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lunes, 26 de agosto de 2013

El gusanillo

Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta  de  los  blandones  fúnebres,  entre  el hacinamiento de las coronas y ramas de lila profusamente  desparramadas,  destellan  las condecoraciones que honran el pecho del difunto.  Los  amigos  y  parientes,  que  han  de formar  el  duelo,  esperan  conferenciando  a media voz.

AMIGO 1.º (Persona conspicua y machucha.) -¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan sanito!... ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.

AMIGO 2.º (Semijoven, gomoso, atildado.) -Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes... Si soy yo quien maneja este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural... Parece vivo.

AMIGO 1.º -Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!

AMIGO  2.º  -La  autopsia!  Y  ¿a  santo  de qué?

MÉDICO.  -Por  eso  justamente...  Por  ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo, buen cuidado tu-vimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba... y bien muerto!

AMIGO 1.º -Y al fin, ¿se ha averiguado de qué...?

MÉDICO.  (Llevándoselos  a  un  rincón,  lo más lejos posible de la puerta de la capilla ardiente.)  -¡Ah!  Una  cosa  muy  curiosa.  Verán ustedes... (Cuchichean.)
   
EL MARQUÉS DE LA GALIANA.- (Tío del difunto; señor vanidoso, quisquilloso, presumido, locuaz.) -Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la convulsión?
   
EL  CAPELLÁN.- (Anciano,  pálido,  afectadísimo,  temblón  de  cabeza  y  manos.)  -No,  señor; se ha tranquilizado un poco... Esperamos por lo menos que se resigne..., con el tiempo naturalmente...

EL MARQUÉS.- Es tan angelical... ¡Le quería tanto a este pobre sobrino mío! Es decir... le llamo pobre a Alberto, no sé porqué; en realidad no he conocido hombre de más suerte... ¡Una suerte loca de remate; y todos los dones de la fortuna! Salud, buen humor, figura simpática, linaje, riquezas y el don de engatusar a cuantos... y a cuantas le conocían. Ya ve usted lo que pasó con Matilde... ¡Bien sabe a lo que aludo! Matilde..., que ha sido, y  es todavía, una belleza, y que además heredaba muchos millones, tenía tratada la boda con el hermano  mayor  de  Alberto,  Lucianito...  Y  se cree, ¡je!, ¡je!, que ya entonces prefería Matilde a Alberto, que gustaba más del menor... y que a él, por su parte, le hacía Matilde tilín...  ¡pero  vaya  usted  a  asegurar  estas  cosas!... La malicia, padre capellán..., ¡la pícara malicia!...
   
EL CAPELLÁN.- (Con abatimiento profundo.) -La malicia, inseparable de la mísera humanidad.
   
EL MARQUÉS. -La malicia..., sí, corriente... Solo que algunas veces... la malicia tiene su fundamento, vamos... No; en este caso yo no aseguro que lo tuviese... Alberto era un chico excelente... ¡Convenido! Siempre lo dije; bueno  a  carta  cabal.  Algo  descuidado  en  visitar... eso sí... Hasta desatento. En un año, le veíamos media vez... En fin, defectillos insig-nificantes. Como lo pasaba tan bien y se encontraba tan halagado, se olvidada de cumplir con las personas de respeto. Lo que sucede, padre: cuando todo nos sonríe... Y a Alberto le sonreía todo... Hasta los mismos dis-gustos tremendos, las desgracias de la familia,  ayudaron  a  encumbrarle...  La  muerte  de su  hermano...,  aquella  muerte  tan  impensada..., tan trágica..., ¿no se acuerda usted?...
   
EL  CAPELLÁN.- (Turbado y deseoso de cortar la conversación.) -Señor marqués... se me figura que ya se organiza el duelo...
   
EL  MARQUÉS.  -¡Quiá,  quiá!  Si  todavía  no es la hora... Hay que cerrar la caja... Aún no ha llegado la mitad de los coches. ¡Qué sorpresa!, ¿verdad?, al ocurrir la catástrofe de Lucianito...  Esos  accidentes  en  las  cacerías  siempre aterran...; sí señor, aterran punto menos que un crimen...
   
EL  CAPELLÁN.- (Aturdido,  desencajado.)  -¡Van a entrar en la capilla! Hago falta allí, señor  marqués...  Con  su  permiso...  Hasta  luego...
   
EL  MARQUÉS.  (Aparte,  pensativo,  frotándose las manos.) -¡Je... je! ¿Qué mosca le ha picado al confesor de mi sobrinito? ¿Por qué huye así, lívido de terror? Si cuando me escamo yo..., ¡vaya, vaya! ¡Aquella muerte de Luciano fue particular! Despeñarse a un precipicio engañado por la niebla... Eso no le sucede a quien conoce el país y lo ha recorrido desde muchacho. Y su hermano Alberto, que aparece diciendo que también la niebla le hizo per-der el camino y por eso se apartó del grupo de cazadores... ¡Hum..., hum!... Con la tragedia de Luciano se hizo personaje Alberto. Lo sentiría  mucho,  lo  sentiría  lo  que  ustedes gusten; pero le vino como un guante: único heredero de los bienes, de la grandeza, de los títulos, y a los dos años esposo de Matildita... En fin, lo que uno cree, lo cree... (Pausa.) Matildita es una preciosidad. ¿Se consolará? ¡Je, je!... Ahora no le conviene rodearse de jóvenes casquivanos: queda al frente de una inmensa  fortuna  y  necesita  un  sujeto  experimentado y  formal  que  sepa  guiarla  y  aconsejarla con  prudencia...  ¡Encantadora  Matildita!  Vamos a verla, por si conseguimos que no note que sacan el cadáver... Luego me uniré al duelo... (Desaparece por una puerta interior.)
   
AMIGO 2.º- (En el grupo del rincón.) ¿Y dice usted que nada..., nada absolutamente?... ¿Ninguna lesión orgánica?
   
MÉDICO. -Ni tanto así... Y mire usted que pocas  veces  se  da  este  caso...  Diariamente estamos haciendo autopsias, y en individuos mayores de cuarenta años siempre encontramos,  cuando  menos,  grietecillas  por  donde empieza a cuartearse el edificio. El que no tiene una predisposición tiene otra; la vida nos gasta a todos; el oleaje siempre se lleva partículas de la roca, hasta que la destruye; solo que para acabar con la roca se necesitan siglos, y para acabarnos a nosotros..., ¡pschs!
   
AMIGO 1.º- Pero ¿han hecho ustedes una autopsia... en regla, formal?
   
MÉDICO.- ¡Formalísima...  minuciosa!  Nos picaba  la  curiosidad  y  nos  entregamos  por gusto a una apasionada exploración. No quedó sitio que no registrásemos: riñones, bazo, pulmones estómago, hígado, cerebro, fueron visitados escrupulosamente. ¡Qué limpios, qué intactos los encontramos! ¡Daba gloria!  Inverosímil.  Créalo  usted,  atendida  la edad no provecta, pero sí madura, de ese señor.
  
AMIGO 1.º- (Insistiendo) De modo que el hígado,  el  estómago,  etcétera...  ¿a  las  mil maravillas? ¿Y el corazón? ¿No dice usted si el corazón?...
   
MÉDICO. -¡Ah! El corazón... En reserva... Yo también creí, dado lo súbito del fallecimiento, que se trataba de un aneurisma... Grande fue mi sorpresa al notar que tampoco el corazón presentaba lesión alguna. Sin embargo, al llegar  al  centro  mismo  del  órgano,  vimos...  En confianza... No lo repitan ustedes... Porque no nos lo explicamos; ningún compañero mío se lo explica...
   
AMIGO 1.º- ¿Qué, qué había?
   
MÉDICO.- Algo muy extraño... Un gusanillo pequeñísimo, escondido, cobijado, encerrado y domiciliado allí, que se dedicaba a roer su madriguera...
 

DIÁLOGO

ROSALBA.- ¿Cómo te gustaría a ti que fuese?  ¿Rubio,  pelicastaño,  ala  de  cuervo sombrío?
   
AURINA.- Ninguno de esos pelos.
   
ROSALBA.- ¿Rojo? Es de traidores...
   
AURINA.- Hay traidores de todos los pelajes.
   
ROSALBA.- Entonces, ni rojo, ni rubio, ni... ¿Entonces?
   
AURINA.- ¿Entonces?  Gris,  y  si  puede  ser blanco, ¡mejor!
   
ROSALBA. - ¡Gris!  ¡Blanco!  ¿Para  enviudar pronto?
   
AURINA.- Justamente. Ese rasgo de penetración me prueba que vas despabilándote un poco. Porque ¡cuidado que eres simplaina tú!
   
ROSALBA.- Muchísimo. Ya hago lo posible por adquirir malicia; pero genio y figura...

AURINA.- Pues, chúpate el dedo y verás el camino que llevas. Mira: las de tu calaña me exasperan a mí. ¿Qué te propones en el mundo?
   
ROSALBA.- ¿Y tú?
   
AURINA.- ¡Me gusta! ¿Qué he de proponerme?  Al  nacer,  nos  meten  en  la  mano  el  limoncillo de la vida. Estrujarlo, hija, a ver qué sabor tiene el zumo.
   
ROSALBA.- Agrio. No, amargo. ¡Amargo!

AURINA.- Porque no sabes echarle azucarillo.
   
ROSALBA.- Échale  cuanto  azúcar  quieras, un tinajón de melaza; entre el empalago ha de sobresalir, siempre y por último, la amargura.

Aurina no contesta; se levanta y se mira al espejo; sonríe a su imagen, se atusa el pelo que lleva peinado en tejadillo saliente y bufante,  estilo  modernista,  y  se  arregla  los chorritos de gasa que adornan el delantero de su blusa azul, toda incrustada de medias lunas de encaje amarillento.

ROSALBA.-  (Benévola) ¿Qué  haces,  loquinaria?
   
AURINA.- Paso  revista  a la infantería,  a la artillería y a la caballería.
   
ROSALBA. - ¿Aquí?  Aquí  no  hay  batallas. ¿Dónde está el enemigo?
   
AURINA.- Dice el Catecismo que los enemigos  nos  persiguen  en  todas  partes.  No  veo por qué dejarían de perseguirme en esta casa.
   
ROSALBA.- Aquí no hay más que una amiga que te quiere de veras. Aunque pensemos de distinto modo, yo no vivo sin ti. Haces el sacrificio de venir a verme todos los días; te pasas conmigo, que no soy nada divertida ni nada  alegre,  tardes  enteras  y  muchas  noches; y ¡vamos!, sé estimar y agradecer.
   
AURINA.- ¡Eh,  eh,  eh!  ¡Incorregible!  ¡No estimes, no agradezcas, no tengas ley a nadie, no te fíes de tu sombra! Parece que conocemos a la gente... y ni de vista. ¡Ni de vista! Te lo aviso. De mí témelo todo: soy mujer, ¡y si vieras qué perros somos las mujeres y los hombres!

ROSALBA.- Haces  alarde  de  mala  y  eres excelente.
   
AURINA.- No me injuries. ¡Buena! Llámame ya, para lo que te falta, fea y tonta. ¿Sábes lo único que no me gusta ser? Disimulada ni falsa; y así, te prevengo que te guardes de mí más que de los otros, porque si me quieres más estoy en condiciones de hacerte más daño.
   
ROSALBA.- Necesito  creerte  buena,  creer bueno a alguien. ¡Dios mío! ¡Qué triste es dudar, Aurina! ¡Qué triste es sentirse solo, pensar que nadie nos quiere! (Rosalba se acerca a su amiga y le pasa el brazo por el cuello.) Ya sabes que no llegué a conocer a mamá... Soy hija única... ¡Si tuviese una hermana, una hermanita  menor,  con  quien  comentar  de noche los sucesos del día!
   
AURINA.- ¿Y tu ínclito papá? ¿No te acompaña y entretiene bastante? Es muy entretenido el buen señor.
   
ROSALBA.- (Pensativa) ¡Mi padre!
   
AURINA.- ¿Qué tienes que decir de él? Tan peripuesto, tan amigo de divertirse.

ROSALBA.- Acaso por eso... no nos entendemos enteramente... en ciertas ocasiones...
   
AURINA.- (Besándola) Y conmigo, ¿te entiendes?
   
ROSALBA.- (Estremecida)  ¡Qué  helada  tienes la boca criatura!
   
AURINA.- (Riendo) ¿Es que mis dientes de nieve la enfrían? Bonito, ¿eh? Lo que digo es que me alegro, me alegro de que conmigo te entiendas. Pienso que estemos mucho tiempo juntas: digo, a no ser que te me cases.
   
ROSALBA.- O que te me cases tú, que será más probable; a tí te sobra gancho, y a mí no me dio Dios asomo de él.
   
AURINA.- Y si me caso, ¿qué razón hay para que no sigamos tan amiguitas?
   
ROSALBA.- (Con sentimiento) No sé. Todo lo que cambia la vida, cambia los afectos. Si te casas, el amor a tu marido te hará olvidar a la amiga. Pues ¿y los chicos?
   
AURINA.- ¿Chicos? ¡A la Inclusa con ellos! Prefiero los niños cuando ya saben sonarse y abrillantarse las uñas. Una hija como tú, me ilusionaría. Que otras den a luz los chicos: yo me encargo de llevarlos al teatro... ¿No estás conforme? ¡Tontona!
   
ROSALBA.- No sé qué veo en tí... ¿Qué te pasa? ¿Has arreglado ya tu porvenir? Mucho te brillan los ojos. ¿Estás nerviosa? ¿Hay misterio? Ábreme tu corazón.
   
AURINA.- Están forjando en Eibar la llave. Mi corazón tiene figura de cofrecito. He mandado que sea llave de esas a la inglesa, contra ganzúas.
   
ROSALBA.- Noviazgo  seguro.  Lo  que  te preguntaba: ¿el pelo?
   
AURINA.- Lo  que  te  respondía:  blanco;  y se me olvidó añadir: teñido.
   
ROSALBA.- ¿En serio?
   
AURINA.- En fúnebre.
   
ROSALBA.- Reflexiona,  Aura.  Es  por  toda la vida.
   
AURINA.- Claro. Por toda... la de él.

Rosalba enmudece: silencio triste y reprobador. Vuelve los ojos por no mirar a su amiga, y aparenta distraerse con el ruido que se oye en la antesala. Pasos algo pesados, craqueo recio de botas nuevas, anuncian que se acerca un hombre. La puerta se abre, y en el hueco aparece el papá de Rosalba, setentón atildado y retocado; su levita, gris hierro, última moda, acentúa la prominencia de su vientre. En el ojal luce un clavel blanco, rodeado de ramillas de cilantro. Calza guantes de Suecia, y al moverse despide emanaciones de Ideal (el perfume más caro de la casa Houbigant). Viene preocupado, y no saluda a Aurina.
   
ROSALBA.- (Mirándole como si le viese por primera vez)  Milagro,  papá,  que  vengas  a estas habitaciones.
   
AURINA.-  (Muy  tranquila,  dulcemente)  ¡Milagro que un padre cariñoso entre a preguntar cómo lo pasa su niña!
   
ROSALBA.- Nunca acostumbra, y menos a estas horas...
   
AURINA. - Las  buenas  costumbres,  si  no existen, hay que inventarlas. Tu papá vendrá, desde  hoy,  todas  las  tardes  a  enterarse  de cómo  lo  pasas  y  a  prodigarnos  su  amable conversación...
  
ROSALBA.- (Atónita) Y tú, ¿por qué dispones...?
  
AURINA.- (Apacible)  Porque...,  porque... (Al papá de Rosalba) Pero ¿no se atreve usted a entrar? ¿Se queda usted ahí? Pase usted: deseando estábamos su llegada.
   
ROSALBA.- (Con súbita indignación, al oído de Aurina) ¿Esas tenemos? Voy a decirle...
   
AURINA.- (Al oído de Rosalba) Perderás el tiempo. No atenderá a nada que vaya contra su pasión. Puedes repetirle lo que hablamos de pe a pa; te desmentiré, y me creerá a mí. ¡Cuidado que eres bobalicona!

Mientras Rosalba, petrificada, sigue mirando  de  hito  en  hito  a  su  padre  y  Aurina,  los dos se acercan y se arrinconan en la ventana, riendo  y  coqueteando.  Rosalba,  pasado  un instante, agacha la cabeza, atraviesa la habitación, cruza una puertecilla, entra en su dormitorio y se echa de bruces sobre la almohada de la cama, sollozando.

"El Liberal", 16 de mayo de 1898.

Cuento


1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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