Antesala que precede a la capilla ardiente. Por la puerta entreabierta
se divisa, allá en el fondo, la gran cama imperial, y a la luz amarillenta de
los blandones fúnebres,
entre el hacinamiento de las
coronas y ramas de lila profusamente
desparramadas, destellan las condecoraciones que honran el pecho del
difunto. Los amigos
y parientes, que
han de formar el
duelo, esperan conferenciando a media voz.
AMIGO 1.º (Persona
conspicua y machucha.) -¡Quién lo dijera! ¡Si parecía tan fuerte, tan
sanito!... ¡Más que todos nosotros! No ha guardado un día de cama.
AMIGO 2.º (Semijoven, gomoso, atildado.)
-Conmigo paseó a caballo el jueves, y hoy es lunes... Si soy yo quien maneja
este cotarro, no permito que le entierren todavía. Está tan natural... Parece
vivo.
AMIGO 1.º -Vivo? ¡Pues si le han hecho la autopsia!
AMIGO
2.º -La autopsia!
Y ¿a santo
de qué?
MÉDICO. -Por eso
justamente... Por ignorarse de qué enfermedad ha sucumbido. Como
que no padecía ninguna, no se le conocían achaques, y se hallaba en lo mejor de
la edad. Crea usted que antes de proceder a dar el primer corte de escalpelo,
buen cuidado tu-vimos de cerciorarnos de si la muerte era real y no se trataba
de una catalepsia o cosa por el estilo. ¡Muerto estaba... y bien muerto!
AMIGO 1.º -Y al fin, ¿se ha averiguado de qué...?
MÉDICO. (Llevándoselos a
un rincón, lo más lejos posible de la puerta de la
capilla ardiente.) -¡Ah! Una
cosa muy curiosa.
Verán ustedes... (Cuchichean.)
EL MARQUÉS DE LA GALIANA.- (Tío del difunto; señor vanidoso,
quisquilloso, presumido, locuaz.) -Padre, ¿y Matildita? ¿Ha repetido la
convulsión?
EL CAPELLÁN.-
(Anciano, pálido, afectadísimo,
temblón de cabeza
y manos.) -No,
señor; se ha tranquilizado un poco... Esperamos por lo menos que se
resigne..., con el tiempo naturalmente...
EL MARQUÉS.- Es tan angelical... ¡Le quería tanto a
este pobre sobrino mío! Es decir... le llamo pobre a Alberto, no sé porqué; en
realidad no he conocido hombre de más suerte... ¡Una suerte loca de remate; y
todos los dones de la fortuna! Salud, buen humor, figura simpática, linaje,
riquezas y el don de engatusar a cuantos... y a cuantas le conocían. Ya ve
usted lo que pasó con Matilde... ¡Bien sabe a lo que aludo! Matilde..., que ha
sido, y es todavía, una belleza, y que
además heredaba muchos millones, tenía tratada la boda con el hermano mayor
de Alberto, Lucianito...
Y se cree, ¡je!, ¡je!, que ya
entonces prefería Matilde a Alberto, que gustaba más del menor... y que a él,
por su parte, le hacía Matilde tilín...
¡pero vaya usted
a asegurar estas
cosas!... La malicia, padre capellán..., ¡la pícara malicia!...
EL CAPELLÁN.- (Con
abatimiento profundo.) -La malicia, inseparable de la mísera humanidad.
EL MARQUÉS. -La malicia..., sí, corriente... Solo
que algunas veces... la malicia tiene su fundamento, vamos... No; en este caso
yo no aseguro que lo tuviese... Alberto era un chico excelente... ¡Convenido!
Siempre lo dije; bueno a carta
cabal. Algo descuidado
en visitar... eso sí... Hasta
desatento. En un año, le veíamos media vez... En fin, defectillos
insig-nificantes. Como lo pasaba tan bien y se encontraba tan halagado, se
olvidada de cumplir con las personas de respeto. Lo que sucede, padre: cuando
todo nos sonríe... Y a Alberto le sonreía todo... Hasta los mismos dis-gustos
tremendos, las desgracias de la familia,
ayudaron a encumbrarle... La
muerte de su hermano...,
aquella muerte tan
impensada..., tan trágica..., ¿no se acuerda usted?...
EL CAPELLÁN.-
(Turbado y deseoso de cortar la
conversación.) -Señor marqués... se me figura que ya se organiza el
duelo...
EL
MARQUÉS. -¡Quiá, quiá!
Si todavía no es la hora... Hay que cerrar la caja...
Aún no ha llegado la mitad de los coches. ¡Qué sorpresa!, ¿verdad?, al ocurrir
la catástrofe de Lucianito... Esos accidentes
en las cacerías
siempre aterran...; sí señor, aterran punto menos que un crimen...
EL CAPELLÁN.-
(Aturdido, desencajado.) -¡Van a entrar en la capilla! Hago falta
allí, señor marqués... Con
su permiso... Hasta
luego...
EL MARQUÉS. (Aparte, pensativo,
frotándose las manos.) -¡Je... je! ¿Qué mosca le ha picado al
confesor de mi sobrinito? ¿Por qué huye así, lívido de terror? Si cuando me
escamo yo..., ¡vaya, vaya! ¡Aquella muerte de Luciano fue particular!
Despeñarse a un precipicio engañado por la niebla... Eso no le sucede a quien
conoce el país y lo ha recorrido desde muchacho. Y su hermano Alberto, que
aparece diciendo que también la niebla le hizo per-der el camino y por eso se
apartó del grupo de cazadores... ¡Hum..., hum!... Con la tragedia de Luciano se
hizo personaje Alberto. Lo sentiría
mucho, lo sentiría
lo que ustedes gusten; pero le vino como un guante:
único heredero de los bienes, de la grandeza, de los títulos, y a los dos años
esposo de Matildita... En fin, lo que uno cree, lo cree... (Pausa.) Matildita es una preciosidad.
¿Se consolará? ¡Je, je!... Ahora no le conviene rodearse de jóvenes casquivanos:
queda al frente de una inmensa
fortuna y necesita
un sujeto experimentado y formal
que sepa guiarla
y aconsejarla con prudencia...
¡Encantadora Matildita! Vamos a verla, por si conseguimos que no note
que sacan el cadáver... Luego me uniré al duelo... (Desaparece por una puerta
interior.)
AMIGO 2.º- (En
el grupo del rincón.) ¿Y dice usted que nada..., nada absolutamente?...
¿Ninguna lesión orgánica?
MÉDICO. -Ni tanto así... Y mire usted que pocas veces
se da este
caso... Diariamente estamos
haciendo autopsias, y en individuos mayores de cuarenta años siempre encontramos, cuando
menos, grietecillas por
donde empieza a cuartearse el edificio. El que no tiene una
predisposición tiene otra; la vida nos gasta a todos; el oleaje siempre se
lleva partículas de la roca, hasta que la destruye; solo que para acabar con la
roca se necesitan siglos, y para acabarnos a nosotros..., ¡pschs!
AMIGO 1.º- Pero ¿han hecho ustedes una autopsia...
en regla, formal?
MÉDICO.- ¡Formalísima... minuciosa!
Nos picaba la curiosidad
y nos entregamos
por gusto a una apasionada exploración. No quedó sitio que no
registrásemos: riñones, bazo, pulmones estómago, hígado, cerebro, fueron
visitados escrupulosamente. ¡Qué limpios, qué intactos los encontramos! ¡Daba
gloria! Inverosímil. Créalo
usted, atendida la edad no provecta, pero sí madura, de ese
señor.
AMIGO 1.º- (Insistiendo)
De modo que el hígado, el estómago,
etcétera... ¿a las
mil maravillas? ¿Y el corazón? ¿No dice usted si el corazón?...
MÉDICO. -¡Ah! El corazón... En reserva... Yo también
creí, dado lo súbito del fallecimiento, que se trataba de un aneurisma... Grande
fue mi sorpresa al notar que tampoco el corazón presentaba lesión alguna. Sin
embargo, al llegar al centro
mismo del órgano,
vimos... En confianza... No lo
repitan ustedes... Porque no nos lo explicamos; ningún compañero mío se lo
explica...
AMIGO 1.º- ¿Qué, qué había?
MÉDICO.- Algo muy extraño... Un gusanillo
pequeñísimo, escondido, cobijado, encerrado y domiciliado allí, que se dedicaba
a roer su madriguera...
DIÁLOGO
ROSALBA.- ¿Cómo te gustaría a ti que fuese? ¿Rubio,
pelicastaño, ala de
cuervo sombrío?
AURINA.- Ninguno de esos pelos.
ROSALBA.- ¿Rojo? Es de traidores...
AURINA.- Hay traidores de todos los pelajes.
ROSALBA.- Entonces, ni rojo, ni rubio, ni...
¿Entonces?
AURINA.- ¿Entonces?
Gris, y si
puede ser blanco, ¡mejor!
ROSALBA. - ¡Gris!
¡Blanco! ¿Para enviudar pronto?
AURINA.- Justamente. Ese rasgo de penetración me
prueba que vas despabilándote un poco. Porque ¡cuidado que eres simplaina tú!
ROSALBA.- Muchísimo. Ya hago lo posible por adquirir
malicia; pero genio y figura...
AURINA.- Pues, chúpate el dedo y verás el camino que
llevas. Mira: las de tu calaña me exasperan a mí. ¿Qué te propones en el mundo?
ROSALBA.- ¿Y tú?
AURINA.- ¡Me gusta! ¿Qué he de proponerme? Al
nacer, nos meten
en la mano
el limoncillo de la vida.
Estrujarlo, hija, a ver qué sabor tiene el zumo.
ROSALBA.- Agrio. No, amargo. ¡Amargo!
AURINA.- Porque no sabes echarle azucarillo.
ROSALBA.- Échale
cuanto azúcar quieras, un tinajón de melaza; entre el
empalago ha de sobresalir, siempre y por último, la amargura.
Aurina no contesta; se
levanta y se mira al espejo; sonríe a su imagen, se atusa el pelo que lleva
peinado en tejadillo saliente y bufante,
estilo modernista, y
se arregla los chorritos de gasa que adornan el
delantero de su blusa azul, toda incrustada de medias lunas de encaje
amarillento.
ROSALBA.- (Benévola) ¿Qué haces,
loquinaria?
AURINA.- Paso
revista a la infantería, a la artillería y a la caballería.
ROSALBA. - ¿Aquí?
Aquí no hay
batallas. ¿Dónde está el enemigo?
AURINA.- Dice el Catecismo que los enemigos nos
persiguen en todas
partes. No veo por qué dejarían de perseguirme en esta
casa.
ROSALBA.- Aquí no hay más que una amiga que te
quiere de veras. Aunque pensemos de distinto modo, yo no vivo sin ti. Haces el
sacrificio de venir a verme todos los días; te pasas conmigo, que no soy nada
divertida ni nada alegre, tardes
enteras y muchas
noches; y ¡vamos!, sé estimar y agradecer.
AURINA.- ¡Eh,
eh, eh! ¡Incorregible! ¡No estimes, no agradezcas, no tengas ley a
nadie, no te fíes de tu sombra! Parece que conocemos a la gente... y ni de
vista. ¡Ni de vista! Te lo aviso. De mí témelo todo: soy mujer, ¡y si vieras
qué perros somos las mujeres y los hombres!
ROSALBA.- Haces
alarde de mala
y eres excelente.
AURINA.- No me injuries. ¡Buena! Llámame ya, para lo
que te falta, fea y tonta. ¿Sábes lo único que no me gusta ser? Disimulada ni
falsa; y así, te prevengo que te guardes de mí más que de los otros, porque si
me quieres más estoy en condiciones de hacerte más daño.
ROSALBA.- Necesito
creerte buena, creer bueno a alguien. ¡Dios mío! ¡Qué triste
es dudar, Aurina! ¡Qué triste es sentirse solo, pensar que nadie nos quiere! (Rosalba se acerca a su amiga y le pasa el
brazo por el cuello.) Ya sabes que no llegué a conocer a mamá... Soy hija
única... ¡Si tuviese una hermana, una hermanita
menor, con quien
comentar de noche los sucesos del
día!
AURINA.- ¿Y tu ínclito papá? ¿No te acompaña y entretiene
bastante? Es muy entretenido el buen señor.
ROSALBA.- (Pensativa)
¡Mi padre!
AURINA.- ¿Qué tienes que decir de él? Tan
peripuesto, tan amigo de divertirse.
ROSALBA.- Acaso por eso... no nos entendemos
enteramente... en ciertas ocasiones...
AURINA.- (Besándola)
Y conmigo, ¿te entiendes?
ROSALBA.- (Estremecida) ¡Qué
helada tienes la boca criatura!
AURINA.- (Riendo)
¿Es que mis dientes de nieve la enfrían? Bonito, ¿eh? Lo que digo es que me
alegro, me alegro de que conmigo te entiendas. Pienso que estemos mucho tiempo
juntas: digo, a no ser que te me cases.
ROSALBA.- O que te me cases tú, que será más
probable; a tí te sobra gancho, y a mí no me dio Dios asomo de él.
AURINA.- Y si me caso, ¿qué razón hay para que no
sigamos tan amiguitas?
ROSALBA.- (Con
sentimiento) No sé. Todo lo que cambia la vida, cambia los afectos. Si te
casas, el amor a tu marido te hará olvidar a la amiga. Pues ¿y los chicos?
AURINA.- ¿Chicos? ¡A la Inclusa con ellos!
Prefiero los niños cuando ya saben sonarse y abrillantarse las uñas. Una hija
como tú, me ilusionaría. Que otras den a luz los chicos: yo me encargo de
llevarlos al teatro... ¿No estás conforme? ¡Tontona!
ROSALBA.- No sé qué veo en tí... ¿Qué te pasa? ¿Has
arreglado ya tu porvenir? Mucho te brillan los ojos. ¿Estás nerviosa? ¿Hay misterio?
Ábreme tu corazón.
AURINA.- Están forjando en Eibar la llave. Mi
corazón tiene figura de cofrecito. He mandado que sea llave de esas a la inglesa,
contra ganzúas.
ROSALBA.- Noviazgo
seguro. Lo que te
preguntaba: ¿el pelo?
AURINA.- Lo
que te respondía:
blanco; y se me olvidó añadir:
teñido.
ROSALBA.- ¿En serio?
AURINA.- En fúnebre.
ROSALBA.- Reflexiona, Aura.
Es por toda la vida.
AURINA.- Claro. Por toda... la de él.
Rosalba enmudece: silencio
triste y reprobador. Vuelve los ojos por no mirar a su amiga, y aparenta
distraerse con el ruido que se oye en la antesala. Pasos algo pesados, craqueo
recio de botas nuevas, anuncian que se acerca un hombre. La puerta se abre, y
en el hueco aparece el papá de Rosalba, setentón atildado y retocado; su
levita, gris hierro, última moda, acentúa la prominencia de su vientre. En el
ojal luce un clavel blanco, rodeado de ramillas de cilantro. Calza guantes de
Suecia, y al moverse despide emanaciones de Ideal (el perfume más caro de la
casa Houbigant). Viene preocupado, y no saluda a Aurina.
ROSALBA.- (Mirándole
como si le viese por primera vez) Milagro, papá,
que vengas a estas habitaciones.
AURINA.- (Muy
tranquila, dulcemente) ¡Milagro que un padre cariñoso entre a preguntar
cómo lo pasa su niña!
ROSALBA.- Nunca acostumbra, y menos a estas horas...
AURINA. - Las
buenas costumbres, si no
existen, hay que inventarlas. Tu papá vendrá, desde hoy,
todas las tardes
a enterarse de cómo
lo pasas y
a prodigarnos su
amable conversación...
ROSALBA.- (Atónita)
Y tú, ¿por qué dispones...?
AURINA.- (Apacible) Porque...,
porque... (Al papá de Rosalba)
Pero ¿no se atreve usted a entrar? ¿Se queda usted ahí? Pase usted: deseando
estábamos su llegada.
ROSALBA.- (Con
súbita indignación, al oído de Aurina) ¿Esas tenemos? Voy a decirle...
AURINA.- (Al
oído de Rosalba) Perderás el tiempo. No atenderá a nada que vaya contra su
pasión. Puedes repetirle lo que hablamos de pe a pa; te desmentiré, y me creerá
a mí. ¡Cuidado que eres bobalicona!
Mientras Rosalba,
petrificada, sigue mirando de hito
en hito a su padre
y Aurina, los dos se acercan y se arrinconan en la
ventana, riendo y coqueteando.
Rosalba, pasado un instante, agacha la cabeza, atraviesa la
habitación, cruza una puertecilla, entra en su dormitorio y se echa de bruces
sobre la almohada de la cama, sollozando.
"El Liberal", 16
de mayo de 1898.
Cuento
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1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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