El bazar, aún
pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo
para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de
madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y
pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el
pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además,
una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este
género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a
veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de
barniz Flatting...
El dependiente,
un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin
que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el
que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que
estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había
en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de
horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese
caído encima un peso enorme...
Inicié un
murmullo de asentimiento, sin comprender. A los pocos días salió a relucir la
historia: fue de actualidad, porque encontraron al tendero muerto en su cama,
ya rígido. Su corazón estaba según dijeron, fatigado, y de pronto se habría
negado a seguir prestando servicio; era hora de que reposase...
Aquel tendero,
Nicolás Fortea, vino a establecerse en Areal haría más de treinta años, y su
bazar, una innovación, dio mucho que decir en pro y en contra. Traía elementos
de lujo, del lujo falso, chabacano, de esta época en que todos queremos ser
iguales a todos. Le acompañaba su mujer, que a los del pueblo les causó la
impresión de un ser supremo, porque se peinaba y se vestía graciosamente,
hablaba fina y traía a su niño muy mono, aseado, almidonado, hasta con el pelo
en bucles, moda que las mamás lugareñas empezaron a criticar y acabaron por
imitar.
«Los del bazar»
adquirieron rápidamente prestigio excitando envidias -pues el ínfimo comercio
de Areal no les perdonaba aquella manía de embellecer la tienda, de presentar
novedades en artículos, procedentes de Barcelona y hasta de Inglaterra, y de
atraer compradores, armando bulla, repartiendo prospectos y recibiendo encargos
de la capital de puntos muy distantes-, por lo cual corrió la voz de que los
Fortea «se achinaban», «se hacían de oro».
Y algo había de
verdad en la afirmación. El comercio es productivo, si el capital rueda mucho,
y Fortea, en vez de guardar sus ganancias, las invertía inmediatamente en
género o en mejoras. Quería el dinero a mano, para esparcirlo y recogerlo
acrecido por la especulación; y el primer cofre de valores que se vio por
aquellas tierras fue el que Fortea instaló en su escritorio. Entonces se
aseguró que le sucedería un «chasco pesado», que le robarían, que ya se estaba
organizando la gavilla clásica. Respondía riendo Fortea que los ladrones sí que
se llevarían «el camelo del siglo», pues, dada la actividad con que manejaba y
sacudía el dinero, probablemente se encontrarían dentro de la caja un ratón. ¡Los
ladrones! ¡Que no se metieran con él, o les daría una lección de las que no se
olvidan!
Otro género de
extrañezas provocaba el que la linda esposa de Fortea hiciese tan frecuentes
viajes a la capital. Fortea también se ausentaba a menudo, pero en él lo
explicaban los negocios, que le traían a mal traer; y algo no bueno debía de
sucederle, porque empezó a vérsele preocupado. La señora de Fortea pretextaba
tener que atender a la salud de su madre, anciana y achacosa. Cuando no andaba
atravesado por los caminos el marido, andaba la mujer. Y en Areal, las malas
lenguas se despachaban a su gusto...
Aquella misma
noche, a cosa de las diez, un ruido extraño, como de varias detonaciones
consecutivas, y unos gritos agudos, alarmaron a la tendera de lienzos, que
vivía pared por medio del bazar. Salió al balcón pidiendo auxilio, y, al
reunirse gente, decidie-ron llamar a la puerta de los Forteas, y como nadie
contestase, la forzaron, subieron aprisa a las habitaciones del primer piso,
que, con almacén y tienda en el bajo, comprendía la vivienda toda. Del
escritorio salía un resplandor y quejidos lastimosos. Entraron; el espanto los
hizo retroceder. La mujer de Fortea yacía en el suelo, ante la caja de
caudales... Las balas del aparato defensivo, del mata ladrones, traído
de Londres e instalado el día antes por su marido, la habían fusilado
literalmente; y, como al recibir el primer disparo se le hubiese caído de la
mano el quinqué del petróleo, sus ropas se habían inflamado, y el cadáver
ardía. A su lado se retorcía entre las llamas el niño, que, al acudir al grito
de su madre, al estruendo de los disparos, inclinándose sobre ella, se le
inflamó la camisa, los bucles, no pudo huir, y cayó al suelo desmayado de
dolor, despierto luego en el brasero del suplicio... Toda la tragedia fue obra
de un minuto...
Cuando Fortea,
avisado, volvió y se convenció de su infortunio, le acometió una especie de
locura frenética y habló a voces, arrojando alguna luz sobre el misterio... Se
acusaba de haber sospechado de su dependiente, de haberle atribuido la
desaparición de sumas que faltaban de la caja, de haber preparado impíamente la
muerte de un hombre, de haber traído de fuera el maldito invento... Y a cada
paso repetía:
Al cabo, Fortea,
deshecho, peliblanco, volvió a aparecer detrás del mostrador... Pero nunca más
guardó nada en la caja fatídica, y el producto de la venta pasó a un cajón,
mientras el polvo invadía los rincones, y la tienda adquiría su aspecto de
abandono, de indiferencia letal... En los rincones, las arañas tejían.
«Blanco y Negro», núm. 957, 1909.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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