Fue en ocasión
de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se
descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.
La vivienda era
realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas
que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones
salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban
dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le
reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas,
puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o
de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos.
Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles
para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra
irremediable inferioridad estética.
La piqueta -sin
atender a tales consideraciones- empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban
lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían,
como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de
mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del
empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros,
todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre
la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo
azul a través del pentagrama de sus recios troncos.
Una tarde, la
pequeña brigada trabajaba en la medianería que unía la casa de los Barbosas con
la contigua de los Roeles. No menos altivo en su porte y traza, e igualmente
minado por los años, el caserón de los Roeles se mantenía, sin embargo,
enhiesto, como el combatiente que sobrevive y se yergue al lado del compañero
de armas que ha tenido que morder la tierra. Ambas residencias eran
contemporáneas, mejor dicho, anteriores al célebre sitio de la ciudad por los
ingleses, y acaso las balas del corsario que empezaba a fundar la fortuna
marítima del reino de la
Gran Bretaña rebotarían en aquellos muros sólidos,
estrellándose contra el granito de sus ventanas. Y los Roeles, en pie, parecían
desdeñar a los Barbosas, resistiendo a la herida de los picos con su medianería
firme
En el calor del
trabajo, uno de los operarios, Martín el Trenco, llamado así a causa de
sus estevadas piernas, hubo de reparar en una argolla que el polvo y las
telarañas cubrían casi enteramente. La argolla estaba empotrada en una losa
irregular de piedra. Alrededor de la losa subsistía dura la argamasa con que
había sido recebada. Los operarios se hicieron un guiño. Escondrijo podría ser
aquello.
¡Tantas veces
habían oído hablar de estos escondrijos misteriosos, en los cuales aparecían
riquezas! Instintivamente, los obreros miraron alrededor, por si alguien los
veía. El maestro de la obra no andaba por allí. El viejo señor de Barbosa era
sabido que no aparecía hasta las tres de la tarde, dándose su paseíto higiénico
post prandium. Y, con arranque súbito, procedieron a desencajar la
piedra. Resistía el cemento secular, y la piqueta caía fatigada; pero, por fin,
insistente, vencía.
Los operarios
temblaban de emoción. Allí estaba el escondrijo -un hueco no muy grande,
húmedo, de donde se exhalaba vaho de sepultura, el olor mohoso de los siglos.
Y dentro, una olla de barro. De la olla rebasaba el puño de un arma
desconocida. Los operarios la miraron con asombro, porque en nada se parecía a la
que ellos habían dado recientemente en usar, ni más ni menos que si en vez de
ser pacíficos hijos del Noroeste, fuesen majos de Cádiz o de Jerez. Aquello no
se asemejaba ni a la navaja, ni al puñal del puñalero Albacate. ¿Cómo habían de
reconocer los obreros la daga? La hoja de la noble arma caballeresca se hundía
en el vientre oscuro de la olla. Martín el Trenco, decidido, la arrancó
y la tiró despreciativamente, no sin algo de aprensión respetuosa, al suelo.
Después cogió el puchero. Soltó un taco. Estaba medio repleto de monedas de
oro.
Otros ternos y
exclamaciones corearon el de Martín. «¡Rayo, cacho, mal toño, mi madre la Virgue , lo que había allí
de cuartos!» Volcando el contenido del ollón sobre el fondo del escondrijo, la
amarilla cascada parecía deslumbrarlos más. Eran doblas pedreñas, monedas de
los Reyes Católicos, con las flechas y el yugo; doblones de a dos, que habían
logrado escapar de que topase con ellos el señor de Xebres; un pedazo de arte y
de historia, que refulgía saliendo de entre el polvo y humedades de tumba, como
de una larva oscura una mariposa áurea. Ninguna moneda era posterior a la fecha
del famoso sitio...; sin duda, el dueño del tesoro, un anciano achacoso, lo
escondió cuando llegaban a la vista del puerto las naos enemigas y el saqueo
amagaba. En una hora de angustia, allí depositó su caudal y ocultó el arma
inútil, con la cual no podía defender a su patria. Y después, ¿quién sabe?,
salió con los demás convecinos, ya que no a pelear, a empuñar el arcabuz, o la
espada, o la lanza fuerte, como corresponde a quien lleva el nombre de Barbosa;
al menos a ver, a alentar con sus voces; y no volvió nunca, y sus descendientes
no conocieron el secreto del escondrijo...
Nada de esto
sospechaban los albañiles. Para ellos, era la olla una cosa del tiempo de
los moros; pero encerraba oro, y el oro, creían ellos, no tiene fecha,
pertenece a todas las épocas, a todos los tiempos, al nuestro, especial-mente...
El concierto fue rápido, casi silencioso. Nada se le diría al maestro; ninguna
necesidad había tampoco de que lo supiese el dueño de la casa. ¡No faltaba otro
cuento! Reclamarían, exigirían su parte... ¡Cacho! Todo distribuido entre los
compañeros, los presentes nada más, ¿eh? Porque tampoco venía al caso repartir
con los demás que acudiesen al otro día, porque le diese la gana al maestro de
reforzar la brigada, un suponer. Eran cuatro: pues a contar las monedas, y
tantas corresponden a cada uno, y a echarlas al bolsillo, y acabóse. Después
demolerían todo alrededor del escondrijo, para que nadie adivinase el secreto.
Aquel ferrancho -la daga- la arrojarían a la bahía. Como lo pensaron lo
hicieron. El reparto, sin embargo, no fue tan fácil, porque el Trenco,
atribuyéndose la prioridad del hallazgo, exigía mayor cupo. Hubo zainas miradas
de soslayo, y gruñidos que descubrían dientes loberos, y palabras sordas que
mascullaban maldiciones. El Trenco amenazaba con hablar, con delatar y
dejar a todos iguales; nombraba a la justicia, ejercía coacción. Hubo que darle
dos partes a aquel demonio, pero el Caldelo, un valentón de marca,
murmuró, refunfuñando:
A la tarde -al
salir del trabajo, el jaque aguardó al Trenco, y jugando puños y
navaja, le quitó su presa. Al otro día, el Trenco hablaba con el señor
de Barbosa y denunciaba el hecho. Y al siguiente estaban en la cárcel todos, y
el juez citaba al platero a quien habían vendido a cualquier precio las
monedas. El hallazgo, o mejor dicho, su ocultación, costó un año de cárcel y
arruinó a las familias de aquellos menguados, que se habían atrevido a tocar
con sus manos el cuerpo muerto y siempre formidable del pasado y a repartirse
sus reliquias. Y fue justo castigo que merecen cuantos a tal se arrojen. El
ánima en pena que guardaba el escondrijo hizo bien en sentarles la mano.
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 30, 1910.
Cuentos de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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