Le conocí, y le conocíamos los
pocos aficionados a cierta clase de estudios, en los cuales él era indiscutible
maestro... Pero decir que le conocíamos no significa que estuviésemos enterados
de ninguna intimidad suya; casi no sabíamos las señas de su domicilio. Era,
para todos nosotros, un señor algo huraño, tímido entre gentes, vestido con el
descuido propio de los sabios; y a lo mejor no le veíamos en tres años, a no
tropezarle casualmente en alguna librería de viejo o en los pasillos de alguna
Academia, un día de recepción... Ni frecuentaba cafés ni sitios públicos, y se
le olvidaba sin sentir, entre la penumbra telarañosa que envuelve a las
seminotoriedades, de las cuales nadie se acuerda, como no sea para exclamar enfática
y distraídamente: «¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡Don Pedro Hojeda de las Lanzas! ¡Una
eminencia! ¡Creo que ha escrito últimamente unos trabajos!». «¿Sobre qué?».
«Hombre, deje usted que haga memoria». Y rara vez la hacían.
Los incógnitos trabajos de don
Pedro Hojeda versaban sobre las épocas en que nuestra gloria nacional irradiaba
como el sol, y también sobre otra en que se fue nublando... Austrias y
Borbones... Detestador de las «grandes síntesis», que tanto visten en discursos
y artículos de fondo, Hojeda se consagraba a esclarecer puntos controvertidos y
a rebuscar menudencias épicas. ¿Cuándo había empezado su labor? Lo ignorábamos,
porque era de esos sabios que parecen haber nacido sabios, no haber sido
jóvenes nunca. Feo, con enjuta y avellanada fealdad española, no tenía edad: en
lugar de envejecer iba acecinándose. Publicaba sus estudios en revistas, y
alguna vez se arriesgaba a un folleto, generalmente aprovechando la
composición. Nadie le leía, excepto algunos alemanes e ingleses, que le
escribían respetuosas epístolas y le traducían en otras revistas tudescas y
británicas, con menciones muy honrosas. La idea de tener un público no le había
cruzado por la cabeza jamás; ni público, ni editores que le pagasen valor de
una peseta por cuartilla. Sin embargo, se susurraba de una ambición de don
Pedro: aspiraba a ser académico de la Historia.
Dos o tres veces se anunció su
candidatura. Al fin fue elegido. No llegó a tomar posesión, a pesar de haber
vivido bastantes años después de electo. Nadie se ocupó de preguntar el porqué.
La misma discreta niebla que velaba sus escritos se extendía sobre los datos
biográficos. Si no da la casualidad de que mi amigo Dávalos, por especiales
circunstancias, se entera y me lo refiere, siempre hubiese ignorado la razón de
que Hojeda de las Lanzas no llegase a disfrutar, habiéndolo obtenido, lo único
con que había soñado la vida entera.
-El caso es -dijo Dávalos- que
tenía escrito el discurso que es una catedral de sabiduría, como que esclarece
varios problemas de los más debatidos respecto a nuestra administración en los
Países Bajos, y demuestra que a los flamencos les preocupaba mucho menos la
cuestión religiosa que la de los tributos... Si es cierto lo que he logrado
saber por la viuda, Hojeda se murió del disgusto de no poder entrar en la Academia.
-Pero ¿era casado? Parecía un
solterón.
-Era casado, sin hijos, que no fue
poca fortuna, pues ha dejado como herencia el día y la noche... Verá usted cómo
averigüé este caso lastimoso. Comisionado para asistir al entierro, me llamó la
atención ver que una persona que vestía siempre tan desaliñada iba al nicho con
un buen traje de etiqueta, frac y corbata blanca... Hay atavíos que se despegan
de las personas, y yo no concebía a nuestro don Pedro sino con aquel célebre
gabán marrón amarillento y aquel cuellecito de minino pelado que no bastó para
preservarle de las corrientes de aire, puesto que de pulmonía, y por señas
infecciosa, vino a morir el mísero... Le aseguro a usted que, como el hábito,
digan lo que quieran, y mi historia lo demostrará, hace tanto al monje, parecía
otro, así tendido en su modestísima caja, y su figura de capitán veterano de
los tercios viejos adquiría una dignidad extraordinaria con la blancura de la
pechera y el toquecito de raso de la vuelta de la solapa... No sé por qué vi
algo de extraño en el frac de don Pedro, y pregunté a la pobre señora -una de
tantas a quienes más le valiera, gloria y otras zarandajas aparte, haberse
casado con un tendero de comestibles...
¡Y sabe usted que me dio la señora
verdadera pena! Como que está pasada de remordimientos, y se atribuye buena
parte de culpa en la depresión de ánimo y de fuerzas que, según el parecer de
los médicos, preparó el terreno a la enfermedad traidora. A poco más se cree la
viuda de Hojeda autora de la muerte de su marido, al cual adoraba, teniendo
altísima idea de su valer, y, naturalmente, sin entender, ni aun por el forro,
en qué consistía; cierto que lo mismo nos sucede a los demás... Y acaso este
modo de admirar valga tanto como otros...
La confidencia de la viuda fue de
tristeza infinita... Es el caso que nuestro don Pedro Hojeda de las Lanzas tuvo
la mejor hora de su vida cuando supo que por fin era académico. Hombre sin
ambiciones, sin codicias, alma de niño, cándida y unilateral, no aspiró a nada
que mejorase su apurada existencia de menesteroso de levita, ni se preocupó
jamás de la estrechez que le agobiaba. Era sobrio como los aventureros
españoles del siglo XVI, cuyas gestas estudió, y no sabía ni lo que le
presentaban en la mesa ni lo que llevaba puesto. Resistía el frío, encogía el
vientre y no se inclinaba ante las vanidades sociales. Pero, en su conciencia,
creía tener derecho a formar parte de aquel Instituto cuya Biblioteca se sabía
de memoria, cuyas tareas eran las suyas, y no se concebía a sí mismo fuera de
allí, molusco de tal concha, liquen de tal árbol. El objeto de su vida era ése,
sentarse en los sillones que deben de trasudar datos y soltar partículas de
lecturas polvorientas... Los retratos de los reyes borbónicos parecían llamarle,
sonriendo bajo sus empolvados peluquines. «Tú que nos conoces, tú que nos
tratas a diario, ven; nos vindicarás, ayudarás a iluminarnos con el sol
moribundo de la historiografía». Y al fin, sin intrigas previas, por sólo la
fuerza de su labor constante, caso raro, le habían elegido. Conviene revelar un
secreto: tal era la fe de Hojeda en su esperanza, que antes de la elección
tenía ya reunidos los datos y elementos, y hasta redactados trozos de su
discurso de recepción, la obra capital de su existencia. Regalándolo, no
faltaría quien lo editase. Quería dar un golpe de efecto (¡él, tan poco
efectista!). Quería, si le elegían en marzo, por ejemplo, ingresar en mayo con
aquel discursazo enorme... Y tal como lo pensó lo hubiese hecho..., a no
atravesarse una menudencia..., el frac.
En la angustiosa vida económica del
sabio, cualquier gasto extraordinario adquiría proporciones formidables. Cuando
se trató de que sería necesario para el día de la recepción el traje de
etiqueta, la mujer de don Pedro, encargada del ramo de hacienda, prorrumpió en
exclamaciones: «¡Imposible! ¡Cuarenta o cincuenta duros! ¡Entrampados ya para
toda la vida! Si nos tocase la lotería...». Y don Pedro calló. A estas razones
no tenía qué oponer. Calló, esperando mejores tiempos... Esos mejores tiempos
que nunca llegan para los hombres desinteresados, inermes para la consabida
lucha...
Si don Pedro de Hojeda fuese otro
de lo que era, en seguida descubre un frac, dado o prestado. ¡No hay estudiante
que no resuelva conflictos análogos en Carnaval! Pero antes se dejaría el
erudito hidalgo tostar que molestar a nadie ni pedir cosa alguna. Paciencia, el
estoicismo resignado de la raza..., y aguardó. Enfras-cado en sus estudios,
aguardó, dolorido y paciente: cada mes que transcurría sin leer su gran
discurso -ya formaba un libro- le abatía más el ánimo. Su decaimiento fue
graduándose: tuvo vahídos, vértigos y flojedad de piernas. Entonces, algunos
amigos que por él nos interesábamos, creyendo que el discurso era la rémora,
nos echamos a gestionar que se imprimiese. Lo conseguimos: apareció un editor,
que, bajo condiciones duras, se comprometió a sacarlo a la luz. Pero quedaba en
pie -y esto no lo sospechábamos, ni se nos ocurría- la eterna cuestión del
traje...
Al cabo, la esposa, notando la decadencia
y postración del esposo, tuvo una idea.
-¿Si encontrase un frac muy barato
en alguna casa de empeños?
Puso en hatillo su mantilla «de
casco», unos cubiertos de plata antiguos... y toma y daca, y a cambalachear, y
a añadir tres duros, y el frac, con su pantalón, chaleco, corbata blanca y
camisa, fue encerrado en la cómoda cuidadosamente...
Aquella tarde, don Pedro volvió a
casa quejándose de enfriamiento. A las cuarenta y ocho horas, pulmonía
declarada. Y ahí tiene usted por qué le han enterrado vestido con tanta
decencia...
Blanco y Negro, núm. 935, 1909
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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