La historia
religiosa y la civil y militar se encuentran tan íntimamente enlazadas en los
pueblos antiguos de la India ,
que ni la crítica intenta separarlas; los textos históricos se hallan en los
libros sagrados; las mismas epopeyas tienen carácter teológico, y obra son de
bramanes o sacerdotes. En una epopeya de las más difusas encuentro el relato
del hecho sobrenatural que vais a leer, si lo leéis, y a meditar, si gustáis.
De mi sé decir que me dejó buen rato pensativa.
La ciudad y
estados de Kapala, florecientes bajo los reyes de la casa de Dapatamali,
decayeron poco a poco de su antiguo esplendor, y en plazo relativamente corto
vinieron a ser invadidos y sometidos por sus constantes enemigos los de
Karmirti. Tributos onerosos, vejámenes intolerables, humilla-ciones continuas,
las leyes y las instituciones, el comercio y la agricultura de Kapala sometidos
a la fiscalización y a la avidez codiciosa del enemigo, todo esto tuvieron los kapaleños
que sufrir y llevarlo en paciencia, pues al soberbio vencedor le parecía harto
haberles dejado la vida salva. Es verdad que cuando aconteció a Kapala tal
desventura, ya estaba muy abatida y desbaratada por culpa de la mala
administración, rapacidad y desmanes de los exactores, y de infinitos vicios
que se habían ido arraigando en su constitución y enfermándola, hasta producir
una atonía que hizo a los kalpaleños indiferentes a su propio decaimiento y
vergüenza.
Como si todas
las manifestaciones del espíritu se agotasen a la vez en Kapala, cayó también
en olvido la religión, y quedó aban-donado el maravilloso templo de la diosa
Durga, emplazado al pie de la montaña de Sindoro, que es el Olimpo javanés,
residencia favorita de los inmortales. Y se necesitaba que Kapala hubiese
descendido tanto para que yaciese desierta la sacra montaña, poblada de
arbustos en flor, regada por ríos y manantiales de deleitosa frescura, en cuyos
remansos abrían los lotos azules, blancos y rosados, sus redondas y geométricas
corolas; la montaña poblada de lindas apsaras (las ninfas de la mitología
indostánica) y de aves canoras y dulces, cuyos gorjeos hacen insensible el
transcurso de las horas, de los años y hasta de los siglos.
En la vertiente
de la montaña alzábase la mole del templo de Durga, cuyas imponentes ruinas son
aún hoy asombro de arqueólo-gos y viajeros. Salvada la puerta, lo primero que
se divisa es la efigie colosal de la diosa, de aspecto venerando. Bajos los
ojos como en misterioso éxtasis, y cubierta la cabeza por la alta mitra, en
cuyo centro refulge enorme esmeralda; apoyados los pies en el lomo del toro
Nandi, Durga tiende sus ocho brazos, y en cada uno de ellos lleva un atributo
de sus enseñanzas y doctrinas. El primero empuña la cola de un búfalo, emblema
de la agricultura; el segundo, una espada, que significa el heroísmo; el
tercero el vaso sagrado, símbolo de la religión; el cuarto la maza,
representación del vigor y la fuerza; el quinto la luna, imagen de la
sabiduría; el sexto el escudo, que aconseja prudencia y ánimos para defenderse;
el séptimo el estandarte, que es la
Ley , y finalmente, el octavo agarra con brío y violencia los
cabellos del muñeco Maikasur, personificación del vicio, ordenando así la diosa
que no se omita el castigo de los culpables, tan necesario para ejemplo y
escarmiento en las bien ordenadas repúblicas. Dentro no faltaban otras efigies
de Durga, y se adoraban las de Siva y Ganesa.
Aparte de las
aves y de los reptiles, no quedaba dentro del santuario de Durga más ser
viviente que un anciano solitario. Es verdad que valía por cien bramanes: la
austeridad increíble de sus mortificaciones, que le habían desecado el cuerpo y
consumido y destuetanado hasta los huesos, le tenían hecho una momia; pero tan
comunicado con la esfera superior de Brama, que cuantas veces hincaba en el
suelo su báculo, el seco tronco brotaba rama y flor, y que, sin sentirlo, a
ratos se elevaba de tierra siete codos el penitente, con otros prodigios que
despacio refiere la epopeya. La fama del santísimo Majamí, tal era su nombre,
empezó a divulgarse, y llegando a oídos de tres kapaleños que no podían
resignarse al triste estado presente de su nación, resolvieron peregrinar al
santuario de Durga y pedir a Majamí consejo y a la diosa intervención eficaz.
Pertenecían
estos tres últimos kapaleños patriotas a la casta de los chatrias o
guerreros, que forma, después de los brahmanes o sacerdotes, la primer
aristocracia de la India.
Bien montados y llevando ofrendas para la deidad, se
encaminaron a Sindoro al rayar la mañana, y salvando la odorífera selva y los
lagos deliciosos, no tardaron en avistar las galerías de arcadas y las
innumerables cupulillitas del vasto templo. Pasaron, sobrecogidos de religioso
pavor, bajo la enorme puerta de entrada, en cuyas jambas hacen la guardia dos
colosos armados de sendas porras; y dentro del patio, al pie de la estatua de
la diosa, cruzado de piernas y mirándose al sitio en que debía estar el vientre
-la posición en que suelen representar a los Budas-, calcinándose bajo un sol
de fuego, hecho un pedazo de yesca o un tronco que abrasó el estío, vieron al
santo Majamí, tan quieto, que un pájaro se había posado en su cráneo y sólo
voló al ver aparecer a los tres chatrias.
-Grande y
venerable asceta -dijo el que llevaba la palabra, hemos venido a turbar tu
quietud y a interrumpir las místicas meditaciones que te ponen en contacto con
las esferas divinas, para rogarte que te acuerdes del daño, desastre y
acabamiento de nuestras comarcas y reino de Kapala, y ejercites el formidable
poderío que te otorga tu santidad para obtener de la diosa Durga, en otro
tiempo tan propicia a los kapaleños, que nos restaure. Únicamente Durga puede
hacer un milagro que nos saque del abismo. Concentra tu voluntad y obtén de la
diosa el favor que solicitamos.
Permanecía
Majamí como si fuese labrado en piedra. Los chatrias, respetando su inmovilidad,
se prosternaron y adoraron a Durga, admirando los atributos de sus ocho brazos
y la esmeralda que en su mitra resplandecía como una esperanza dulce. Entonces,
con imponente lentitud, los blancos ojos del solitario giraron en sus órbitas;
su boca quemada y negruzca se abrió solemnemente; su esternón, en que se
contaban las costillas apenas sujetas por la piel, jadeó para recobrar el ritmo
de la respiración olvidada; y al fin, con voz discorde y cavernosa, como el
chirrido de una puerta de oxidados goznes, murmuró gravemente:
No les contentó
la respuesta, e insistieron. El gran Majamí podía solicitar de Durga milagrosa
intervención: ¡el poder de la diosa era tan infinito! Entonces el penitente,
levantándose con trabajo, y renqueando y vacilando bajo sus canillas huesosas,
registró bajo el zócalo de la estatua y sacó un pez muerto, o mejor dicho, un
pez seco ya, de tonos metálicos, momificado como el propio Majamí -un pez que
parecía de estaño y cobre-, y se lo tendió a los chatrias, que no pudiendo
comprender el sentido de tan raro presente, sin replicar lo tomaron.
Asaz mohínos se
despidieron los tres kapaleños patriotas, comentando el regalo del pez y
conviniendo en que Durga, airada o indiferente, no quería socorrer a Kapala.
Con todo, a la primera parada bajo un grupo de limoneros y tamarindos,
dócilmente encendieron una hoguera y arrimaron a la brasa el pez. Y, al caer
sobre las ascuas, el pez empezó a hincharse, a esponjarse; sus metálicas
escamas se hicieron flexibles; al cabo de pocos instantes, sus aletas se
abrieron, se coloreó de rojo su abierta boca, palpitaron sus branquias, y ¡oh
prodigio de Durga! el pez, de un brinco, saltó de la llama a la hierba, fresco,
vivo, coleando.
«Blanco y Negro», núm. 389, 1898.
Cuentos de la patria
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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