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lunes, 26 de agosto de 2013

El invento

El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de barniz Flatting...
El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general, dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala noticia...
El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese caído encima un peso enorme...
Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:
-¿No tiene usted familia que le ayude?
Sobresalto... Me miró como quien pide justicia -de esas miradas que protestan, que claman al Cielo- y suspiró:
-¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...
Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.
-Pues si ha oído, comprenderá...
Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incon-gruente:
-Más nos valiera a todos nacer allá en otros tiempos, cuando no había invenciones... ¡Invenciones del demonio! ¡Para perdernos, para perdernos!
Inicié un murmullo de asentimiento, sin comprender. A los pocos días salió a relucir la historia: fue de actualidad, porque encontraron al tendero muerto en su cama, ya rígido. Su corazón estaba según dijeron, fatigado, y de pronto se habría negado a seguir prestando servicio; era hora de que reposase...
Aquel tendero, Nicolás Fortea, vino a establecerse en Areal haría más de treinta años, y su bazar, una innovación, dio mucho que decir en pro y en contra. Traía elementos de lujo, del lujo falso, chabacano, de esta época en que todos queremos ser iguales a todos. Le acompañaba su mujer, que a los del pueblo les causó la impresión de un ser supremo, porque se peinaba y se vestía graciosamente, hablaba fina y traía a su niño muy mono, aseado, almidonado, hasta con el pelo en bucles, moda que las mamás lugareñas empezaron a criticar y acabaron por imitar.
«Los del bazar» adquirieron rápidamente prestigio excitando envidias -pues el ínfimo comercio de Areal no les perdonaba aquella manía de embellecer la tienda, de presentar novedades en artículos, procedentes de Barcelona y hasta de Inglaterra, y de atraer compradores, armando bulla, repartiendo prospectos y recibiendo encargos de la capital de puntos muy distantes-, por lo cual corrió la voz de que los Fortea «se achinaban», «se hacían de oro».
Y algo había de verdad en la afirmación. El comercio es productivo, si el capital rueda mucho, y Fortea, en vez de guardar sus ganancias, las invertía inmediatamente en género o en mejoras. Quería el dinero a mano, para esparcirlo y recogerlo acrecido por la especulación; y el primer cofre de valores que se vio por aquellas tierras fue el que Fortea instaló en su escritorio. Entonces se aseguró que le sucedería un «chasco pesado», que le robarían, que ya se estaba organizando la gavilla clásica. Respondía riendo Fortea que los ladrones sí que se llevarían «el camelo del siglo», pues, dada la actividad con que manejaba y sacudía el dinero, probablemente se encontrarían dentro de la caja un ratón. ¡Los ladrones! ¡Que no se metieran con él, o les daría una lección de las que no se olvidan!
Otro género de extrañezas provocaba el que la linda esposa de Fortea hiciese tan frecuentes viajes a la capital. Fortea también se ausentaba a menudo, pero en él lo explicaban los negocios, que le traían a mal traer; y algo no bueno debía de sucederle, porque empezó a vérsele preocupado. La señora de Fortea pretextaba tener que atender a la salud de su madre, anciana y achacosa. Cuando no andaba atravesado por los caminos el marido, andaba la mujer. Y en Areal, las malas lenguas se despachaban a su gusto...
Los esposos vivían, sin embargo, en la mejor armonía, con trazas de ser muy felices, y el bazar subía como la espuma cuando ocurrió el terrible suceso, del cual corrieron versiones muy varias...
Acababa la esposa de regresar de uno de sus viajes, cuando el esposo le anunció que salía hacia distintos puntos, y tardaría lo menos una semana.
-¿Necesitas fondos? -añadió-. Los pagarés no vencen hasta mi vuelta, pero hay el gasto de la casa.
-Tengo bastante -se apresuró ella a decir. No me hace falta nada... Sólo quisiera saber... si queda mucho guardado en la cala de caudales.
-¿Por qué? -exclamó Fortea, con ligero esgrerice de susto.
-Porque tengo miedo, hijo... ¡Si nos roban!
-Estate tranquila -respondió él, vivamente. Queda una cantidad regular; sobre tres mil duros... Tú conoces la combinación para abrir, pero te prohíbo que abras..., ¿entiendes? Te lo prohíbo. Precisamente hay ahí una cuestión... Tengo unas sospechas...
-¿De qué? -interrogó ella, un poco pálida, escrutando la cara del marido.
-Es largo de contar... A mi vuelta... Ahora el coche se va... Tú deja la caja en paz... ¡Cuidado!
Aquella misma noche, a cosa de las diez, un ruido extraño, como de varias detonaciones consecutivas, y unos gritos agudos, alarmaron a la tendera de lienzos, que vivía pared por medio del bazar. Salió al balcón pidiendo auxilio, y, al reunirse gente, decidie-ron llamar a la puerta de los Forteas, y como nadie contestase, la forzaron, subieron aprisa a las habitaciones del primer piso, que, con almacén y tienda en el bajo, comprendía la vivienda toda. Del escritorio salía un resplandor y quejidos lastimosos. Entraron; el espanto los hizo retroceder. La mujer de Fortea yacía en el suelo, ante la caja de caudales... Las balas del aparato defensivo, del mata ladrones, traído de Londres e instalado el día antes por su marido, la habían fusilado literalmente; y, como al recibir el primer disparo se le hubiese caído de la mano el quinqué del petróleo, sus ropas se habían inflamado, y el cadáver ardía. A su lado se retorcía entre las llamas el niño, que, al acudir al grito de su madre, al estruendo de los disparos, inclinándose sobre ella, se le inflamó la camisa, los bucles, no pudo huir, y cayó al suelo desmayado de dolor, despierto luego en el brasero del suplicio... Toda la tragedia fue obra de un minuto...
Cuando Fortea, avisado, volvió y se convenció de su infortunio, le acometió una especie de locura frenética y habló a voces, arrojando alguna luz sobre el misterio... Se acusaba de haber sospechado de su dependiente, de haberle atribuido la desaparición de sumas que faltaban de la caja, de haber preparado impíamente la muerte de un hombre, de haber traído de fuera el maldito invento... Y a cada paso repetía:
-¿Por qué me robaba ella? ¡Díganmelo...! Ustedes lo sabrán... ¿Por qué me robaba?
Y nadie lo sabía ni lo supo... ¿Era para pagar los vicios de incógnito cortejo? ¿Era para dar a su madre buen trato, medicinas caras? ¿Era para comprar aquella ropa primorosa que vestía...?
Al cabo, Fortea, deshecho, peliblanco, volvió a aparecer detrás del mostrador... Pero nunca más guardó nada en la caja fatídica, y el producto de la venta pasó a un cajón, mientras el polvo invadía los rincones, y la tienda adquiría su aspecto de abandono, de indiferencia letal... En los rincones, las arañas tejían.

«Blanco y Negro», núm. 957, 1909.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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