
como si tal cosa. Ríen, se divierten, oyen requiebros, se enredan en nuevos
amoríos, se emperifollan, se casan, engañan o no engañan al que las elige, le
ocultan lo pasado, a veces hasta se lo cuentan con cinismo impávido... Carlota
no era de esa hechura. No; a ella la habían amasado de otra pasta. Tenía para
mientras viviese. La memoria, con monótona persistencia, murmuraba su canción
de vieja hilandera de telarañas sombrías, en un rincón del cerebro de la
costurera humilde: «Has pecado, fuiste abandonada, tu niño murió; no tienes ya
derecho a ninguna alegría, a ningún placer. Trabaja, gánate el pan, deslízate
callada y guarda para tu solitaria vejez unos ahorrillos; no debes ser molesta
a nadie». Y Carlota cosía, cosía. Por sus manos pasaban los volantes de gasa y
tul, los faldellines de seda, las cintas frescas y crujientes, lo que las
mujeres felices y animadas lucen en bailes y paseos; jamás un pensamiento de
envidia, un temblor de concupiscencia, agitaba su resignado corazón. Bueno era
para ella el traje usadito de lanilla, el «manto» ala de mosca, la librea de la
servidumbre, del salario, y de la insignificancia. Que la perdonasen, que la
olvidasen... Que nadie la echase en cara «aquello». ¡Ah! ¡Eso no! Porque se
moriría del sofoco...
Sólo a una cosa no conseguía resignarse; sólo una queja, una protesta,
surgía involuntariamente de su espíritu. Que la hubiese abandonado, bien;
castigo justo: ella se merecía mucho más. La injusticia era que el niño se
hubiese muerto así, a pocos meses de nacido, sano al parecer y bonito como un
sol. Carlota interrogaba a la
Providencia : ¿Qué mal había hecho su niño? Un inocente no
debe pagar por los culpados. Y, además, el niño era lo único que le quedaba en
este mundo traidor; y ya que pasaba tanto trabajo y tanto bochorno para seguir
viviendo, ya que no se tomaba una caja de fósforos porque Dios manda que eso no
lo hagamos, al menos el niño, el niño.
Sangrante y activa, la maternidad de la costurera se exasperaba ante el
espectáculo de la chiquillería del barrio, que desde la reja veía pulular por
las estrechas aceras y el sucio arroyo. Conocía a todos aquellos gurriatos;
para contemplarles suspendía su asiduo coser; a veces les sonreía con sonrisa
penosa; de su café les guardaba terrones de azúcar, de su postre, cerezas y
pasas... Y esto lo hacía furtivamente; si las madres miraban riendo hacia la
reja, Carlota afectaba severidad, desvío. ¿Chiquillos a ella? No les podía
sufrir... Cinco minutos más tarde, el tranvía pasaba y estaba a punto de hacer
cisco a un granuja... Carlota lanzaba un grito, bajaba a saltos la escalera,
cubría de besos al pequeñuelo y se retiraba encendida como una amapola, con la
convicción de haber ejecutado algo muy inconveniente, algo reprobable...
Y aquel día en que la ciudad hervía en regocijos, ningún chiquillo
diableaba por el arroyo; estarían con sus mamás en las calles por donde pasaban
las músicas, por donde las tropas desfilaban. El arroyo, desierto, parecía más
sucio que de costumbre. Carlota daba a la aguja ahincadamente, sin un minuto de
distracción. Un peso enorme gravitaba sobre su espíritu. El estribillo de la
monótona canción proseguía... «Has pecado».
En mitad del arroyo apareció entonces una figurita menuda, casi grotesca
a fuerza de encogimiento y desolación. ¡Un niño! Sí, un niño era, como de unos
seis años, acaso más; un niño desmedrado, canijo, mal trajeado, con los puños
metidos en los ojos, llorando en seco y con hipo de angustia. Una idea rauda,
una golondrina, cruzó por la imaginación de Carlota.
«Ese chico se ha perdido. De fijo se ha perdido. ¡Infelices padres!
¡Cómo estarán a estas horas!». Tiró la labor; dejó caer, al alzarse, las
tijeras relucientes y gastadas; brincó por encima del traje vaporoso que orlaba
de puntilla, y se precipitó por la escalera al portal.
-¿Qué te pasa, pequeño? ¿Qué te pasa? ¿De dónde vienes? ¿Por qué lloras,
mi vida?
La criatura separó los puños de los ojos, de los asombrados ojos azules,
enrojecidos por el llanto, y temblando, comiéndose las palabras, hipó:
-De mi pueblo vengo... Salí con padre y madrona mu tempranico... M'an
soltao, m'an soltao...
-Madrona. ¿Quién es madrona?
-La mujé e mi pae.
-¿Y tu madre?
-Sa morío.
Callaron. Carlota miraba al chico, se lo comía a puro mirarle. ¡Qué
guapo sería si le lavasen y comiese! Tenía el pelo rubio obscuro, anillado; la
tez fina, una boca dibujada, unos ojos del mismo cielo... No; al izquierdo le
colgaba un párpado.
-¿Qué te hiciste en ese ojito, nene?
-Diome madrona con el cazo e jierro.
Carlota chilló de indignación y cólera; se arrojó al niño y le besó
hambrienta, loca de ternura.
-¿Quieres que busquemos a tus padres? Di, tesoro.
-Yo sí quería... Pero ellos san dío. Lo estaban diciendo, que se
largaban al tren aluego e soltame en la caye. Yo lo oí.
La costurera, estupefacta, alzó los brazos al cielo. ¡Esto sucedía; los
cristianos hacían tales cosas, los padres dejaban a los chicos entre el tropel,
sin amparo! ¡Infames, infames!
-¿Estás cierto de eso, niño?
-Yo lo oí. Vaya que lo oí. Madrona ice que yo trago mucho y que tié
cuenta perderme.
Volvió Carlota a fijar la mirada en el pequeño. Sus facciones
consumidas, sus carnes blandas y semiazuladas, sus brazos y piernas flacos, sus
dedos de arañita, revelaban la desnutrición, el régimen del hambre. La
costurera le cogió en vilo y le sintió ligero como una pluma.
-No pienses más en tus padres. No digas a nadie que los tienes. ¿Das
palabra?
Las pupilas azules, inflamadas de llorar, contestaron que sí. Y Carlota
agarró de la mano al chico y entró con él en la casa, hacia la cocina. Debían
de quedar en la alacena muchas sobras. Subió la escalera a saltos, estrechando
a su niño, suyo, de nadie más.
Blanco y Negro, núm. 795,
1906
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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