Para contrastes, el de la comunidad
de Recoletas de Marineda con su hermanuco, donado o sacristán, que no sé a
punto cierto cuál de estos nombres le cae mejor.
Son las
Recoletas de Marineda ejemplo de austeridad monástica; gastan camisa de
estameña; comen de vigilia todo el año; se acuestan en el suelo, sobre las
losas húmedas, con una piedra por almohada; se disciplinan cruelmente; se
levantan a las tres de la mañana para orar en el coro; hablan al través de
doble reja y un velo tupido; para consultar con el médico no descubren la cara,
y son tan pobres, que los republicanos carniceros o polleros del mercado y las
lengüilargas verduleras, al ver pasar al hermanuco con la cesta, deslizan en
ella el pedazo de vaca, el par de huevos, la patata, el cuarto de gallina, el
torrezno, diciendo expresivamente: «Que sea para las madres, ¿eh?; para las
enfermas.» Porque saben que siempre hay en la enfermería dos o tres recoletas,
lo menos, y que si no lo reciben de limosna, no tendrían caldo, pues ni la
regla ni la necesidad les permiten salir de bacalao y sardina.
Constábales,
además -y a alguna por experiencia-, que el ejemplo de las madres surtía en el
donado efectos contraproducentes, y que tanto cuanto eran las madres de
castísimas, humildes, ayunadoras y sufridoras, era el donado... de todos los
vicios opuestos a estas virtudes. No obstante, su humor jovial y bufonesco, sus
cuentos verdes, sus equívocos, sus dichara-chos, sus sátiras, le habían
granjeado cierta popularidad en puestos y tenduchos.
Referíanse de él
gorjas enormes, convites burlescos en que hacía de mesa un ataúd y de
servilleta una pierna de calzoncillo; escenas cómicas de exorcismos y conjuros
en que sacaba los demonios del cuerpo a las mozas con un gancho de escarbar la
lumbre... y otras mil invenciones que se reían a carcajadas, y que lejos de
perjudicar al donado le formaban aureola.
Había en cambio
una clase de mujeres que profesaban al hermanuco ojeriza singular y declarada,
y decían de él horrores: eran las beatas, cosa de docena a docena y media de
vestigios que no sabían salir de la iglesia del convento de Recoletas y a
quienes no les parecía buena y cabal la misa, la novena ni ninguna clase de
devoción, sino dentro de aquellas cuatro paredes.
La antipatía
entre el hermanuco y las beatas nació precisamente de que andaba rabiando por
cerrar, para largarse a donde el diablo sabía. En vano recorría la iglesia
repicando el manojo de llaves; en vano tosía y mondaba el pecho y describía
semicírculos alrededor de las arrodilladas, pues éstas, como si lo hiciesen a
propósito, con los ojos en blanco y las manos juntas, continuaban bisbisando
sus interminables, sus kilométricos rosarios. Si el hermanuco se dejase llevar
de su genio, claro está que les daría con la escoba como a las cucarachas; lo
malo era que la madre abadesa le tenía severa-mente prohibida toda viveza, todo
regaño, toda descortesía con aquellas recoletas seculares, y si fracasaban las
insinuaciones, no había más que aguardar cachazudamente a que se acabasen los
«misterios gloriosos», o el septenario, o la meditación.
Distinguíase
entre las demás una devota, no solo por la morosidad de sus rezos, sino por su
catadura y años. Era el rostro de doña Mariquita de aquellos que, según
Quevedo, pueden servir a San Antonio de tentación y cochino: en mitad de la
chupada boca quedábale un solo diente, largo, temblón, diente que había
inspirado a un ingenio local esta frase: «Así como hay ojos que muerden, hay
dientes que miran y hasta que hacen guiños.» Para no creer que doña Mariquita
iba a salir volando por la chimenea, a horcajadas en una escoba, era preciso
recordar su mucha piedad, su continua oración, su incesante persecución de
confesores, su sed perpetua de agua bendita. Así y todo, el hermanuco la
nombraba siempre «la bruja».
Es de saber que
cada devota tenía en la iglesia de las Recoletas su rincón predilecto, y que el
hermanuco, al hacer la diaria requisa antes de cerrar, sabía de fijo que a doña
Petronila, verbigracia, la encontraría bajo las alas de San Miguel; a doña Regaladita
Sanz, acurrucada ante el Corazón de Jesús, y a doña Mariquita, en monó-logo al
pie del Cristo de la Buena
Hora.
En esto de
devoción, como en todo, hay gente afecta a nove-dades; y si Regaladita Sanz y
otras de su escuela andaban siempre averiguando la última moda de la piedad y
no hablaban sino de los Corazones, ni rezaban sino a esos cromos abigarrados
que hoy se ven en todas las iglesias, las beatas del temple de doña Mariquita
se atenían a las antiguas advocaciones y a las formas que ya van cayendo en
desuso. Para doña Mariquita no había en las Recoletas más efigie que la del
Cristo de la Buena Hora.
Segura estoy de
que a mí me pasaría lo mismo, y si entro en la iglesia, flechada me voy también
a la sombría capilla, de negra verja rechinante, y altar donde, sobre un fondo
rojo oscuro, se alza la inmensa cruz, soste-niendo el cuerpo lívido, estriado
de sangre, pendiente y desplomado sobre las crispadas piernas. Está el Cristo
de la Buena Hora
representado en ocasión de pronunciar alguna de las siete desgarradoras
Palabras, pues tiene la boca entreabierta y la faz no caída sobre el pecho,
sino un tanto erguida, con esfuerzo doloroso. No le falta la correspondiente
enagüilla de terciopelo negro, bordada de plata, y bajo sus pies taladrados y
contraídos, tres huevos de avestruz recuerdan la devoción de algún navegante.
El nombre de
Cristo de la Buena Hora
da a entender, sin embargo, que lo que se pide a aquella efigie no es la salud
del cuerpo, sino la del alma, la muerte no repentina, sino con arrepentimiento,
con sacramentos, con todos los auxilios y remedios espirituales. Y esto
solicitaba con tal fervor doña Mariquita -según las investigaciones del
hermanuco, y por eso, como cada día estaba la buena hora más próxima y la
gordivieja beata arrastraba las piernas con mayor dificultad cada día, también
prolongaba más las oraciones y cada día obligaba al donado a cerrar más tarde:
así es que el donado había llegado a aborrecer al vejestorio, y al cabo se
propuso jugarle alguna pasada que le quitase el hipo de tanto rezuqueo.
Discurriendo y
discurriendo, acabó por encontrar una traza a su parecer muy linda. El camarín
del Cristo era bastante hondo y tenía acceso por la sacristía, y el paño o
cortinaje que lo revestía estaba suelto, de modo que, trepando al altar, no era
difícil quedarse escondido detrás del paño, de suerte que nadie pudiese
sospechar allí la presencia de un hombre.
Conviene no
omitir una circunstancia, y es que aquel donado irreverente, mofador epicúreo
de sacristía y volteriano de plazuela, solo sentía cierta aprensión muy
parecida al respeto ante la efigie del Cristo de la Buena Hora. Hubiese
preferido mucho que su maligna travesura tuviera por teatro la capilla del
Arcángel o el altar nuevo de la Saleta. Hasta creo que al subir agarrándose a las
piernas del Cristo, le temblaban un poco las suyas al donado. El deseo de
venganza contra doña Mariquita pudo más que aquella medrosa impresión, y desde
que vio llegar a la vieja saboreó anticipada-mente el placer del triunfo.
Dejó a la devota
enfrascarse en su monólogo, prestando oído a fin de graduar mejor el efecto, y
así que la vio con las manos enclavijadas y los ojos fijos en el rostro de la
imagen; así que la oyó murmurar con ansia: «Señor mío Jesucristo, dame una
buena horita, una buena horita», el maldito hermano se aferró bien, adelantó la
cara hasta subirla a la altura de la del Cristo y, lentamente, con voz
sepulcral y cavernosa articuló estas terribles palabras: «Tus oraciones no
llegan a mí.»
Por no mirar a
la difunta, que estaba más fea aún que de viva; por no verle en la sima de la
abierta boca aquel único diente acusador, y también por el instinto de pedir
socorro que nos asalta en las grandes congojas, el sacrílego hermanuco miró al
Cristo como si le dijese: «Resucítame este estafermo, Señor; resucítame este
estafermo, y haré penitencia, y seré honrado, piadoso, continente, sobrio y
humilde.»
***
«La Voz
de Guipúzcoa», 15 de octubre de 1892.
Cuentos de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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