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lunes, 26 de agosto de 2013

El escondrijo

Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.
La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.
La piqueta -sin atender a tales consideraciones- empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.
En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.
Una tarde, la pequeña brigada trabajaba en la medianería que unía la casa de los Barbosas con la contigua de los Roeles. No menos altivo en su porte y traza, e igualmente minado por los años, el caserón de los Roeles se mantenía, sin embargo, enhiesto, como el combatiente que sobrevive y se yergue al lado del compañero de armas que ha tenido que morder la tierra. Ambas residencias eran contemporáneas, mejor dicho, anteriores al célebre sitio de la ciudad por los ingleses, y acaso las balas del corsario que empezaba a fundar la fortuna marítima del reino de la Gran Bretaña rebotarían en aquellos muros sólidos, estrellándose contra el granito de sus ventanas. Y los Roeles, en pie, parecían desdeñar a los Barbosas, resistiendo a la herida de los picos con su medianería firme
En el calor del trabajo, uno de los operarios, Martín el Trenco, llamado así a causa de sus estevadas piernas, hubo de reparar en una argolla que el polvo y las telarañas cubrían casi enteramente. La argolla estaba empotrada en una losa irregular de piedra. Alrededor de la losa subsistía dura la argamasa con que había sido recebada. Los operarios se hicieron un guiño. Escondrijo podría ser aquello.
¡Tantas veces habían oído hablar de estos escondrijos misteriosos, en los cuales aparecían riquezas! Instintivamente, los obreros miraron alrededor, por si alguien los veía. El maestro de la obra no andaba por allí. El viejo señor de Barbosa era sabido que no aparecía hasta las tres de la tarde, dándose su paseíto higiénico post prandium. Y, con arranque súbito, procedieron a desencajar la piedra. Resistía el cemento secular, y la piqueta caía fatigada; pero, por fin, insistente, vencía.
Los operarios temblaban de emoción. Allí estaba el escondrijo -un hueco no muy grande, húmedo, de donde se exhalaba vaho de sepultura, el olor mohoso de los siglos. Y dentro, una olla de barro. De la olla rebasaba el puño de un arma desconocida. Los operarios la miraron con asombro, porque en nada se parecía a la que ellos habían dado recientemente en usar, ni más ni menos que si en vez de ser pacíficos hijos del Noroeste, fuesen majos de Cádiz o de Jerez. Aquello no se asemejaba ni a la navaja, ni al puñal del puñalero Albacate. ¿Cómo habían de reconocer los obreros la daga? La hoja de la noble arma caballeresca se hundía en el vientre oscuro de la olla. Martín el Trenco, decidido, la arrancó y la tiró despreciativamente, no sin algo de aprensión respetuosa, al suelo. Después cogió el puchero. Soltó un taco. Estaba medio repleto de monedas de oro.
Otros ternos y exclamaciones corearon el de Martín. «¡Rayo, cacho, mal toño, mi madre la Virgue, lo que había allí de cuartos!» Volcando el contenido del ollón sobre el fondo del escondrijo, la amarilla cascada parecía deslumbrarlos más. Eran doblas pedreñas, monedas de los Reyes Católicos, con las flechas y el yugo; doblones de a dos, que habían logrado escapar de que topase con ellos el señor de Xebres; un pedazo de arte y de historia, que refulgía saliendo de entre el polvo y humedades de tumba, como de una larva oscura una mariposa áurea. Ninguna moneda era posterior a la fecha del famoso sitio...; sin duda, el dueño del tesoro, un anciano achacoso, lo escondió cuando llegaban a la vista del puerto las naos enemigas y el saqueo amagaba. En una hora de angustia, allí depositó su caudal y ocultó el arma inútil, con la cual no podía defender a su patria. Y después, ¿quién sabe?, salió con los demás convecinos, ya que no a pelear, a empuñar el arcabuz, o la espada, o la lanza fuerte, como corresponde a quien lleva el nombre de Barbosa; al menos a ver, a alentar con sus voces; y no volvió nunca, y sus descendientes no conocieron el secreto del escondrijo...
Nada de esto sospechaban los albañiles. Para ellos, era la olla una cosa del tiempo de los moros; pero encerraba oro, y el oro, creían ellos, no tiene fecha, pertenece a todas las épocas, a todos los tiempos, al nuestro, especial-mente... El concierto fue rápido, casi silencioso. Nada se le diría al maestro; ninguna necesidad había tampoco de que lo supiese el dueño de la casa. ¡No faltaba otro cuento! Reclamarían, exigirían su parte... ¡Cacho! Todo distribuido entre los compañeros, los presentes nada más, ¿eh? Porque tampoco venía al caso repartir con los demás que acudiesen al otro día, porque le diese la gana al maestro de reforzar la brigada, un suponer. Eran cuatro: pues a contar las monedas, y tantas corresponden a cada uno, y a echarlas al bolsillo, y acabóse. Después demolerían todo alrededor del escondrijo, para que nadie adivinase el secreto. Aquel ferrancho -la daga- la arrojarían a la bahía. Como lo pensaron lo hicieron. El reparto, sin embargo, no fue tan fácil, porque el Trenco, atribuyéndose la prioridad del hallazgo, exigía mayor cupo. Hubo zainas miradas de soslayo, y gruñidos que descubrían dientes loberos, y palabras sordas que mascullaban maldiciones. El Trenco amenazaba con hablar, con delatar y dejar a todos iguales; nombraba a la justicia, ejercía coacción. Hubo que darle dos partes a aquel demonio, pero el Caldelo, un valentón de marca, murmuró, refunfuñando:
-Que aspere, que aspere... Ya verá si le quedan ganas de robar, porque robo es...
A la tarde -al salir del trabajo, el jaque aguardó al Trenco, y jugando puños y navaja, le quitó su presa. Al otro día, el Trenco hablaba con el señor de Barbosa y denunciaba el hecho. Y al siguiente estaban en la cárcel todos, y el juez citaba al platero a quien habían vendido a cualquier precio las monedas. El hallazgo, o mejor dicho, su ocultación, costó un año de cárcel y arruinó a las familias de aquellos menguados, que se habían atrevido a tocar con sus manos el cuerpo muerto y siempre formidable del pasado y a repartirse sus reliquias. Y fue justo castigo que merecen cuantos a tal se arrojen. El ánima en pena que guardaba el escondrijo hizo bien en sentarles la mano.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 30, 1910.

Cuentos de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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