Desde lejos no lo veríais, por que
lo tapa densa cortina de castaños y grupos de sauces y mimbreras, cuyo fino
verdor gris armoniza con la pálida esmeralda del prado. Pero acercaos, y os
prende y cautiva la gracia del molino rústico; delante la represa, festoneada
de espadañas, poas, lirios morados y amarilla cicuta; la represa, con su agua
dormida, su fondo de limo en que se crían anguilas gordas y cuarreadoras ranas;
luego, las cuatro paredes blancas de la casuca, su rojo techo, su rueda
negruzca que bate el agua con sordo resuello y fragor... Y en la puerta, de
pie, con las abiertas palmas apoyadas en las macizas caderas, iluminado el
moreno rostro por los garzos ojos y los labios de guinda, empolvado a lo Luis
XV el revuelto pelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera, que mira hacia la
vereda del soto, esperanzada de que no tardará en asomar por ella Chinto
Moure...
Para ir al
molino jamás faltan pretextos; siempre hay un ferrado de millo, un saco de
trigo que moler con destino a la hornada de la semana. Los de la aldea ya lo
saben: Chinto está dispuesto a desempeñar la comisión, dando las gracias
encima. Provisto de una aguijada con que pica a su caballejo y de un luengo
«adival» para amarrarle los sacos al lomo; descalzo en verano, calzado en
invierno con gruesos borceguíes de suela de palo, Chinto emprende su caminata
desde la parroquia de Sentrove hasta el molino de Carazás, por ver un rato a
Mariniña y gustar con ella sabroso parrafeo, entre el revolar de las finas
nubes del moyuelo y la música uniforme del rodicio que tritura el grano
incesantemente.
¿Por qué, si
tenían sus pensares tan juntos y sus corazones tan allegados como la blanca
muela y el rubio maíz, no disponían casarse la Mariniña y el Chinto?
Nadie lo ignoraba en la parroquia: Chinto no había entrado aún en suerte; y su
terror del cuartel y del uniforme era tal, que si le tocaba un mal número,
había resuelto largarse a la
América del Sur en el primer barco que del puerto de Marineda
saliese... Y aún por eso se burlaban y hacían chacota larga de Mariniña los
mozos de Carazás y los de las circunvecinas parroquias, anunciándole que con un
amante y esposo tan cobarde y apocado, mal defendidos andarían el día de mañana
la mujer y el molino, mal cobradas las maquilas, mal reprimidos los intentos de
retozo con la frescachona y rozagante molinera.
El exterior de
Chinto no puede negarse que prestaba fundamento a estas suposiciones y augurios
del porvenir. De estatura mediana, esbelto, con una cabeza ensortijada
semejante a la de los santos del retablo de la iglesuela románica en que oyen
misa los de Carazás, Chinto parecía linda doncella disfrazada con hábito de
varón; su voz era suave; su acento, humilde; sus modales, tímidos y corteses.
El trabajo del campo no había sido bastante para curtir su piel, y al
entreabrirse su camisa de estopa descubría un blanco cutis, raso y terso, una
dulce seda que enloquecía a Mariniña... Porque conviene saber que la molinera,
aquella moza resuelta y enérgicamente laboriosa, «una loba», como decían las
comadres del rueiro, se enternecía, se bababa de gusto, se moría, en fin
de amor por el mozo delicado y aniñado -hasta afeminado podría decirse- que
todas las noches andaba y desandaba la vereda del molino.
No es que a
Mariniña le faltasen otras proporciones. Al contrario: mujer más rondada y
pretendida no existía en tres leguas a la redonda, desde la orillamar y los
puertecillos de pesca que bañan las plateadas ondas de la ría, hasta los cerros
de Britón, donde empiezan a erguirse los rudos peñascos célticos entre sombríos
pinares. No consistía tanto en las turgentes formas y las floridas mejillas de
la molinera como en el maldito señuelo de la molienda, en la complicidad del
rodicio, en la familiaridad de la maquila. En la aldea no hay «Casinos» ni
«Veloces» no se sabe qué sean un sarao ni un raou; pero no os fiéis; lo
que pasa en la corte entre paredes vestidas de seda, ocurre allí en el atrio de
la iglesia a la salida de la misa mayor, en la «desfolla», en el campo de la
romería o en las noches del molino...
Sobre todo en
las noches del molino; en verano, a la clara luz de la luna; en invierno, a la
dudosa claridad de la candileja de petróleo, conciértanse las voluntades y se
teje la guirnalda de amapolas y manzanilla del rústico amor. La brisa, la
aglomeración del trabajo, obligan a moler la noche entera, y esperando su saco
se juntan allí rapaces y rapazas, cruzando coplas de enchoyada, vivo
diálogo galante, de finezas y desdenes, de sátira y picardía, que a veces
acompaña la pandereta en argentino repique. Y en la atmósfera caldeada del
«salón» campesino, Mariniña reina y atrae las volun-tades: ya arisca, ya
risueña; pronta a la chaza; instantánea en reprimir a los obsequiadores
desmandados y sueltos de manos en demasía; activa y fuerte en el trabajo,
animosa y de recios puños para erguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y a
vaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino concurren, que no piense en la
molinera, y no le profese ojeriza y tirria a Chinto, murmurando de él con
frases despreciativas e irónicas: «¡Vaya un gusto raro, ir a antojarse de aquel
papirrubio, de aquella madamita, a quien le venían las sayas antes que el
calzón! ¡Uno capaz de desfondarse de miedo a la idea de servir al rey! ¡Uno que
hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni «echaba palabras», ni el día de la
fiesta cataba el aguardiente! ¡Un «papulito» que nunca había arrimado un palo a
nadie, ni sabía romper una cabeza a golpe de bisarma!
La rabia de los
desairados pretendientes contra el afortunado Chinto les inspiró una idea
diabólica. Entraron en la conjura Santiago de Andrea, Mingos el de Sentrove, Carlos
Antelo, Raposín... la «trinca» de calaverones de montera que solían recorrer
las aldeas en son de parranda y tuna, pegando atruxos retadores y arrimándose
a la cancilla de las raparigas casaderas para disparar coplas
picantes... Sucedía esto allá por noviembre, cuando la senda que guía al molino
se empapaba en rocío glacial, y las caídas hojas de los castaños formaban
mullido tapiz, y los cendales de la niebla, envolviendo el paisaje en velo
espeso, dejaban entrever las siluetas descarnadas de los árboles, parecidas a
espectros de luengos brazos.
Sabedores los
conjurados de que Chinto pasaría en dirección al molino a eso de la media
noche, envolviéronse en blancas sábanas, encasquetáronse en la cabeza ollas con
un par de agujeros cada una, y dentro, sendos cabos de vela de sebo;
retorcieron haces de paja, y se apostaron en la linde del castañal, a la hora
en que la luna se esconde y el mochuelo saluda a las tinieblas con su queja
lúgubre.
Tardaba Chinto
en llegar; no se oía rumor alguno en el sendero, sino a lo lejos el sollozo del
molino, y el frío y la impaciencia producían honda desazón en los
conspiradores. Al principio habían reído y bromeado, celebrando la ocurrencia,
que era, como ellos decían, «una pava» preciosa. Remedar una procesión de
fantasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre «compaña», encender el cabo de
sebo y los haces de paja y desfilar así ante el medroso Chinto..., ¡para reventar
de risa! Pero transcurría la vigilia; el rocío, lento y helado, impregnaba los
huesos; y a lo lejos fanfarroneaba el cántico del gallo..., y ni señales de
Chinto. Empezaban a deliberar si convendría retirarse, a tiempo que allá, de lo
oscuro del bosque, salió un gemido, una queja sobrenatural. Otra queja más
doliente, si cabe, respondió a la primera, y los cabellos de los conspiradores
se erizaron al divisar dos blancos bultos que surgían de entre los castaños y
avanzaban lentamente con sepulcral majestad. Los más, remangando el sabanón,
echaron a correr; Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado; Carlos Antelo se
postró de rodillas y empezó a confesarse y pedir perdón de sus culpas; Santiago
de Andrea fue el único que quiso arremeter contra los aparecidos; y lo hiciera
si una pedrada certísima, dándole en mitad de la frente, no le tumba en el
suelo, medio muerto de veras...
Sábese todo en
las aldeas, y a vueltas de mil supersticiosas invenciones y cuentos de
«trasnos» y brujas, se averiguó la verdad, y se solazaron en el molino a
expensas de los burlados burladores. Porque era la avisada y traviesa Mariniña,
y era Chinto, por ella prevenido y aleccionado, quienes, con el disfraz de
fantasmas y con un buen fragmento de cuarzo de la carretera habían dispersado
la hueste y santiguado al de Andrea, el más terco de los rondadores que a la
molinera asediaba. La rabia, el despecho, la vergüenza inspiraron al mozo un
ansia terrible de vengarse, y de vengarse donde todos lo viesen, a la faz de la
parroquia. Resolvió, pues, la primera noche que en el molino estuviese reunida
gente bastante para servir de testigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano a
bofetadas y coces, hasta desbaratarle.
A tiempo que con
tan sañudos propósitos entraba en el molino Santiago (pocos días después de
Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocupados en colocar un saco de harina,
riendo tiernamente cuando sus dedos se tropezaban o sus rostros se aproximaban,
en el calor de la tarea. Al punto conoció la molinera que el desdeñado y
apedreado galán venía pendenciero, y con disimulada seña ordenó a Chinto que se
apartase. La angustia y el temor de que pudiesen llegar los desquites a poner
en riesgo la vida de Chinto, prestaron a Mariniña en aquel instante una rapidez
de concepción y una energía de acción mayor aún de la acostumbrada. Encarándose
con Santiago, y riendo y provocándole, le propuso loitar.
Esta costumbre
de la lucha, que ya va desapareciendo, subsiste aún en algunas comarcas
galaicas, resto quizá de un estado social belicoso en que la mujer combatía al
lado del varón. Luchan todavía las mozas entre sí, y hasta desafían al mozo,
degenerando entonces la batalla en deleitable juego. Pero desde el instante en
que Santiago -cuya sangre ardía en tumultuosa ebullición- se arrodilló frente a
Mariniña, también arrodillada, comprendió por instinto que aquella lucha no
sería como otras; que iba de veras. Sólo con ver el movimiento de la moza al
arremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, la rigidez de su talle, la dura
barra de su entrecejo, se adivinaba la loita seria, en que se trata de
derrengar al contrario, empleando todo el vigor de los músculos y toda la
resolución del alma.
Mientras Chinto,
pálido y tembloroso, se acogía a un rincón, los adversarios se asían de las
manos, poniendo en tensión el antebrazo y acercándose hasta mezclar el afanoso
aliento. Mozos y mozas, en corro, se empujaban por ver mejor, apostaban y
discutían. Santiago desplegaba plenamente su fuerza, al notar que Mariniña, por
momentos, le dominaba el pulso. Rojo el semblante, sudoroso el cutis, pugnaba
el rapaz, en tanto que la amazona, firme y recia, sostenía su empuje ganando
terreno. Tenerla así, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole el sentido; y
ella, indiferente, atenta sólo a vencer, aprovechaba el trastorno de su
adversario, e insensiblemente se le imponía. Al fin giró en el vacío la muñeca
derecha del varón; doblóse el brazo; el izquierdo también cedió al pujante
impulso de la mujer..., y Santiago, dando el «pinche», fue lanzado hocico
contra tierra, sujetándole la triunfante Mariñina que sin piedad, le hartaba de
mojicones, le molía a puñadas en la nuca y en los lomos, le refregaba el rostro
en el salvado y la harina que cubrían el piso, y no le permitía levantarse
hasta que se confesaba rendido, vencido, dispuesto a aceptar la paz bajo
cualquier condición que se le ofreciese.
-Por la madre
que te ha parido no me has de espantar a Chinto, «pobriño», que el infeliz no
sirve para hacer «barbaridás» como tú y más yo, y es un santo, sin mala
intención, que con su sangre se pueden componer medicinas... Y si él es
medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he de casar más que con él, y si cae
soldado, se vende el molino y se compra hombre... Si me tienes ley,
Santiaguiño, con Chinto no te metas... ¿Palabra?
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario