Al admirar la
colección de objetos de arte de mi amigo el conde de Boltaña, me llamó la
atención uno que no descollaba por su mérito, pero que decía a mi alma cosas
muy expresivas. Era la efigie -de talla, con ropaje dorado y estofado- de San
Benito de Palermo. La negra faz del santo, su testa de cabellera lanuda, se
destacaban con singular energía sobre las ricas vestiduras sacerdotales.
Notando el interés con que yo miraba la estatuilla, me advirtió el conde:
-Pero encarna
una idea -respondí al punto. Encarna la idea tan esencialmente democrática del
catolicismo. Es la apoteosis de la igualdad humana: reprueba la división en
razas superiores e inferiores que estableció el paganismo. Por eso me conmueve
el santito negro, que estará ahora bañándose en la blanca luz celestial.
-Si yo le
refiriese a usted -exclamó el conde- cuándo y en compañía de quién adquirí esa
talla y lo que después ocurrió, tal vez pensaría usted que a fines de nuestro
siglo la civilización vuelve al cauce pagano, restaurando la desigualdad basada
en la fuerza material... y que pierde terreno, en los pueblos directivos, la
noción del derecho.
Y como yo
insistiese en conocer sin tardanza la historia de la compra del San Benito, nos
sentamos en cómodos y vetustos sillones de badana cordobesa, y el conde habló
así:
-Ha de saber
usted que hace años, un primo mío, cónsul en Baltimore, me recomendó a cierto
norteamericano que venía a recorrer las principales ciudades de España y
proyectaba detenerse en Madrid cosa de un mes. Con la hospitalaria cortesía de
que nos preciamos los españoles, sacrificando tiempo y dinero, me dediqué a
acompañar y obsequiar al yanqui, llevándole a donde mostraba deseos de ir; a
las casas de los anticuarios, y también a los cafés flamencos y teatrillos de
mala muerte, con todas sus consecuencias. Para que usted se explique estas al
parecer contradictorias aficiones de mi extranjero, habré de retratarle en cuatro
rasgos.
Podría tener de
veintiséis a treinta años de edad; era alto, anguloso, como tallado a hachazos;
y el contraste de su figura consistía en aquel corpachón de boxeador y púgil
terminado por una cara imberbe, rasa, de ojos incoloros y fríos, de boca
femenil. Llevaba el pelo muy recortado, y al sol su cabeza parecía bola de oro
pálido; en suma, la facha de un clergyman, y desmintiendo el tipo
clerical y beatífico, una fisiología poderosa. Su carácter era poco expansivo,
con súbitos arrebatos de voluntarios antojos; y noté fácilmente cómo en las
tiendas de antigüedades pasaba de la glacial indiferencia al violento deseo,
determinado, no por la belleza de un objeto, sino por su alto precio o su
rareza. «Dentro de poco -solía decir en regular castellano, al sacar la cartera
atestada de billetes- tendremos 'allá' lo mejor de la vieja Europa.» Compraba
lo mismo que quien roba, y sin mirar sus adquisiciones segunda vez, las
encajonaba y expedía. Lo único que despertaba en él una emoción parecida al
respeto eran los cachivaches de carácter nobiliario, que suelen hacernos
sonreír a los españoles.
Un carcomido
escudo de armas, una amarillenta ejecutoria con miniaturas, le atraían y
borraban la contracción irónica de sus labios. Llamábase Ricardo Stoddard, y
sospecho que poseía fábricas de harinas y pastas; pero jamás lo confesó, y
pidióme por favor que le llamase siempre «don» Ricardo, en lo cual a poca costa
le di gusto.
Una mañana,
mientras rebuscábamos tesoros de arte, apareció ese San Benito de Palermo, cubierto
de polvo y destrozadillo. «Don» Ricardo miró la efigie y pronunció con calma:
«Estúpida, una religión que pone en altares a los negros.» No sé si porque me
soliviantó la grosería de la frase o por espíritu de contradicción, en el acto
compré la escultura y mandé que la llevasen a casa del restaurador
directamente. Quería desagraviar al santo de la oscura tez, y dar de paso una
lección al ciudadano demócrata.
Por casualidad,
estábamos de acuerdo en visitar aquella misma noche un cafetucho de no muy buena
fama, cerca de los barrios bajos. Si bien me desagradaban tales excursiones, no
me creí dispensado de acudir a la cita, y nos instalamos ante una mesa,
pidiendo cerveza y café. Habría transcurrido un cuarto de hora, cuando vi que
en la mesa próxima acababa de ocupar una silla un corpulento negrazo. Es tan
poco frecuente ver negros en Madrid, que le miré con profunda sorpresa,
admirando su atlética complexión, su arrogante estatura, su vigor, sus ojos
brillantes y la corrección de su traje; vestía de gris, con chaleco blanco, y
calzaba guantes de gamuza barquillo. Sin poder contenerme, toqué en el brazo a
«don» Ricardo y le dije sonriendo:
Volvióse el
yanqui y posó en el negro sus pupilas descoloridas y aceradas. No recuerdo
mirada así: el desprecio condensado hasta producir la frigidez del hielo y la
altivez que encuentra su fórmula definitiva y triunfante se revelaron de la
ojeada que siguió a mi observación. Y con voz incisiva, estridente, que
azotaba, pronunció en alto:
No puedo
describir el efecto que me causó aquel precio de mercado, aquella tasa de
caballo o de res vacuna, arrojada a la faz de un racional, de un ser humano;
pero describiré el que causó en el negro, que había oído perfectamente.
Palideció poniéndose verdoso -es como palidecen ellos: la blancura de sus ojos
giró, y levantándose de un brinco de tigre, quitóse un guante y lo proyectó
contra la mejilla del norteamericano. Este esquivó el choque ladeando la
cabeza; sin perder su flema, asió las tenacillas del azúcar y con ellas cogió
el guante, sobre la mesa caído; llamó al mozo, y ordenó chapurreando más que de
costumbre:
El negro
permanecía de pie, lívido, cruzado de brazos, desafiando. Por un instante temí
que iba a precipitarse hacia nosotros. Su corpachón gigantesco retemblaba de
coraje; sus dientes casteñeteaban de ira. Sin embargo, se contuvo, abrió los
brazos, volvióse de espaldas, y yo, advirtiendo que en le café la gente, alborotada,
se arremolinaba ya esperando alguna bronca, pagué el consumo y logré sacar al
yanqui afuera. Al verse en la calle dijo seca y acerbadamente:
Respondí enojado
que ya no hay esclavos, y creo que saqué a relucir en mi perorata el San Benito
negro y las ideas de fraternidad. Debí de predicar en desierto, porque al dejar
a «don» Ricardo a la puerta de su fonda, todavía repitió, pegándome
familiarmente en el hombro (me había cobrado afecto a su manera):
Cuando me
alejaba de allí, iba asaz preocupado. Juraría que «alguien» nos había seguido a
distancia, paso a paso, desde la plaza Mayor hasta la calle del Caballero de
Gracia, a tales horas poco concurrida. Miré en derredor, escruté las
bocacalles, pero a nadie vi. Rumiando el incidente, me retiré, y los siguientes
días rehuí acompañar a «don» Ricardo. La curiosidad me movió a averiguar quién
era el gigantesco negro, y supe que procedía de las Antillas, que ejercía las
altas funciones de jefe de las cocheras del duque de S***, y que por su
habilidad y maestría se ganaba un pingüe sueldo.
Y ya llegamos al
desenlace de esta aventura, más dramática de lo que usted supone... Una semana
después del episodio del cafetucho leía yo en la peluquería un periódico, y a
poco me degüella el barbero; tal respingo di al tropezar con la noticia de que
en una callejuela sospechosa de los barrios bajos, no lejos del consabido
cafetucho, había sido encontrado el cadáver de un extranjero, cuyas iniciales
«R. S.», no me permitieron dudar de quién se trataba.
El periódico
traía más detalles: la muerte había sido causada por dos cuchilladas tremendas,
y en los bolsillos del muerto estaban la cartera repleta y el soberbio reloj,
signo evidente de que el crimen obedecía a una venganza...
Hacer luz... era
bastante difícil, como yo no cantase... Y no canté. ¡No me atreví a echar el
peso de mis palabras en la balanza terrible! ¿Hice mal? ¡Mi instinto me dictaba
que guardase silencio!... Y siempre que pienso en esta página de mi vida moral,
para tranquilizarme, para recobrar la paz, miro esa efigie del santo de la cara
oscura...
«Blanco y Negro», núm. 488, 190
Cuento de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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